Desde un punto de vista técnico, ya no estaba de servicio. Una hora antes había sido sustituido en el telesolidógrafo por otro operador —había escasez de operadores ahora que tenían dos proyectores en funcionamiento— y se había asegurado de que el plan global fuese llevado a cabo de forma satisfactoria. Pero después, como un actor que abandona momentáneamente la escena, había sido incapaz de resistir la tentación de colarse a hurtadillas en la primera fila de butacas para ver cómo se desarrollaba la obra.
Tenía una excusa. La Madre Jujy había dicho que Armon Jarles iba a intentar contactar por segunda vez con la Nueva Brujería. Mientras tanto, la Madre Jujy se había retirado a uno de sus túneles «hasta que la multitud estuviera algo menos excitada».
Por supuesto que hubiera podido enviar a otro a casa de la Madre Jujy para recoger a Armon Jarles, pero a un hombre tan peculiar y obstinado como Armon Jarles era mejor dejarle tomar la iniciativa. Era más divertido y teatral que Armon Jarles acudiera a la cita, más o menos establecida, en el confín de la Gran Plaza, allí donde había sido rechazado por la Brujería.
Mientras tanto, le seguía la pista para asegurarse de que no se metiera en problemas. Planeaba silenciosamente por encima de él, mientras Armon Jarles, vestido como un humilde fiel, avanzaba furtivamente por las callejuelas y callejones más estrechos, en busca de las sombras más oscuras, prestando atención para evitar las alcantarillas y desagües. De vez en cuando se detenía para espiar con cautela a las patrullas y echaba ojeadas por encima del hombro, pero desconocía totalmente la presencia, por encima de él, de aquel demonio de la guardia.
Jarles se acercaba a la Gran Plaza. El Hombre Negro sentía la tentación de poner fin a ese peregrinar casi sin sentido, pero su pasión por los desenlaces dramáticos se lo impedía. Pronto terminaría la diversión.
Unas aureolas violentas que danzaban en el aire anunciaron la presencia de dos sacerdotes que cumplían alguna misión nocturna. Jarles titubeó y luego se deslizó por una estrecha callejuela entre dos edificios. El Hombre Negro se posó con suavidad en el alero de un tejado, presto a intervenir.
Pero los dos sacerdotes continuaron apresuradamente su camino sin percatarse de nada y en el momento en que se acercaban a la callejuela, el Hombre Negro experimentó un ligero sobresalto placentero. Había reconocido al sacerdote más pequeño, el más rechoncho. Era aquel que se había asustado tanto ante la casa embrujada con el Velo Negro y después, dentro de ella, a causa de aquel diván tan peligrosamente animado. Sus sentimientos hacia el hermano Chulian eran casi de afecto. Sería absurdo desperdiciar una ocasión tan propicia. Naurya había dicho que el pequeño sacerdote se había sentido terriblemente asustado por Minina, el pequeño familiar. Tan solo tardaría un minuto en desconectar el campo repulsor y hacer descender a Dickon cabalgando en el haz del lápiz de fuerza —a Dickon le gustaría— para bailar ante el rostro de Chulian.
Casi antes de haberlo decidido, estaba hecho. Una minúscula sombra de formas simiescas descendía en la oscuridad hacia los halos. El Hombre Negro sólo pensaba en la travesura que iba a cometer.
Entonces notó un viento siniestro que se arremolinaba en la oscuridad por encima de él y un vacío de consternación llenó el hueco de su estómago antes de que tuviera tiempo de razonar el porqué.
Después giró la cabeza para mirar tras de sí y hacia arriba, desde el borde del tejado en el que se había posado y por un instante quedó paralizado.
Un breve instante en el que se maldijo y se recriminó el ser como un adolescente bromista que es capaz de caer en cualquier trampa con tal de tener la oportunidad de gastar una buena broma y pensó, con una lucidez patética, que la Brujería pronto sería eliminada si continuaba siendo dirigida por seres tan imprudentes y negligentes como él.
Un breve instante para reconocer aquello que descendía sobre él. Una silueta de hombre, rígida y con un tamaño que era el doble del de un ser humano. Las piernas estiradas y tensas como las de un nadador al zambullirse. Los brazos amenazantes y apuntando hacia adelante con los dedos extendidos como dientes de sierra. Un rostro enorme y escultural, enmarcado por grandes bucles dorados, bello con el atractivo sobrehumano de pintura heroica, visible en la escasa luminosidad que emanaban sus ojos inmóviles y severos que podían escupir la muerte si lo deseaban.
Un ángel.
Después, un instante vertiginoso.
Un vertiginoso instante para volver a conectar el campo repulsivo y dejarse caer hacia la calle, ya que la proximidad del ángel le impedía saltar hacía otro tejado.
Un instante para zigzaguear de un extremo a otro de la calle, como un halcón al acecho atacado súbitamente por un águila; para ver a los dos sacerdotes detenerse pero no el tiempo suficiente para verles dar la vuelta; para ver al pequeño Dickon, arrojado del haz del lápiz de fuerza, caer ágilmente cerca de un desagüe; para tomar rápidamente impulso en dirección a los tejados más altos, pero no lo bastante rápido ni con el suficiente impulso, ya que el ángel se elevaba por encima de él; para experimentar un violento choque, pese a que sus trayectorias habían sido casi paralelas; para sentir, a través del campo repulsor, el abrazo cruel de aquellos brazos mecánicos que eran como garras.
Un vertiginoso instante para formular una orden mental, con toda la intensidad de la que era capaz:
—¡El desagüe, Dickon, el desagüe! ¡Ve al Santuario! ¡Mantén el contacto…, las mentes inconscientes!
Un instante pata registrar, en un oscuro rincón de su cerebro, el inicio de una fantasmal respuesta; para ver surgir ante él, de repente, el borde de un tejado que el ángel no logró evitar por completo.
Después…, el instante final y eterno como un estallido de inconsciencia y oscuridad.
Dos diáconos escoltaban a Jarles a lo largo de un pasillo gris de las criptas excavadas en el Santuario. Era un lugar envuelto por el velo del más profundo misterio, una región en la que estaba habitualmente prohibido el paso a los sacerdotes de rangos inferiores. Todos los ascensores, excepto uno, se detenían dos pisos más arriba. Se decía que allí se efectuaban importantes investigaciones especiales en las que se hallaban envueltos seres humanos. Se decía que cada día enviaban allí a un nuevo grupo de fieles y que cada grupo estaba formado por un elevado porcentaje de seres con deficiencias mentales y comportamientos psicóticos. Se decía también que la mayoría salían más locos de lo que habían entrado.
Se sospechaba que quizá se tratase de algo más que de investigaciones, porque había corrido el rumor de que los sacerdotes recalcitrantes y criminales también eran enviados allí.
Jarles intentó no obsesionarse ni pensar demasiado en su mala suerte: haber sido capturado de nuevo por la Jerarquía en el mismo momento en que se había reconciliado con Brujería y acudía con impaciencia a reunirse con ella.
¿Había sabido la Jerarquía desde el principio que se escondía en casa de la Madre Jujy y había esperado aquel momento para actuar?
O, ¿le había traicionado la Madre Jujy? ¿O alguien de la Nueva Brujería, quizá el Hombre Negro? ¡Ni siquiera debía pensar en tal posibilidad! Había decidido de una vez por todas que los nuevos brujos trabajaban por el bien de la Humanidad y que representaban las fuerzas a las que había decidido aliarse. No debía sospechar de ellos.
Uno de los diáconos que caminaba tras él habló. Jarles sabía que ambos eran hombres del Primo Deth.
—Me pregunto cómo quedará éste cuando salga de aquí —comentó en tono especulativo.
Su compañero no pareció muy interesado en el tema.
—¿Quién sabe? He visto todo tipo de casos. De una única cosa estoy seguro: el hermano Dhomas estará contento de verle. Se siente feliz cuando le traemos una nueva mente.
Se estaban acercando a una puerta abierta y Jarles notó que de ella emanaban los olores característicos de un laboratorio de química. También pudo distinguir indicios de varias radiaciones que afectaban al sistema nervioso humano y cómo pequeñas manos fantasmales manipulaban sus emociones: alarma, tranquilidad, irritación, calma.
Su mirada recorrió nerviosamente la habitación y lo primero que atrajo su atención, como un centro focal, fue un sillón acolchado provisto de abrazaderas y correas, lo que era una mala señal, pero los mecanismos y los instrumentos que le rodeaban eran los propios de un laboratorio psicológico, y eso era una buena cosa.
—No te preocupes. No debes alarmarte. No vamos a torturarte físicamente. Y en cuando a la tortura mental… ¡No existe tal cosa! Son sólo…, experiencias.
Era una voz muy extraña, rápida y profunda y desprovista de individualidad. Humana… pero impersonal; como si varias personas hubieran pronunciado las mismas palabras al mismo tiempo, con una perfecta sincronización.
Jarles miró a su interlocutor, un sacerdote gordo y fofo cuya túnica, sucia y muy holgada, estaba decorada con un cerebro humano y un arabesco de ecuaciones psico—sociológicas que era el emblema del Sexto Círculo.
Después de contemplar la insignia, miró su rostro. Sorprendentemente era igual que su voz; impersonal pese a sus rasgos chocantes: un mentón doble, unos labios gruesos y móviles y unas cejas escasas y finas. Parecía como si los solidógrafos de una docena de sacerdotes con facciones similares —pero cada uno de ellos distinta persona— se hubieran proyectado en un mismo espacio, logrando cancelar la mayor parte de sus individualidades.
Si alguno de aquellos rasgos tenía mayor personalidad que el resto, se trataba sin duda de los ojos que contemplaban a Jarles con avidez, casi amorosamente, como si fuera la cosa que más le interesase en el mundo, pero no por el hecho de ser Armon Jarles, sino porque era un individuo.
Aquellos ojos fascinaban tanto a Jarles que tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la vista de ellos y mirar al hombrecillo vestido de negro. Era extraño que hubiera podido contemplar al sacerdote del Sexto Círculo sin darse cuenta siquiera de la presencia del Primo Deth que estaba de pie a su lado.
—Aquí lo tienes. Es todo tuyo, hermano Dhomas —dijo el Primo Deth—. Y el arcipreste Goniface me ha pedido que te advierta que con éste no debes fallar. Ha costado demasiado atraparle. Habrá consecuencias desagradables si fracasas y resulta que sólo es capaz de farfullar tonterías.
Sin apartar los ojos de Jarles, el hermano Dhomas respondió de inmediato:
—No lograrás asustarme, hombrecillo. Sabes tan bien como yo que mis métodos son todavía empíricos y sus resultados imprevisibles. Sí un hombre se malogra, se pierde. Este es el acuerdo. No garantizo nada.
—Y yo te he advertido —respondió Deth.
El hermano Dhomas se acercó a Jarles. Para ser un hombre tan anormalmente gordo, se movía con bastante agilidad.
—He estudiado tu dossier completo y he escuchado el discurso que pronunciaste en la Gran Plaza. —Hizo un gesto hacia el proyector de solidógrafos que había frente al sillón central, pero no dejó de mirar los ojos de Jarles—. Haces gala de un idealismo muy interesante…, muy interesante.
El tono era el de un cirujano haciendo comentarios sobre un tumor desconocido.
—Me marcho —dijo Deth—. Informaré al arcipreste de que tenéis intención de tratar este caso como un experimento más.
El hermano Dhomas le miró mientras decía:
—¡Pequeño reptil! Tu mente cerrada y engreída me interesa. Me gustaría meterme con ella. Y también con tu amo Goniface. Ésa es una mente que vale la pena. ¡Lo que daría yo por trabajar en una mente como ésa!
La cara del Primo Deth se endureció.
—¡Máscara! ¡Máscara! —rugió el hermano Dhomas con tono burlón— ¿No sabes que prefiero a los hombres que pueden esconder sus pensamientos? Me proporciona algo contra lo que enfrentarme.
El Primo Deth salió, seguido de los dos diáconos que habían escoltado a Jarles.
Inmediatamente los ojos de Dhomas volvieron a Jarles. Ahora le estudiaban con tal intensidad que casi parecían vacíos. El sacerdote parecía perderse completamente en su contemplación.
—Y también una gran sinceridad —continuó el hermano Dhomas, mientras asentía con la cabeza, como si pudiese ver a través de las pupilas de Jarles—. ¡Oh, sí! Y también negativismo. Un negativismo muy bien estructurado.
Con profundo esfuerzo, Jarles desvió la mirada.
—No. No intento hipnotizarte —continuó el hermano Dhomas, sin interrumpir la inspección— El hipnotismo entorpecería mi trabajo, como un mal anestésico, y debilitaría las reacciones que me son necesarias para guiarme.
El silencioso examen terminó por fin.
—Y ahora… si me haces el favor de sentarte. —Indicó el sillón del centro.
Jarles se dio cuenta de que varios sacerdotes se habían acercado discretamente a él tras la marcha de los diáconos. Los emblemas que llevaban dibujaban diagramas de sistemas nerviosos y circulatorios, lo que indicaba que se trataba de sacerdotes del Tercer Círculo; el de los doctores y psiquiatras de menor importancia.
Dos de ellos le cogieron por los codos y le empujaron hacia el sillón. Jarles empezó a debatirse con violencia y desesperación, más para demostrarse a sí mismo que todavía era un hombre que porque esperara poder escapar. De un puñetazo hizo caer a un sacerdote, pero los otros dos le agarraron el brazo y le obligaron a bajarlo. Sin contemplaciones, le arrastraron hasta el sillón, le sentaron por la fuerza y le ataron las correas.
Durante toda la escena, el hermano Dhomas le exhortaba:
—¡Muy bien! ¡Muy bien! ¡Defiéndete ahora! Así ya no pensarás más en ello y mi tarea será más fácil.
Los sacerdotes del Tercer Círculo retrocedieron. El sillón era extremadamente confortable, pero Jarles ni siquiera podía mover la cabeza.
Después, conectaron a su cuerpo una serie de sensores eléctricos y neumáticos e inyectaron algo en su brazo. De nuevo el hermano Dhomas adivinó las sospechas de Jarles y dijo:
—No. No se trata del suero de la verdad. Obtener la información que tú tienes sería un juego de niños. Queremos de ti algo más que la verdad.
El hermano Dhomas se movió hasta una posición en la que se hallaba directamente frente a Jarles, tras el tablero de mandos del solidógrafo.
—¿Qué es la personalidad? —dijo con voz distinta—. Simplemente un punto de vista, o un sistema de puntos de vista. Nada más.
»Los puntos de vista se modifican. ¿Por qué no podría modificarse también la personalidad? La respuesta es, evidentemente, que sí, que la personalidad se modifica, pero tan gradualmente que no nos damos cuenta de ello.
Tus
puntos de vista han cambiado. Tu
dossier
demuestra que cambias muy a menudo y en mayor grado de lo que es habitual. Sin embargo, tú crees ser esencialmente la misma persona. He aquí un tema complejo.