—¡Excelente!
¡Bahut achha!
—dijo Burnes, dando caladas a un puro de extremos recortados mientras miraba a través de una de las ventanas—. Como ves, Charlie, ya se han retirado y ahora Elphy se estará preguntando allá abajo en el acantonamiento a qué viene todo este alboroto y enviará a alguien a ver qué ocurre.
—¿Entonces no enviará tropas? —preguntó el pequeño Charlie.
—Por supuesto que sí. Probablemente un batallón... eso es lo que yo enviaría. Pero, tratándose de Elphy, igual nos envía una brigada, ¿verdad, Jim?
Broadfoot, agachado junto a otra ventana, miró a lo largo del cañón de su pistola, disparó, soltó una maldición y dijo:
—Con tal de que envíe a alguien.
—No se preocupe —le dijo Burnes—. Venga, Flashy, tome un cigarro. Después podrá probar su puntería contra esos individuos del otro lado del muro. Calculo que Elphy se pondrá en marcha dentro de un par de horas y que saldremos de aquí dentro de unas tres. ¡Buen disparo, Jim! ¡A eso llamo yo tener estilo!
Burnes se equivocó, naturalmente. Elphy no envió tropas; es más, por lo que he podido saber, no hizo nada en absoluto. Aunque sólo hubiéramos recibido un pelotón durante aquella primera hora, creo que la muchedumbre se habría dispersado; en su lugar, los rebeldes cobraron valor, volvieron a encaramarse al muro y se desplazaron a la parte de atrás, donde los establos les podían servir de protección. Nosotros seguíamos disparando desde las ventanas... yo mismo me cargué a tres hombres, entre ellos un sujeto enormemente grueso. Al verlo, Burnes me dijo:
—Elija a los delgados, Flashy. Ése no hubiera podido pasar por la puerta de todos modos.
Sin embargo, al cabo de dos horas se le empezaron a pasar las ganas de bromear e incluso hizo otro intento de dirigir la palabra a los atacantes desde el balcón, pero éstos le obligaron a retirarse al interior con uno o dos disparos y un masivo lanzamiento de armas arrojadizas.
Entretanto, unos cuantos
ghazi
habían prendido fuego a los establos y el humo estaba empezando a penetrar en la casa. Burnes soltó un reniego y todos los demás aguzamos la vista, mirando por encima de los tejados de las casas hacia el acantonamiento, pero no se veía la menor señal de ayuda. El miedo me estaba empezando a pulsar de nuevo en la garganta, los aullidos de la muchedumbre eran cada vez más fuertes, algunos jawans a duras penas podían disimular su temor y hasta Burnes miraba a su alrededor frunciendo el ceño.
—Maldito sea Elphy Bey —dijo—. Por lo visto, quiere dejarlo todo para el último momento. Y me parece que a esos brutos alguien les está facilitando mosquetes. Presten atención.
Era cierto. Se oían disparos tanto desde el exterior como desde el interior de la casa. Estaban disparando contra los muros y arrancando astillas de las persianas. De pronto, otro
jawan
lanzó un grito de dolor y entró tambaleándose en la estancia con el hombro destrozado y toda la pechera de la camisa ensangrentada.
—Vaya —dijo Burnes—, la cosa se empieza a animar. Se pasean por aquí como Pedro por su casa, ¿verdad, Charlie?
Charlie le dirigió una leve sonrisa espectral; estaba muerto de miedo, pero procuraba disimularlo.
—¿Cuántos cartuchos le quedan, Flashy? —me preguntó Burnes.
Sólo me quedaban seis y Charlie no tenía ninguno; entre los diez
jawans
sumaban apenas cuarenta.
—¿Y a usted, Jim? —preguntó Burnes, levantando la voz para que Broadfoot pudiera oírle desde la ventana del otro extremo.
Broadfoot contestó algo que yo no entendí; después se levantó muy despacio y se volvió hacia nosotros, mirándose la pechera de la camisa. Vi en ella un punto rojo que, de repente, se convirtió en una enorme mancha roja mientras él se tambaleaba hacia atrás y caía de cabeza por encima del alféizar de la ventana. Se oyó el rumor de un terrible choque cuando su cuerpo se estrelló contra el suelo del patio. La multitud arreció en sus gritos y los disparos parecieron multiplicarse; mientras, desde la parte de atrás donde el humo de los establos incendiados seguía elevándose en el aire y penetrando en la casa, nos llegaba el pausado y rítmico rumor de un ariete golpeando la puerta posterior de la casa.
Burnes efectuó un disparo desde su ventana y se apartó. Se agachó a mi lado, volteó la pistola sujetándola por la culata, soltó uno o dos silbidos entre dientes y dijo:
—Charlie, Flashy, creo que ya es hora de irnos.
—¿Adónde demonios quiere que vayamos? —le pregunté.
—Fuera de aquí —me contestó—. Charlie, ve a mi habitación. En el armario encontrarás unas prendas nativas. Tráelas. Date prisa. —En cuanto Charlie se retiró, me dijo—: No nos quedan muchas posibilidades, pero creo que es lo único que tenemos. Lo intentaremos por la puerta de atrás; allí el humo es muy denso, ¿sabe?, y, en medio de la confusión, puede que consigamos pasar inadvertidos. Ah, buen chico, Charlie, y ahora mándame al
havildar
.
Mientras él y Charlie se ponían las túnicas y los
puggarees
, Burnes intercambió unas palabras con el havildar, el cual se mostró de acuerdo en que lo más probable era que la multitud se concentrara más bien en saquear la casa y no les causara el menor daño ni a él ni a sus hombres, no siendo
feringhees
como nosotros.
—Pero a usted,
sahib
, seguro que lo matan —dijo—. Aproveche para salir mientras pueda y que Dios le acompañe.
—Qué Él os guarde a ti y a tus hombres —contestó Burnes, estrechándole la mano—o
Shabash
y
salaam, havildar
. ¿Todo preparado, Flash? Vamos, Charlie.
Bajamos por la escalera, Burnes en cabeza y yo cerrando la marcha, cruzamos el vestíbulo y avanzamos por el pasillo que conducía a la cocina. A través de la puerta de atrás, fuera de nuestro campo visual y hacia la derecha, se escuchaba un crujido de madera; eché un rápido vistazo a través de una mirilla y vi que el jardín estaba lleno de
ghazi
.
—Justo a tiempo —dijo Burnes cuando alcanzamos la puerta de la cocina. Yo sabía que ésta se abría a un pequeño patio vallado donde se guardaban los cubos de la basura. Si consiguiéramos salir sin que nos vieran abandonar la casa, tendríamos muchas posibilidades de escapar.
Burnes descorrió silenciosamente el pestillo y abrió un resquicio.
—¡Que la suerte nos acompañe! —dijo—. ¡Vamos,
juldi
!
Nos deslizamos al exterior detrás de él; el pequeño patio estaba vacío. Lo delimitaban dos altos tabiques construidos a ambos lados de la puerta y no se veía a nadie a través de la abertura del otro extremo. El humo se estaba condensando en unas grandes nubes oscuras mientras la multitud armaba un estruendo infernal a ambos lados del patio.
—¡Ciérrela bien, Flashy! —me gritó Burnes, y yo cerré la puerta a nuestra espalda—. Eso es... ¡y ahora trate de derribarla! —Se acercó a la puerta cerrada y empezó a aporrearla con los puños—. ¡Abre, cerdo asqueroso! —rugió—. ¡Ha llegado vuestra hora, cerdos
feringhees
! ¡Por aquí, hermanos! ¡Muerte al bastardo Sekundar!
Al comprender su intención, su hermano y yo nos pusimos a aporrear la puerta como él e inmediatamente unos cuantos
ghazi
rodearon el otro extremo del patio para ver qué ocurría. Y lo único que vieron, como es natural, fue a tres creyentes tratando de echar abajo una puerta. Inmediatamente se incorporaron a la tarea y, al poco rato, nos retiramos sin el menor disimulo como si quisiéramos ir en busca de otra entrada mientras Burnes seguía soltando maldiciones sin parar.
Los afganos ocupaban todo el jardín y habían rodeado los establos incendiados; me dio la impresión de que casi todos ellos se limitaban a correr enloquecidos de un lado para otro profiriendo gritos y agitando sus cuchillos Y sus lanzas sin saber muy bien por qué. De repente, se oyó un impresionante aullido seguido de un terrible estruendo mientras la puerta de atrás se venía finalmente abajo y todos corrían en aquella dirección. Experimenté una extraña sensación de angustia mientras corría entre la confusa multitud de nuestros enemigos, temiendo que el pequeño Charlie, que no estaba acostumbrado a la ropa nativa y no era tan moreno como Burnes y yo, hiciera algo que llamara la atención. Pero él se había echado la capucha sobre el rostro y así pudimos cruzar la entrada sin ninguna dificultad y mezclarnos con los mirones que se habían congregado en la calle y que estaban contemplando la residencia entre gritos y carcajadas a la espera, sin duda, de poder ver arrojar los cuerpos de los odiados
feringhees
a través de las ventanas del piso de arriba.
—¡Que los perros profanen la tumba del muy cerdo de Burnes! —rugió Sekundar soltando un escupitajo en dirección a la residencia mientras los presentes acogían con vítores sus palabras—. De momento, todo va bien —añadió, dirigiéndose a mí—. ¿Qué le parece si ahora nos damos un paseo hasta el acantonamiento y le decimos unas cuantas palabritas a Elphy? ¿Preparado, Charlie? Pues entonces, adelante y procura contonearte como un auténtico
badmash
. Toma ejemplo de Flashy; ¿no te parece el
Bashie-Bazouk
más feo que jamás hayas visto en tu vida?
Dicho lo cual, Burnes encabezó audazmente la marcha y salió a la calle, apartando a un lado a los que se interponían en su camino como si fuera un bravucón Yusufzai cualquiera. Hubiera querido decirle que tuviera cuidado, pues temía que llamara demasiado la atención, ya que los habitantes de Kabul estaban muy familiarizados con su rostro. Pero todos le abrieron paso soltando alguna que otra maldición por lo bajo y conseguimos llegar al final de la calle sin que nadie nos hubiera reconocido. «Ahora —pensé yo— estaremos en casa en un santiamén.» Había mucha gente por todas partes, pero no era tan ruidosa como la que rodeaba a la residencia y cada paso que dábamos nos acercaba un poco más al punto en el que, en el peor de los casos, podríamos pegar una carrerilla hacia el acantonamiento. Fue entonces cuando Burnes, en un estúpido exceso de confianza, lo estropeó todo.
Cuando ya habíamos llegado al final de la calle, el muy necio se detuvo para gritar otra maldición contra los feringhees a modo de bravata final. Ya me lo imaginaba presumiendo más tarde delante de las esposas de los hombres de la guarnición con su relato sobre cómo había engañado a los afganos con sus insultos contra sí mismo. Pero se pasó. Tras haberse llamado a sí mismo nieto de setenta perros bastardos, le murmuró algo en voz baja a Charlie y celebró su propia broma, riéndose entre dientes.
Lo malo es que un afgano no se ríe como un inglés. Se ríe con unos grititos estridentes mientras que Burnes soltó una risotada. Observé que una cabeza se volvía para mirarnos y entonces agarré a Burnes por un brazo y a Charlie por otro, pero, mientras apuraba el paso con ellos calle abajo, un corpulento
ghazi
me apartó a un lado y, asiendo a Burnes por los hombros, lo estudió detenidamente.
—
¡Jao, hubshi!
—le gritó Burnes despectivamente, propinándole un golpe en la mano, pero el hombre seguía sin apartar los ojos de su rostro hasta que, de pronto, gritó:
—
¡Masahllah!
¡Es Sekundar Burnes, hermanos! Se produjo un instante de silencio, seguido de un rugido ensordecedor.
El gigantesco
ghazi
extrajo su navaja del Khyber, pero Burnes lo inmovilizó y le rompió el brazo con una llave para evitar que se la clavara. Para entonces, media docena de hombres se estaba acercando a nosotros. Uno de ellos se me echó encima y yo le propiné un puñetazo tan fuerte que perdí el equilibrio y caí al suelo; me incorporé y, en el momento en que trataba de desenvainar la espada, vi a Burnes quitándose de encima al
ghazi
herido mientras le gritaba a su hermano:
—¡Corre, Charlie, corre!
Había una angosta travesía a través de la cual Charlie, que estaba más cerca, hubiera podido escapar, pero éste vaciló un instante con el rostro más pálido que la cera mientras Burnes pegaba un brinco, interponiéndose entre él y los afganos. Sekundar ya había extraído su navaja del Khyber; esquivó un golpe del hombre que encabezaba el grupo de atacantes, forcejeó con él y volvió a gritar:
—¡Huye, Charlie! ¡Lárgate, hombre de Dios!
Mientras Charlie permanecía de pie, inmóvil como una estatua, Burnes le gritó en tono desesperado:
—¡Corre, niño, por favor! ¡Corre, por lo que más quieras!
Fueron las últimas palabras que pronunció. Una navaja del Khyber se hundió en su hombro y se tambaleó hacia atrás mientras la sangre se escapaba a borbotones de la herida; inmediatamente después la muchedumbre se le echó encima y lo empezó a golpear y atacar con sus cuchillos. Debió de recibir media docena de heridas mortales antes de desplomarse al suelo. Charlie lanzó un grito de terror y corrió hacia él; lo cosieron a navajazos antes de que diera tres pasos.
Yo lo vi todo porque ocurrió en cuestión de segundos; después estuve muy ocupado; salté por encima del hombre al que había derribado al suelo y corrí hacia la callejuela, pero un ghazi llegó primero, lanzando gritos y tratando de clavarme el cuchillo. Al final, yo había conseguido desenvainar la espada y paré el golpe, pero el camino estaba bloqueado y la gente me perseguía, soltando aullidos. Me volví dando violentos tajos a derecha e izquierda y entonces mis perseguidores retrocedieron momentáneamente; apoyé la espalda contra el muro más próximo mientras ellos se abalanzaban de nuevo sobre mí y sus navajas brillaban ante mis ojos. Empecé a soltar reveses contra los temibles rostros y oí sus gritos y maldiciones. De pronto, sentí un fuerte golpe en el estómago y me desplomé al suelo delante del amasijo de cuerpos de mis agresores; un pie me golpeó la cadera y, mientras yo pensaba, «Dulcísimo Jesús mío, esto es la muerte», recordé fugazmente la vez en que me pisotearon en una refriega durante un partido en la escuela. Algo me golpeó la cabeza y me preparé para recibir el horrible mordisco del afilado acero. Después, ya no recuerdo nada más.
[20]
Cuando recuperé el conocimiento, estaba tendido sobre un suelo de madera, con la mejilla apoyada en las tablas. Tenía la sensación de que la cabeza se me abría y cerraba a causa del dolor y, cuando traté de levantarla, descubrí que mi propia sangre reseca me había pegado la cara al suelo, por lo que no pude reprimir un grito cuando finalmente conseguí despegarla.
Lo primero que vi fue un par de botas de excelente cuero amarillo a unos dos metros de distancia sobre las tablas del suelo; por encima de ellas vi unos holgados calzones parecidos a los de un pijama, los faldones de una chaqueta negra, una faja verde, dos ahusadas manos con los pulgares introducidos en ella y, rematándolo todo, un moreno y sonriente rostro con unos pálidos ojos grises bajo un casco metálico coronado por una afilada aguja. Conocía aquel rostro por mi visita a Mogala y, en medio de mi confusión, pensé: mal asunto. Era mi viejo enemigo Gul Shah.