—Va usted a reunirse con Dios, Flashman —me dijo Gul Shah en tono burlón.
Busqué una posición donde apoyar el pie, la encontré a menos de dos metros del borde y salté hacia adelante. El salto me llevó al borde del sumidero; entonces Mansur cayó de bruces al suelo y la cuerda se aflojó. Sin embargo, el enano, temblando de rabia, se levantó de inmediato como el muñeco de una caja sorpresa; plantó los pies en el suelo, dio un fuerte tirón que a punto estuvo de dislocarme los huesos del hombro y caí boca abajo. Siguió tirando y me arrastró por el suelo acercándome cada vez más al borde mientras los
ghazi
rugían y yo gritaba horrorizado.
—¡No! ¡No! —chillé—. ¡Mande que se detenga! ¡Espere! Cualquier cosa... ¡haré cualquier cosa! ¡Dígale que se detenga!
Mis manos rebasaron el borde y las siguieron los codos inmediatamente después. De repente, no sentí nada debajo de la cara y, a través de las copiosas lágrimas que brotaban de mis ojos, vi el fondo del sumidero con los repugnantes gusanos serpenteando con un movimiento incesante. Los hombros y el tórax estaban suspendidos ya; en cuestión de un instante caería. Traté de girar y levantar la cabeza para implorar la compasión del enano; le vi de pie junto al otro lado del borde, esbozando una perversa sonrisa mientras enrollaba la cuerda alrededor de su mano y de su codo derechos, tal como hace una lavandera con una cuerda de tender la ropa. Miró a Gul Shah, disponiéndose a dar el tirón final que me arrojaría al interior del sumidero. De pronto, sobre el trasfondo de mis entrecortadas palabras de súplica, oí el ruido de una puerta que se abría de par en par a mi espalda, mientras los presentes murmuraban entre sí y una sonora voz pronunciaba unas palabras en
pashto
.
El enano se quedó paralizado y miró hacia la puerta situada a mi espalda. No supe lo que vio ni falta que me hacía saberlo; aunque estaba medio muerto de terror y agotamiento, me di cuenta de que algo había distraído su atención, que la cuerda estaba momentáneamente floja y que se encontraba al borde de la zanja. Era mi última oportunidad.
Sólo podía hacer palanca con el tronco y las piernas desde el suelo; los brazos los tenía extendidos hacia adelante. De repente, los retiré con una brusca sacudida mientras unos sollozos se escapaban de mi garganta. No fue un tirón demasiado fuerte, pero bastó para pillar a Mansur totalmente desprevenido, pues sus redondos ojos estaban mirando fijamente hacia la puerta desde su cara de gárgola. El enano comprendió demasiado tarde que se había distraído demasiado pronto. El tirón, a pesar de su escasa fuerza, le hizo perder el equilibrio y una de sus piernas resbaló hacia el borde; lanzó un grito y trató de echarse hacia atrás, pero su grotesco cuerpo aterrizó justo sobre el borde y permaneció por un instante colgando como un balancín. Después, con un horrible y estridente chillido, cayó al interior del sumidero.
Se levantó de un salto y estaba a punto de pegar un brinco hacia el borde, pero, por la misericordia de Dios, había caído casi encima de una de aquellas infernales criaturas y, mientras se incorporaba, la serpiente le mordió una pierna. Lanzó un grito y agitó la pierna para sacársela de encima, pero el tiempo que perdió en hacerlo dio ocasión a que una segunda serpiente le mordiera una mano. Se revolvió presa de la desesperación en medio de un terrible estruendo y empezó a tambalearse con, al menos, dos bichos pegados a la piel. Corrió en círculo con sus cortas extremidades y cayó de bruces al suelo. Una y otra vez las serpientes le mordieron; hizo un débil intento de levantarse, pero enseguida se desplomó al suelo y su deforme cuerpo empezó a experimentar una serie de sacudidas.
Yo estaba tan agotado por la angustia y el esfuerzo que permanecí tendido donde estaba, respirando afanosamente sin poderme levantar. Gul Shah se acercó al borde del sumidero, soltó una sarta de maldiciones contra el enano muerto, después se volvió y, señalándome con el dedo, gritó:
—¡Arrojad a este bastardo ahí dentro junto con él!
Me agarraron y me llevaron al borde de la zanja, pues yo no estaba en condiciones de oponer la menor resistencia. Sin embargo, recuerdo que protesté, diciendo que no era justo y que yo había ganado y merecía que me soltaran. Me mantuvieron suspendido sobre el sumidero, esperando la palabra final de mi enemigo. Cerré los ojos para no ver los crueles rostros de aquellos hombres ni los reptiles de abajo. De pronto, alguien tiró de mí y las manos se apartaron de mi cuerpo. Sin saber qué ocurría, volví lentamente la cabeza. Todos habían enmudecido, Gul Shah junto con los demás.
Había un hombre en la puerta. Era de estatura más baja que la media, tenía tórax y espalda de luchador, y una pequeña y bien formada cabeza que movía de un lado a otro como si quisiera asimilar la escena. Lucía una sencilla chaqueta de color gris con un cinturón de malla metálica y llevaba la cabeza descubierta. Estaba claro que era un afgano, con la misma apostura que tan repulsiva resultaba en Gul Shah, pero con unas facciones más fuertes y redondeadas. Emanaba de él un cierto aire de serena autoridad, aunque sin la arrogancia propia de las gentes de su raza.
Se acercó, saludó con una inclinación de la cabeza a Gul Shah y me miró con comedido interés. Observé con asombro que sus ojos de típico corte oriental eran de un intenso color azul. Este detalle, junto con el cabello negro ligeramente ondulado, le conferían un aspecto europeo, muy en consonancia con su recia y vigorosa figura. Se aproximó al borde del sumidero, chasqueó tristemente la lengua al ver al enano muerto y preguntó con indiferencia:
—¿Qué es lo que ha pasado aquí?
Su tono de voz era tan suave que parecía un vicario en un salón. Al ver que Gul Shah guardaba silencio, yo me apresuré a contestar:
—¡Estos cerdos pretendían asesinarme!
Me miró con una radiante sonrisa en los labios.
—Pero no lo han conseguido —dijo—. Le felicito. Se ve a las claras que ha corrido usted un grave peligro, pero se ha salvado por su habilidad y valentía. Una hazaña extraordinaria, ¡y qué historia para contarles a sus nietos!
Todo aquello me parecía demasiado. Dos veces, y en cuestión de pocas horas, había estado a punto de sufrir una muerte violenta. Estaba destrozado, muerto de cansancio y manchado con mi propia sangre y, de pronto, me encontraba conversando como si tal cosa con un chiflado. Estuve a punto de echarme a llorar y musité para mis adentros:
—Oh, Jesús.
El fornido sujeto enarcó una ceja.
—¿El profeta cristiano? Pero bueno, entonces, ¿quién es usted?
—¡Soy un oficial británico! —contesté—. ¡He sido capturado y torturado por estos desalmados y me hubieran matado con sus infernales serpientes! Quienquiera que usted sea, tiene que...
—¡Por los cien nombres de Dios! —exclamó, interrumpiéndome—. ¿Un oficial
feringhee
? Es evidente que ha estado a punto de producirse un gravísimo incidente. ¿Por qué no les ha dicho usted quién era?
Le miré boquiabierto de asombro y la cabeza me empezó a dar vueltas. Uno de los dos tenía que estar loco.
—Lo sabían —grazné—. Gul Shah lo sabía.
—Imposible —dijo el desconocido, sacudiendo la cabeza—. No puede ser. Mi amigo Gul Shah sería incapaz de cometer semejante barbaridad; tiene que tratarse de un lamentable error.
—Mire —le dije extendiendo las manos hacia él—, tiene usted que creerme. Soy el teniente Flashman del Estado Mayor de lord Elphinstone y este hombre ha intentado matarme... y no es la primera vez. ¡Pregúntele cómo he llegado hasta aquí! ¡Pregúnteselo a este embustero y traidor bastardo!
—No intente jamás halagar a Gul Shah —dijo jovialmente el hombre—. Se creerá todo lo que le diga. No, por desgracia, ha sido un error, pero no irreparable. Gracias a. Dios... y a mi oportuna llegada, por supuesto.
—Volvió a sonreír—. Pero no tiene usted que echarle la culpa a Gul Shah ni a su gente; no sabían quién era usted.
Mientras pronunciaba estas palabras dejó de ser un bromista medio chiflado; su voz era tan suave como al principio, pero se advertía en ella una inequívoca dureza. De pronto, las cosas volvieron a ser reales y yo comprendí que el sonriente sujeto que tenía delante poseía la fuerza que los hombres como Gul Shah jamás podrían poseer; una fuerza peligrosa. Y me di cuenta con inmenso alivio de que con él estaba a salvo, Gul Shah también lo debió de intuir, pues se adelantó y dijo que yo era su prisionero y que, tanto si era un oficial
feringhee
como si no, él me arreglaría las cuentas.
—No, es mi huésped —le replicó el hombre en tono de reproche—. Ha tenido un percance al venir aquí y necesita descanso y cuidados para sus heridas. Te has vuelto a equivocar, Gul Shah. Ahora le vamos a desatar las muñecas y yo lo agasajaré tal como corresponde a un huésped de su categoría.
Inmediatamente me cortaron las ataduras y dos de los
ghazi
—los mismos pestilentes bárbaros que unos momentos atrás habían estado a punto de arrojarme a las serpientes— me apartaron de aquel lugar infernal. Sentí que los ojos de Gul Shah se clavaban en mi espalda, pero no le oí decir ni una sola palabra; la única explicación que se me ocurría era la de que aquélla debía de ser la casa del desconocido y, de acuerdo con las severas normas de la hospitalidad musulmana, su palabra era la ley. Pero, en el estado de agotamiento en el que me encontraba, no estaba en condiciones de pensar con claridad, por lo que me limité a seguir con pasos vacilantes a mi benefactor.
Me llevaron a un apartamento muy bien amueblado y, bajo la supervisión de mi anfitrión, me limpiaron la cabeza, me lavaron la sangre de las destrozadas muñecas, me aplicaron vendajes con ungüentos y, finalmente, me ofrecieron un fuerte té a la menta y un plato de pan con fruta. A pesar de que me dolía terriblemente la cabeza, estaba muerto de hambre, pues no había comido nada en todo el día. Mientras yo comía, el hombre siguió hablando.
—No se preocupe por Gul Shah —me dijo, jugueteando con su barbita, sentado delante de mí—. Es un salvaje, ¿qué
gilzai
no lo es?, pero, ahora que lo pienso, su nombre me recuerda el incidente que tuvo lugar en Mogala hace algún tiempo. Lanza Ensangrentada, ¿verdad? —volvió a dirigirme una radiante sonrisa—. Supongo que le debió de dar algún motivo para que le guardara rencor...
—Hubo una mujer —expliqué—. No sabía que fuera suya.
Lo cual no era cierto, pero daba igual.
—Siempre suele haber una mujer —dijo—. Pero supongo que debió de haber algo más. La muerte de un oficial británico en Mogala hubiera sido conveniente para Gul desde un punto de vista político... Sí, sí, ya comprendo lo que debió de ocurrir. Pero eso pertenece al pasado.
—Hizo una pausa y me miró con expresión pensativa—. Lo mismo que ese desafortunado incidente que hoy ha tenido lugar en el sótano. Es mejor que sea así, créame. No sólo para usted personalmente, sino también para todos los británicos que están aquí.
—¿Y qué me dice de Sekundar Burnes y de su hermano? —repliqué—. Sus amables palabras no les devolverán la vida.
—Una terrible tragedia —dijo, coincidiendo conmigo—. Yo admiraba mucho a Sekundar. Esperemos que los rufianes que lo han asesinado sean detenidos y debidamente juzgados.
—¿Rufianes? —dije—. Pero, por el amor de Dios, si eran unos guerreros de Akbar Khan, no una banda de ladrones. Ignoro quién es usted y qué influencia puede ejercer, pero no está muy al día sobre los hechos que ocurren. El asesinato de Burnes y el saqueo de su residencia han sido el comienzo de la guerra. Si los británicos aún no han salido de su acantonamiento de Kabul, no tardarán en hacerlo, ¡le apuesto a usted lo que quiera!
—Creo que exagera usted —dijo en un suave susurro—. Eso que dice de los guerreros de Akbar Khan, por ejemplo...
—Mire —le dije—, no intente convencerme. Anoche regresé del este; las tribus ocupan los pasos desde aquí hasta Jugdulluk e incluso más allá, hay millares de hombres. Están tratando de acabar con las fuerzas de Sale, estarán aquí en cuanto Akbar Khan decida tomar Kabul, cortarle la garganta a Shah Sujah y apoderarse de su trono. Y Dios se apiade de la guarnición británica y de los partidarios del Gobierno británico que le prestan ayuda, tal como usted me la ha prestado a mí. Intenté hacérselo comprender a Burnes, pero él se rió y no me hizo caso. Y ahora, ya ve usted lo que ha ocurrido. —Me detuve porque se me había quedado la garganta seca de tanto hablar. Tomé un sorbo de té y añadí—: Créame si quiere, o no me crea.
Mi anfitrión permaneció en silencio un momento y después comentó que mi relato era muy alarmante, pero que seguramente yo estaba equivocado.
—Si la situación fuera la que usted dice, los británicos ya se habrían puesto en marcha a esta hora... para abandonar Kabul o encerrarse en el fuerte de Bala Hissar, donde estarían a salvo. Al fin y al cabo, no son tontos.
—Está claro que usted no conoce a Elphy Bey —dije—. Y tampoco a ese necio de McNaghten. No quieren creerlo, ¿comprende? Quieren creer que todo va bien. Creen que Akbar Khan aún está escondido en el Hindu-Kush; se niegan a creer que las tribus se están concentrando a su alrededor, dispuestas a expulsar a los británicos de Afganistán.
—Es muy posible que sea tal como usted dice. —Mi anfitrión lanzó un suspiro—. Esos errores son muy frecuentes. O puede que ellos tengan razón y que el peligro no sea realmente tan grande como usted cree. —Se levantó—. Pero soy un anfitrión muy desconsiderado. La herida le está causando muchas molestias y necesita descansar, Flashman
huzoor
. No quiero molestarle más. Aquí podrá disfrutar de un poco de paz y mañana seguiremos hablando, entre otras cosas, acerca de la mejor manera de devolverle sano y salvo junto a los suyos. —Me dirigió una sonrisa mientras en sus ojos azules se encendía un extraño fulgor—. No queremos que otros fanáticos como Gul Shah sigan cometiendo «errores». Y ahora quede usted con Dios.
Traté de levantarme, pero estaba tan débil y cansado que él insistió en que volviera a sentarme. Le manifesté mi profunda gratitud por toda su amabilidad y le dije que hubiera deseado recompensárselo, pero él se rió y dio media vuelta para retirarse. Musité otras palabras de agradecimiento y, de pronto, se me ocurrió pensar que seguía sin saber quién era y con qué poder me había salvado de Gul Shah. Se lo pregunté y él se detuvo junto a los cortinajes de la puerta.
—En cuanto a eso —me contestó—, soy el dueño de esta casa. Mis amigos íntimos me llaman Bakbook porque suelo hablar mucho. Otros me llaman con distintos nombres. —Inclinó la cabeza—. Usted puede llamarme por mi nombre propio, que es Akbar Khan. Buenas noches, Flashman
huzoor
, y que descanse. Hay criados a los que puede llamar si los necesita.