Sher Afzul se expresaba con bastante cordura, hablando de temas cinegéticos y de otro tipo de derramamientos de sangre más significativos, pero uno no podía por menos que reparar en el salvaje brillo de sus ojos y en el malévolo carácter que pugnaba constantemente por aflorar a la superficie. Estaba acostumbrado a comportarse como un tirano y sólo se mostraba amable con el joven Ilderim, a quien adoraba. De vez en cuando soltaba un gruñido dirigiéndose a Gul, pero éste le miraba a los ojos sin pestañear.
Aquella noche, sentados entre almohadones, cenamos en el salón de audiencias del
kan
, introduciendo directamente los dedos en los cuencos de estofado, arroz y fruta, y bebiendo un agradable licor afgano que, por cierto, no tenía demasiado cuerpo. Éramos unos doce, incluido Gul Shah. Al terminar la cena, y tras haber soltado el eructo de rigor, Sher Afzul ordenó que comenzara la diversión, la cual consistió en un excelente prestidigitador, unos cuantos escuálidos jovenzuelos con flautas y tam-tams nativos y tres o cuatro bailarinas. Yo había simulado divertirme con el prestidigitador y los músicos, pero, en cuanto salieron las bailarinas, una de ellas me llamó particularmente la atención y me pareció digna de algo más que de una mirada de cortesía. Era una alta y preciosa criatura de largas piernas, frío rostro enfurruñado y una preciosa melena teñida de color rojo fuego y recogida en una cola de caballo que le caía sobre la espalda. Era prácticamente lo único que la cubría; por lo demás, llevaba unos pantalones de raso ajustados alrededor de las caderas y un peto de latón que se quitó a instancias de Sher Afzul.
Éste le hizo señas de que se acercara y bailara delante de él, y entonces la contemplación de las torsiones y los estremecimientos de aquel dorado cuerpo semidesnudo me hizo olvidar por un instante dónde estaba. Cuando terminó de bailar, mientras los tam-tams seguían sonando y el sudor brillaba sobre su rostro pintado, yo me la debía de estar comiendo con los ojos. Saludó con un
salaam
a Sher Afzul, y éste la asió de repente por el brazo y la atrajo hacia sí. Observé entonces que Gul Shah se inclinaba hacia adelante en su almohadón.
Sher Afzul también lo observó, pues miró a derecha e izquierda con una pícara sonrisa en los labios y, con la mano libre, empezó a acariciar el cuerpo de la chica. Ésta aceptó las caricias con rostro imperturbable, mientras Gul contemplaba la escena sin apenas disimular su furia. Sher Afzul soltó una carcajada y me preguntó:
—¿Le gusta, Flashman
bahadur
? ¿Es la clase de gatita que usted se complace en acariciar? ¡Pues aquí tiene, es suya!
La empujó con tal fuerza hacia mí que cayó de cabeza sobre mis rodillas. Mientras yo la recibía, Gul Shah se levantó de repente y, soltando un rugido, acercó la mano a la empuñadura de su sable.
—¡No es para un perro europeo! —gritó.
—¿Por qué no, maldita sea? —contestó Sher Afzul—. ¿Y eso quién lo ha dicho?
Gul Shah le explicó quién lo había dicho, y entonces se produjo un pequeño intercambio de palabras que terminó cuando Sher Afzul ordenó a Gul que abandonara el salón. Me pareció que la muchacha lo miraba con decepción mientras él se retiraba de la estancia a grandes zancadas. Sher Afzul pidió disculpas por la molestia, y me dijo que no me preocupara por Gul Shah, un desvergonzado bastardo siempre ávido de mujeres. ¿Me gustaba la chica? Se llamaba Narriman y, en caso de que no me complaciera, yo no debería vacilar en azotarla sin la menor compasión.
Comprendí que todo aquello estaba deliberadamente dirigido contra Gul Shah, el cual seguramente codiciaba a la chica, y Sher Afzul había aprovechado la ocasión para atormentarlo. Se me planteaba un dilema: no quería enemistarme con Gul Shah, pero no podía permitirme el lujo de rechazar, por así decirlo, la hospitalidad de Sher Afzul. Además, la hospitalidad me resultaba muy cálida y apetecible, y me estaba produciendo una considerable excitación, desnuda sobre mis rodillas y jadeando todavía a causa del esfuerzo de la danza.
Por consiguiente, acepté de inmediato y esperé con impaciencia mientras Sher Afzul hablaba interminablemente acerca de sus caballos, sus perros y sus halcones. Al final, todo terminó y Narriman me siguió a la habitación privada que me habían asignado. Era una tibia y hermosa noche, los perfumes del jardín penetraban a través de la ventana, y yo ya estaba soñando con los placeres que se avecinaban. La chica fue una auténtica decepción, pues se quedó allí tendida sin hacer nada, mirando al techo como si yo no estuviera presente. Al principio, traté de convencerla con halagos, después la amenacé y, finalmente, siguiendo el consejo de Sher Afzul, la coloqué sobre mis rodillas y, tomando la fusta de montar, le propiné una buena tanda de azotes. Entonces se revolvió repentinamente contra mí como una pantera, se puso a gruñir, me clavó las uñas y poco faltó para que me arañara los ojos. Me enfurecí tanto que la zurré con todas mis fuerzas, pero ella luchó valerosamente y, sólo tras haber recibido varios latigazos especialmente dolorosos, trató de escapar corriendo. La agarré cuando ya había alcanzado la puerta y, tras un tremendo forcejeo, conseguí violarla... la única vez en mi vida en que me he visto obligado a hacerlo, por cierto. La cosa tiene también su aliciente, qué duda cabe, pero no me gustaría tener que hacerlo con carácter habitual. Prefiero que las mujeres se sometan voluntariamente.
Después la saqué de mi habitación —no tenía el menor deseo de que me clavara la uña del pulgar en un ojo durante la noche— y los guardias se la llevaron. En todo el rato no había dicho ni una sola palabra.
Al verme la cara arañada a la mañana siguiente, Sher Afzul me pidió que le facilitara detalles y, cuando yo se los conté, él y sus serviles aduladores se partieron de risa. Aunque Gul Shah no estaba presente, comprendí que no faltaría quien se apresurara a contarle la historia.
No me importaba demasiado, pero en eso me equivoqué. Gul era un simple sobrino de Sher Afzul y un malnacido, pero ejercía poder sobre los
gilzai
por su habilidad como luchador y estaba deseando derribar al viejo Sher Afzul y robarle el trono. En caso de que lo consiguiera, las perspectivas de la guarnición de Kabul no serían muy buenas, pues los
gilzai
mantenían constantemente el equilibrio con nosotros y Gul hubiera inclinado sin duda el platillo de la balanza en nuestra contra. Odiaba a los británicos y, nada mas ocupar el puesto de Afzul, hubiera cerrado los pasos, aunque con ello perdiera los muchos
lahks
que se pagaban desde la India para mantenerlos abiertos. Sin embargo, Afzul, a pesar de que ya estaba un poco viejo, era demasiado listo y poderoso como para que alguien lo derrocara en aquellos momentos, e Ilderim, aunque sólo fuera un muchacho, gozaba de general aprecio y estaba considerado su indiscutible sucesor. Ambos mantenían buenas relaciones y podían imponer su dominio sobre los restantes jefes
gilzai
.
Gran parte de esta información la obtuve durante los dos días siguientes, en los que yo y los hombres de mi grupo fuimos huéspedes de honor en Mogala y yo mantuve los ojos y los oídos muy abiertos. Los
gilzai
, desde Afzul hasta los más humildes aldeanos cuyas chozas se apretujaban en la parte exterior de la muralla, se mostraron extremadamente hospitalarios con nosotros. Tengo que reconocerlo en honor de los afganos... son unos sujetos traicioneros e incluso malvados cuando quieren, pero si consigues ganarte su amistad, se convierten en unos tipos estupendos. Sin embargo, tienes que saber descubrir justo en qué segundo van a dejar de ser tus amigos. Raras veces se producen señales de advertencia.
Recordando aquel período de mi vida, puedo decir que probablemente me llevé mejor con los afganos que la mayoría de los británicos. Supongo que Thomas Hughes hubiera dicho que, en muchos rasgos de mi carácter, yo me parecía a ellos, y yo no lo habría negado. Sea como fuere, el caso es que me lo pasé muy bien durante aquellos dos primeros días: disputamos carreras de caballos y otras competiciones de equitación, y yo me hice muy famoso mostrándoles cómo se podía refrenar el nerviosismo de una jaca persa. Practicamos también la cetrería, a la que tan aficionado era Sher Afzul, por las noches se celebraron fastuosos banquetes, y Sher Afzul me ofreció entre risas otra bailarina, dándome consejos acerca de la mejor manera de manejarla, aunque esta vez los consejos fueron innecesarios.
Sin embargo, a pesar de lo bien que lo estábamos pasando, en Afganistán uno no puede olvidar jamás que camina constantemente sobre el filo de una navaja y que aquellos individuos son unos salvajes crueles y sanguinarios. El segundo día se ejecutó en el patio a cuatro hombres por robo a mano armada en presencia de una enfervorizada multitud, y un quinto individuo, un pequeño cacique, fue cegado por el médico de Sher Afzul. Se trata de un castigo muy corriente entre los afganos: si un hombre es demasiado importante como para ser ejecutado como un delincuente común, se le quita la vista para que no pueda causar más daño. Fue algo tan espantoso que uno de mis hombres se enzarzó en una pelea con un
gilzai
y le dijo que todos eran unos asquerosos extranjeros, cosa que ellos no entendieron. «Un hombre ciego es un hombre muerto», decían ellos, y yo tuve que presentar mis disculpas a Sher Afzul y ordenar al sargento Hudson que impusiera al soldado un ejercicio de castigo.
A todo esto, ya casi me había olvidado de Gul Shah y del enojoso asunto de Narriman, lo cual fue un imperdonable descuido por mi parte. Recibí el recordatorio al llegar la mañana del tercer día, cuando menos lo esperaba.
Sher Afzul había dicho que teníamos que salir a la caza de jabalíes, por lo que nos pasamos una hora larga entre los matorrales de las hondonadas del valle de Mogala, donde tanto abundaban dichos animales. Éramos unos veinte, incluyendo a Hudson, Muhammed Iqbal y yo mismo, y Sher Afzul dirigía las operaciones. Fue todo muy emocionante, aunque agotador, pues el terreno era muy accidentado y teníamos que separarnos muchas veces. Muhammed Iqbal y yo efectuamos una salida que nos llevó muy lejos del grupo principal, hasta un angosto desfiladero en el que terminaba el bosque y en el que nos esperaban cuatro jinetes con las lanzas en ristre, los cuales, sin hacer el menor ruido, cargaron directamente contra nosotros. Comprendí que eran hombres de Gul y que su intención era matarme... y poner, al mismo tiempo, en un compromiso a Sher Afzul con los británicos.
Iqbal, que era un tipo muy aficionado a las peleas, soltó un grito de júbilo.
—¡Vamos,
huzoor
! —me dijo, lanzándose al ataque. Yo no lo dudé ni un instante; si él quería probar suerte, era asunto suyo. Di media vuelta con mi jaca y regresé al bosque como alma que lleva el diablo, volviendo de vez en cuando la cabeza para ver si alguien me seguía.
No sé si él se dio cuenta de que lo dejaba solo, aunque le hubiera dado igual. Iba armado con una lanza lo mismo que yo, pero llevaba, además, una espada y una pistola al cinto, por lo cual se deshizo inmediatamente de la lanza hundiéndola en el pecho del
gilzai
que iba en cabeza, para inmediatamente atacar con el sable a los tres que lo seguían. A uno de ellos lo derribó, pero los dos restantes pasaron casi rozándole por ambos flancos, ya que era a mí a quien querían dar alcance.
Espoleé mi montura mientras ellos me perseguían al galope e Iqbal daba media vuelta para perseguirlos a ellos, diciéndome a voz en grito que diera la vuelta y les hiciera frente, el muy insensato. Sin embargo, mi único deseo era alejarme de aquellas infernales puntas de lanza y de los barbudos rostros de lobo de quienes las blandían. Galopé desesperadamente... hasta que la jaca tropezó y salí disparado hacia adelante por encima de la cabeza del animal, yendo a caer sobre un montón de rocas casi sin resuello.
Los arbustos me salvaron, pues los
gilzai
no pudieron llegar fácilmente hasta el lugar donde yo me encontraba. Tuvieron que rodear el montículo, y mientras tanto yo me levanté como pude y me oculté detrás del tronco de un árbol. Una de las jacas se encabritó y estuvo a punto de hacer perder el equilibrio a la otra; el jinete soltó un grito y tuvo que arrojar la lanza para evitar ser despedido. Entonces Iqbal se le echó encima, aullando su grito de guerra. El
gilzai
, que se había agarrado a las crines de su montura para no caer, me miró enfurecido y soltó una maldición. De repente, su siniestro rostro quedó literalmente partido por la mitad, pues el sable de Iqbal bajó silbando sobre su cabeza y atravesó el casco y el cráneo como si fueran de masilla. El otro jinete, que estaba tratando de rodear el tronco del árbol para llegar hasta mí, dio media vuelta en el momento en que Iqbal retiraba su espada de la cabeza del otro, y las monturas de ambos chocaron entre sí.
Por un terrible y angustioso instante ambos quedaron trabados, mientras Iqbal intentaba hundir la punta de su espada en el costado del otro y el
gilzai
, blandiendo una daga, trataba de clavarla en el cuerpo de Iqbal. Oí el sordo rumor de los golpes y la voz de Iqbal, gritando:
—
¡Huzoor!, ¡huzoor!
Después las jacas se separaron y los hombres cayeron al suelo.
Desde detrás del árbol vi de repente que mi lanza se encontraba a cosa de un metro de distancia, en el lugar donde yo la había soltado en el momento de caer. No sé por qué razón no seguí mi instinto de supervivencia y no eché a correr, dejando que ellos dos se las arreglaran solos en su lucha. Probablemente pasó por mi mente la idea de una posible ignominia. Sea como fuere, el caso es que salí corriendo de detrás del árbol, recogí mi lanza y, mientras el
gilzai
luchaba encima de Iqbal y levantaba su ensangrentada daga para clavársela, le hundí la punta de la lanza directamente en la espalda. El
gilzai
lanzó un grito, soltó la daga, cayó sobre el polvoriento suelo y murió, agitando las piernas y retorciéndose de dolor.
Iqbal trató de incorporarse, pero ya estaba perdido. Tenía el rostro ceniciento y en la pechera de su camisa se veía una gran mancha carmesí. Me miró enfurecido mientras yo me acercaba corriendo, y consiguió incorporarse sobre un codo.
—
Soor kabaj
—me dijo, con un entrecortado jadeo—.
¡Ya, huzoor! ¡Soor kabaj!
Después soltó un gruñido y cayó hacia atrás, pero, mientras yo me arrodillaba y me inclinaba hacia él, abrió los ojos un instante, emitió un leve gemido e intentó escupirme a la cara. Así murió, llamándome «hijo de cerdo» en hindi, el peor insulto para los musulmanes. Comprendí su punto de vista, como es natural.