Harry Flashman (12 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Harry Flashman
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Mientras pensaba vertiginosamente sin dejar de sonreír con entusiasmo, pregunté si el general Elphinstone no tendría sus propias preferencias en el momento de elegir a un edecán; puede que hubiera otros con más méritos que yo, dije...

Tonterías, contestó Crawford, apostaba a que Elphinstone se mostraría encantado de contar con los servicios de un hombre que hablaba el idioma y, al mismo tiempo, manejaba la lanza como un cosaco. Lady Emily expresó su confianza en que el general encontrada un sitio para mí. Por consiguiente, no tenía escapatoria; tendría que aceptarlo y simular que me gustaba.

Aquella noche le propiné a Fetnab la mayor paliza de su regalada vida y estrellé un cacharro contra la cabeza del portero.

Ni siquiera me iban a dar tiempo para prepararme debidamente. El general Elphinstone (o Elphy Bey tal como lo llamaban los guasones) me recibió al día siguiente, y resultó ser un anciano quisquilloso de moreno y arrugado rostro y grandes bigotes blancos. Estuvo muy amable conmigo, a su alelada manera, y era el más inverosímil comandante de ejército que imaginar se pudiera, pues estaba a punto de cumplir los sesenta años y, por si fuera poco, su salud no era demasiado buena.

—Es un gran honor para mí —dijo, refiriéndose a su nuevo mando—, pero hubiera preferido que recayera sobre unos hombros más jóvenes que los míos... es más, lo considero necesario.

Sacudió la cabeza y miró tristemente a su alrededor, mientras yo pensaba: «Pues arreglado estoy si tengo que iniciar una campaña con éste».

Sin embargo, me dio la bienvenida a su plana mayor, maldita fuera su estampa, y me dijo que mi llegada era de lo más oportuna; me encomendada inmediatamente una misión. Puesto que los edecanes que tenía en aquellos momentos estaban acostumbrados a servirle, los conservaría momentáneamente a su lado para preparar el viaje; y a mí me enviaría por adelantado a Kabul... lo cual significaba, pensé yo, que tendría que anunciar su llegada y encargarme de que todo estuviera arreglado y a punto. Por consiguiente, tuve que reunir mis efectivos, contratar camellos y mulos para el transporte, hacer acopio de provisiones para el viaje, gastarme una considerable cantidad de dinero y enfrentarme a toda suerte de molestias. Mis criados procuraron mantenerse apartados de mi camino durante aquellos días, pueden creerme, y Fetnab se pasó todo el tiempo lloriqueando y poniendo los ojos en blanco. Al final, le dije que se callara si no quería que la entregara a los afganos cuando llegáramos a Kabul. Ella se aterrorizó tanto al oír mis palabras que se calló de verdad.

No obstante, tras sufrir la primera decepción, comprendí que era absurdo lamentarse por algo que ya no tenía remedio y procuré ver el lado bueno de la situación. A fin de cuentas, iba a ser edecán de un general, lo cual podía serme muy útil en el futuro y me convertida en un personaje muy distinguido. De momento, por lo menos, Afganistán estaba tranquilo y el término del mando de Elphy Bey no podía estar muy lejos, dada su edad. Podría llevarme a Fetnab y a mis criados, incluido Basset, y, gracias a la influencia de Elphy Bey, pude incorporar también a mi grupo a Muhammed Iqbal. Como es natural, éste hablaba el
pashto
, que es el idioma de los afganos, y podría darme lecciones por el camino. Además, me resultaba muy agradable tenerlo a mi lado y sería para mí un valioso compañero y guía. Antes de iniciar el viaje, recabé toda la información que pude acerca de los asuntos de Afganistán. Éstos se me antojaron bastante peligrosos, y había otras personas en Calcuta —no Auckland, que era un asno— que compartían aquella opinión. La razón de que se hubiera enviado una expedición a Kabul, situada en el mismísimo centro de uno de los peores países del mundo, era el miedo que le teníamos a Rusia. Afganistán era algo así como una valla amortiguadora entre la India y el territorio del Turquestán, en el que Rusia ejercía una considerable influencia. Los rusos se entremetían constantemente en los asuntos afganos, con la esperanza de poder expandirse hacia el sur y apoderarse a ser posible de la India. Por consiguiente, Afganistán tenía mucha importancia para nosotros y, gracias al presumido payaso escocés de Burnes, el Gobierno británico había invadido el país, por así decirlo, y había colocado a nuestro soberano títere Shah Sujah en el trono de Kabul en lugar del viejo Dost Mohammed, sospechoso de simpatías rusas.

Creo, a juzgar por todo lo que vi y oí, que si éste tenía simpatías rusas, era porque nosotros lo habíamos empujado hacia los rusos con nuestra insensata política; en cualquier caso, la expedición de Kabul consiguió sentar a Sujah en el trono y el viejo Dost fue cortésmente encerrado en la India. De momento todo iba bien, pero Sujah no gustaba ni un pelo a los afganos, por lo que tuvimos que dejar un ejército en Kabul para mantenerlo en el trono. Era el ejército cuyo mando estaba a punto de asumir Elphy Bey. Se trataba de un ejército bastante bueno, integrado en parte por tropas de la Reina y, en parte, por tropas de la compañía, con regimientos británicos y nativos, pero no podía desarrollar eficazmente su labor porque constantemente se veía obligado a imponer el orden entre las distintas tribus. Aparte de los partidarios de Dost, había centenares de caciques y tiranos que no perdían la menor ocasión por causar problemas en tiempos difíciles, y a todo ello había que sumar los habituales pasatiempos afganos de las contiendas entre los clanes, los robos y los asesinatos por pura diversión. Nuestro ejército impedía cualquier rebelión —por lo menos de momento—, pero tenía que estar patrullando constantemente, dotar los pequeños fuertes de efectivos militares y tratar de pacificar y comprar a los jefes de las bandas de ladrones, por lo que la gente se preguntaba cuánto tiempo se podría prolongar aquella situación. Los más sensatos decían que se avecinaba una explosión, por lo que, cuando iniciamos nuestro viaje desde Calcuta, mi primer pensamiento fue el de que, quienquiera que tuviera que estallar, no sería yo. Quiso la suerte que acabara precisamente en el lugar donde se encendió la hoguera.

6

Viajar, creo yo, es lo más aburrido que hay en la vida, por consiguiente, no les cansaré con el relato de nuestro viaje desde Calcuta a Kabul. Fue largo, sofocante y terriblemente tedioso; si Basset y yo no hubiéramos seguido el consejo de Muhammed Iqbal y no hubiéramos cambiado nuestros uniformes por prendas nativas, dudo que hubiéramos podido sobrevivir. En el desierto, en las llanuras llenas de matorrales, en las pedregosas colinas, en los bosques, en las pequeñas aldeas, en los campos y en las ciudades el calor era horrible e implacable; se te quemaba la piel, te ardían los ojos y notabas que el cuerpo se te convertía en una reseca bolsa de huesos. Sin embargo, con aquellas holgadas túnicas y aquellos pantalones parecidos a los de un pijama, uno se sentía más fresco... quiero decir, que uno se freía sin achicharrarse.

Basset, Iqbal y yo íbamos a caballo, y los criados nos seguían a pie llevando la litera de Fetnab. Pero nuestro ritmo era tan lento que, al cabo de una semana, nos deshicimos de todos ellos menos del cocinero. Despedimos a los criados entre grandes lamentos, y vendí a Fetnab a un comandante de artillería por cuyo campamento acertamos a pasar. Lo sentí mucho, pues ya se había convertido en algo así como una costumbre para mí, pero durante el viaje se puso muy pesada y, por la noche estaba demasiado exhausta y apática como para que yo pudiera solazarme con ella. No obstante, no recuerdo haber conocido en mi vida a otra moza con quien haya disfrutado más.

A partir de aquel momento viajamos más rápidamente, hacia el oeste y después hacia el noroeste, por las llanuras y los grandes ríos del Punjab, cruzando el territorio de los
sikhs
y subiendo hacia Peshawar, que es donde termina la India. Ahora ya nada nos recordaba Calcuta, pues allí el calor era tan seco y feroz como los habitantes... unas criaturas de aspecto ajudiado tremendamente feas y escuálidas que iban perennemente armadas y que, a juzgar por su aspecto, parecían dispuestas a cometer cualquier atrocidad. Sin embargo, el más feo y el que parecía más dispuesto a cometer maldades era el gobernador del lugar, un corpulento sujeto de barba gris y pinta de toro, vestido con una vieja y manchada chaqueta de uniforme, unos abombados pantalones y un quepis adornado con borlas doradas. Era nada menos que italiano, lucía unos tiesos mostachos encerados como los que hoy en día llevan los organilleros, y hablaba inglés con un espantoso acento ítalo—americano. Se llamaba Avitabile,
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y tanto los
sikhs
como los afganos le tenían más miedo que al mismísimo demonio; había llegado a la India como soldado mercenario, estaba al mando del ejército de Shah Sujah y ahora cumplía la misión de mantener abiertos los pasos para nuestra gente de Kabul.

Lo hacía admirablemente bien, de la única forma que aquellos brutos entendían... por medio de la fuerza y la intimidación. Al entrar, vimos cinco afganos muertos colgando del arco de la puerta bajo los ardientes rayos del sol, lo cual nos resultó tranquilizador y desconcertante a la vez. La gente les prestaba muy poca atención, como si fueran unas moscas aplastadas, y el que menos se la prestaba era el propio Avitabile, justamente el que los había mandado ahorcar.

—Maldita sea, muchacho —me dijo—, ¿cómo cree usted que podría mantener la paz si no matara constantemente a estos bastardos? Estos son
gilzai
, ¿sabe?
gilzai
buenos, ahora que yo me encargo de ellos. Los
gilzai
malos están en las colinas que hay entre aquí y Kabul, vigilando los pasos, pensando y humedeciéndose los labios con la lengua. Pensar es lo único que están haciendo ahora a causa de Avitabile. Como es natural, les pagamos para que se estén quietos, pero, ¿cree usted que eso sería suficiente para que obedecieran? No señor, el temor a Avitabile —dijo, señalándose el pecho con un grueso pulgar—... el temor es el que los obliga a obedecer. Sin embargo, si yo dejara de ahorcarlos de vez en cuando, dejarían de tenerme miedo, ¿comprende?

Aquella noche me invitó a cenar, y saboreamos un excelente estofado de pollo y fruta en una terraza que daba a los sucios tejados de Peshawar, hasta la cual llegaban todos los rumores y olores del bazar. Avitabile fue un estupendo anfitrión, y se pasó toda la noche hablando de Nápoles, de mujeres y de bebida; me pareció que le había caído bien, y ambos cogimos una borrachera impresionante. Era uno de esos borrachos a los que les da por gritar y armar alboroto, y recuerdo que nos pasamos un buen rato cantando a pleno pulmón. Pero al amanecer, mientras regresábamos haciendo eses a nuestras camas, se detuvo delante de mi habitación, apoyó una mugrienta manaza en mi hombro, me miró con sus brillantes ojos grises y me dijo con voz muy suave y serena:

—Me parece, muchacho, que en el fondo es usted igual que yo: un
condottiero
y un bribón. Quizá con un poco más de honor y valentía. No sé. Pero, mire, ahora ustedes se dirigen más allá del Khyber, y un día no muy lejano los
gilzai
y los demás dejarán de tener miedo. Para estar preparado, escoja un caballo rápido y a unos cuantos afganos de confianza (hay algunos, como los
kuzzibashis
) y, cuando llegue ese día, no espere a morir en el campo de batalla —lo dijo sin el menor sarcasmo—. Los héroes no cobran mejores salarios que los otros, muchacho. Que descanse.

Asintió con la cabeza y se alejó pesadamente pasillo abajo, con el dorado quepis todavía firmemente encasquetado. En mi estado de embriaguez, apenas presté atención a lo que me dijo, pero más tarde lo recordé.

A la mañana siguiente, nos dirigimos al norte hacia uno de los lugares más horribles del mundo: el gran paso del Khyber, donde el camino serpentea entre unos peñascos abrasados por el sol y las cumbres parecen aguardar al viajero para tenderle una emboscada. El camino estaba bastante transitado y nos cruzamos con un convoy de suministros que se dirigía a Kabul, pero la mayoría de las personas que vimos eran montañeses afganos, unos guerreros de elevada estatura que llevaban una especie de casquetes o turbantes y unas largas chaquetas. Iban armados con unos rifles tremendamente largos llamados
jezzais
, y con las típicas navajas del Khyber (una especie de cuchillos de carnicero muy puntiagudos) metidas en el cinto. Muhammed Iqbal se alegraba mucho de regresar a su lugar de origen, y me obligó a chapurrear el pashto con las personas con quienes nos cruzamos; la gente, que en general fue bastante amable con nosotros, se llevaba una notable sorpresa al ver a un oficial inglés que hablaba su propio idioma, por más que yo lo hiciera con mucha dificultad. Sin embargo, a mí no me gustó su aspecto; se adivinaba la traición en sus ojos oscuros... y me parecía un poco raro que aquellos hombres con pinta de Satanás lucieran ricitos y bucles por debajo de los turbantes.

Tras cruzar el Khyber, nos pasamos tres días recorriendo un camino cada vez más infernal. No comprendo cómo un ejército británico con sus miles de seguidores, carretas, carros y armas pudo superar aquellos pedregosos senderos. Pero, al final, llegamos a Kabul. La gran fortaleza de Bala Hissar dominaba la ciudad, y un poco más allá, hacia la derecha, se veían los nítidos perfiles del acantonamiento situado junto a la orilla del río; los hombres, enfundados en sus rojas chaquetas, semejaban muñecos de juguete desde lejos, y el sonido del clarín se propagaba débilmente sobre las aguas. Todo era muy hermoso bajo la luz de la tarde estival, los huertos y los jardines se extendían ante nuestros ojos, y la mole del Bala Hissar ocultaba la miseria de la ciudad de Kabul. Sí, en aquellos momentos, todo era hermoso.

Cruzamos el puente sobre el río Kabul y, en cuanto me hube presentado, bañado y puesto el uniforme del regimiento, me enviaron ante el comandante a quien yo tenía que hacer entrega de los despachos de Elphy Bey. Se llamaba sir Willoughby Cotton
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y el nombre le iba que ni pintado, pues era redondo, grueso y rubicundo. Cuando entré, un apuesto oficial de alto rango, enfundado en un descolorido uniforme, le estaba echando una bronca, e inmediatamente descubrí dos cosas... que en la guarnición de Kabul no existía el menor respeto por la intimidad ni el menor comedimiento, y que los oficiales de mayor graduación no tenían el menor reparo en discutir sus asuntos delante de los subordinados.

—... es el mayor insensato que haya este lado del Indo —estaba diciendo el oficial cuando yo me presenté— o Le digo, Cotton, que este ejército es como un oso en una trampa. Si se produce un levantamiento, ¿dónde estará usted? Atrapado entre unas gentes que le odian con toda su alma y a una semana de distancia de la más cercana guarnición amiga, mientras el muy imbécil de McNaghten le escribe cartas a ese Auckland de Calcuta que es todavía más imbécil que él, diciéndole que todo va bien. ¡Dios nos coja confesados! Y ahora, lo van a relevar a usted...

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