Hudson se levantó con el sable ensangrentado hasta el puño y yo lancé un grito de triunfo.
—¡Bravo, Hudson! ¡Bravo,
shabash
!
Él echó un vistazo a Gul, soltó el sable y, para mi asombro, empezó a arrastrar el muerto desde el centro del suelo a la parte más oscura de la celda. Lo dejó tendido boca arriba y se me acercó corriendo.
—¡Átela fuerte, señor! —me dijo.
Até los brazos de Narriman con el cinturón del
jezzailchi
y Hudson la amordazó. Mientras la dejábamos tendida sobre la paja, el sargento añadió:
—Sólo tenemos una oportunidad, señor. Tome el sable, el limpio, y monte guardia junto al muerto. Acerque la punta a su garganta y, cuando yo abra la puerta, dígales que matará a su jefe si no hacen lo que les mandamos. Con tan poca luz, no verán que es un cadáver, y la mujer no puede hablar. Vamos, señor, dese prisa.
No había tiempo para discusiones. La puerta estaba crujiendo bajo los golpes de los
afridi
. Me acerqué corriendo a Gul, recogí el sable por el camino y me situé a horcajadas encima suyo con la punta sobre su pecho. Hudson miró a su alrededor, subió los peldaños, descorrió el pestillo y saltó al suelo de la celda. Se abrió la puerta y aparecieron los alegres chicos de la aldea.
—¡Quietos ahí! —rugí yo—. ¡Un paso más y mando a Gul Shah a hacer las paces con Shaitan! ¡Atrás, hijos de lechuzas y cerdos!
Los cinco o seis hirsutos bárbaros se detuvieron de golpe en lo alto de los peldaños. Al ver a Gul aparentemente impotente a mis pies, uno de ellos soltó un reniego y otro lanzó un gemido.
—¡Ni un solo centímetro más! —grité—. ¡De lo contrario, lo mato!
Se quedaron donde estaban, boquiabiertos de asombro, pero la verdad es que yo no tenía ni la menor idea de lo que iba a hacer a continuación. Hudson habló en tono apremiante.
—Unos caballos, señor. Estamos junto a la entrada. Dígales que lleven dos... mejor dicho, tres jacas a la puerta y que después se retiren todos al otro lado del patio.
Les rugí la orden, muriéndome de miedo de que no la cumplieran, pero la cumplieron. Supongo que mi aspecto, desnudo de cintura para arriba, mugriento, con barba y con el rostro tan enfurecido como el de un loco, debía parecer el de alguien desesperado hasta el extremo de ser capaz de cualquier cosa. Estaba dominado por el miedo y no por la furia, pero ellos no lo sabían. Discutieron acaloradamente entre sí y después se retiraron. Les oí gritar y soltar maldiciones en la oscuridad y después llegó a mis oídos un rumor que fue para mí como la más dulce de las músicas... el rumor de los cascos de las jacas.
—Dígales que se queden fuera y bien apartados, señor —añadió Hudson; yo di la orden con voz de trueno.
Después Hudson se acercó corriendo a Narriman, la levantó en brazos haciendo un esfuerzo y la colocó de pie sobre los peldaños.
—Camina, maldita sea tu estampa —le dijo y, tomando su propio sable, la empujó hacia arriba, apoyándole la punta en la espalda. Desapareció al otro lado de la puerta, hubo una pausa y después le oí gritar:
—¡Suba enseguida, señor, y cierre la puerta!
Jamás en mi vida había obedecido más gustosamente una orden. Dejé a Gul Shah mirando ciegamente al techo, subí a toda prisa los peldaños y cerré la puerta a mi espalda. Sólo cuando miré hacia el patio y vi a Hudson montado en una jaca, a Narriman atada en la otra y al pequeño grupo de afganos al otro lado del patio, acariciando sus navajas y murmurando por lo bajo... sólo entonces me di cuenta de que nos habíamos dejado a nuestro rehén. Pero Hudson estaba allí para sacarme las castañas del fuego, como de costumbre.
—Dígales que destriparé a la chica y repartiré sus entrañas por todo el patio como muevan un solo dedo. ¡Pregúnteles qué dirá su amo... y qué castigo les impondrá después! —me dijo, apoyando la punta de su espada sobre el cuerpo de Narriman.
Fue suficiente para que no se movieran y ni siquiera hizo falta que yo les repitiera la amenaza mientras montaba en la otra jaca. La puerta se abría ante nosotros. Hudson tomó la brida de la montura de Narriman, espoleamos a las bestias y, en medio del repiqueteo de los cascos, salimos bajo la luz de la luna y nos alejamos por el camino que serpeaba desde la pequeña loma del fuerte hacia el llano.
Cuando llegamos abajo, volví la vista hacia atrás. Hudson cabalgaba a mi espalda, pero tenía dificultades para mantener a Narriman sobre la silla de la tercera cabalgadura. La siniestra silueta del fuerte se recortaba contra el cielo, pero no había la menor señal de que nadie nos persiguiera.
Cuando se situó a mi lado, Hudson me dijo:
—Me parece que allí abajo encontraremos el camino de Kabul, señor. Lo cruzamos a la ida. ¿Cree que podemos arriesgarnos, señor?
Estaba tan alterado y temblaba tanto de alivio y emoción que todo me daba igual. Lo mejor hubiera sido no acercarnos al camino, naturalmente, pero yo era partidario de cualquier cosa que nos permitiera alejarnos de aquel maldito sótano, por lo que asentí con la cabeza y seguimos adelante. Con un poco de suerte, no nos tropezaríamos con nadie por el camino y, en cualquier caso, sólo allí podríamos orientarnos.
No tardamos en encontrarlo. Las estrellas nos señalaron el camino del este. Nos encontrábamos a, por lo menos, cinco kilómetros del fuerte y pensamos que, en caso de que hubieran salido en nuestra persecución, los
afridi
nos habrían perdido. Hudson me preguntó qué haríamos con Narriman.
Entonces recobré el juicio y, pensando en todo lo que ella había estado a punto de hacerme, me enfurecí tanto que sentí deseos de descuartizarla.
—Démela a mí —contesté, aflojando las riendas y apoyando la mano en la empuñadura del sable.
Sujetándola con una mano, Hudson la empujó hacia abajo y ella resbaló al suelo, donde cayó de rodillas con las manos atadas a la espalda y la mordaza en la boca, mirando enfurecida a su alrededor. Mientras yo me acercaba con mi jaca, Hudson se interpuso súbitamente en mi camino.
—Un momento, señor —me dijo—. ¿Qué va usted a hacer?
—Voy a cortar a esta perra en pedazos —contesté—. Para quitarla de en medio.
—Espere, señor —dijo—. No puede hacer eso.
—¿Cómo que no, maldita sea?
—Mientras yo esté aquí, no, señor —contestó en tono pausado.
Al principio, no pude dar crédito a mis oídos.
—No se puede, señor —me dijo—. Es una mujer. No está usted en su sano juicio, señor, después de los azotes que le han dado y todo lo demás. La dejaremos en paz, señor; le cortaremos las ataduras y la dejaremos libre.
Me puse furioso, empecé a insultarlo y le dije que era un perro rebelde, pero él se quedó allí sentado, sacudiendo la cabeza sin moverse. Al final, tuve que darme por vencido —se me ocurrió pensar que lo que Hudson le había hecho a Gul Shah me lo podría hacer a mí sin ninguna dificultad—y entonces él desmontó y le desató las manos a la chica. Narriman hizo ademán de darle un puñetazo, pero él le puso la zancadilla y volvió a montar en su cabalgadura.
—Disculpe, señora —le dijo—, pero no se merece otra cosa, ¿comprende?
Se quedó allí tendida jadeando y mirándonos con odio reconcentrado como una auténtica fiera infernal. Era muy guapa y lamenté no disponer de tiempo para dispensarle el mismo trato que la primera vez. Pero el hecho de entretenernos hubiera sido una locura; por consiguiente, me conformé con soltarle unos cuantos azotes con mi larga brida y tuve la satisfacción de arrearle un doloroso latigazo en la espalda que la obligó a echar a correr hacia las rocas. Después giramos al este y bajamos por el camino en dirección a la India.
Hacía un frío espantoso y yo iba medio desnudo, pero había un
poshteen
sobre la silla y me lo puse. Hudson tenía otro y también se cubrió la túnica y los pantalones con él. Parecíamos un par de auténticos
bashi-bazouks
, de no haber sido por el cabello y la barba rubia de Hudson.
Acampamos antes del anochecer en una pequeña hondonada, pero no por mucho tiempo, pues, cuando amaneció, me di cuenta de que estábamos en la campiña justo al oeste de la localidad de Futtehabad, la cual se encuentra a unos treinta kilómetros de Jallalabad. No me sentiría a salvo hasta que tuviéramos a nuestro alrededor los muros de la ciudad, por lo que decidimos seguir cabalgando y sólo nos apartábamos del camino cuando unas nubes de polvo por delante de nosotros nos indicaban la presencia de otros viajeros.
Nos pasamos el día rodeando Futtehabad a través de las colinas y por la noche nos detuvimos a descansar, pues estábamos muertos de cansancio. A la mañana siguiente, reanudamos la marcha sin acercarnos al camino, pues cada vez que mirábamos desde arriba, veíamos muchos afganos, todos viajando hacia el este. Ahora había más tráfico en las colinas, pero nadie se fijaba en un par de viajeros, pues Hudson se había cubierto el cabello rubio con un pañuelo y yo siempre había tenido toda la pinta de un
badmash
del Khyber. Sin embargo, cuanto más nos acercábamos a Jallalabad, tanto más crecía mi inquietud, pues, a juzgar por lo que habíamos visto en el camino y por los campamentos que punteaban las hondonadas, sabía que estábamos siguiendo el movimiento de un ejército. Eran las huestes de Akbar marchando sobre Jallalabad. De pronto, oímos a lo lejos un matraqueo de disparos de mosquete y comprendimos que ya se había iniciado el asedio.
Menuda situación; sólo en Jallalabad podríamos estar seguros, pero un ejército afgano se interponía entre nosotros y la ciudad. Después de todas las penalidades sufridas, estaba desesperado; por un instante, pensé en la posibilidad de no pasar por Jallalabad y dirigirnos a la India, pero eso hubiera significado tener que atravesar el Khyber y, dado que Hudson se parecía tanto a un afgano como un cerdo de Berkshire, jamás lo hubiéramos conseguido. Maldije mi suerte por haber elegido a un compañero de cabello rubio y clara tez de Somerset, pero, ¿cómo hubiera podido yo prever lo que ocurriría después? No podíamos hacer nada como no fuera seguir adelante y ver qué posibilidades teníamos de llegar a Jallabalad y evitar ser descubiertos.
Nuestra situación era muy apurada, pues muy pronto llegamos a unos campamentos llenos de afganos por todas partes, en los que Hudson estuvo a punto de morir asfixiado en el interior del lienzo que le envolvía toda la cabeza a modo de turbante. En determinada ocasión, un grupo de
pashtos
nos saludó y yo les contesté con el corazón en un puño. Al ver que mostraban un especial interés por nosotros, me pegué un susto mayúsculo y lo único que se me ocurrió fue ponerme a cantar aquella antigua canción
pashta
que dice:
Hay una chica al otro lado del río
Con unas nalgas de melocotón,
Pero, ay de mí, que no sé nadar.
Ellos se echaron a reír y nos dejaron en paz, pero yo di gracias a Dios de que se encontraran a unos veinte metros de distancia, pues, de lo contrario, quizá se hubieran dado cuenta de que yo no era tan afgano como parecía de lejos.
Pensé que no tardarían en descubrirnos. Estaba seguro de que, en cuestión de un minuto, alguien se daría cuenta a pesar de nuestros disfraces, pero, de repente, el terreno empezó a descender y enseguida llegamos a lo alto de una pendiente, en cuyo fondo, aproximadamente a unos cuatro kilómetros de distancia, se encontraba Jallalabad, con el río Kabul a su espalda.
Fue una escena memorable. En la alargada loma, a ambos lados del lugar que nosotros ocupábamos, las rocas estaban llenas de afganos que cantaban o permanecían agachados alrededor de sus hogueras; en el llano los había a miles, agrupados por todas partes menos en las inmediaciones de Jallalabad, donde habían formado una enorme media luna de cara a la ciudad. Vimos tropas de caballería que iban de un lado para otro y varios cañones y carros entre los sitiadores. En la parte anterior de la media luna se veían pequeños destellos de fuego y se oían las detonaciones de los disparos de mosquete y, más adelante, casi rozando las defensas, había varios pequeños
sangars
, detrás de los cuales permanecían agachadas unas figuras envueltas en ropajes blancos. Estaba claro que aquello era un asedio en toda regla. Mientras contemplaba las inmensas huestes que se interponían entre nosotros y la seguridad, sentí que el corazón se me encogía en el pecho: jamás podríamos atravesar aquella barrera.
Y que conste que el asedio no parecía preocupar demasiado a los de Jallalabad. Los disparos se intensificaron y vimos cómo un enjambre de figuras huía despavorido delante de los terraplenes... Jallalabad no es muy grande y no tenía murallas propiamente dichas, pero los zapadores habían levantado unas magníficas defensas delante de la ciudad. Al ver lo ocurrido, los afganos que nos flanqueaban desde las alturas lanzaron un estentóreo grito de burla, como para dar a entender que ellos lo hubieran hecho mejor que los hombres que habían emprendido la retirada. A juzgar por las figuras que yacían delante de los terraplenes, los sitiadores habían recibido una considerable paliza.
Para lo que nos iba a servir, pensé yo mientras Hudson acercaba su jaca a la mía y me decía:
—Por aquí podremos entrar, señor.
Seguí la dirección de su mirada y vi abajo a nuestra izquierda, aproximadamente a unos dos kilómetros de la ciudad, un pequeño fuerte en lo alto de un cerro con la bandera británica ondeando en la entrada. En sus murallas se encendían de vez en cuando los destellos de unos disparos de mosquete. Algunos afganos habían reparado en el fuerte, pero demasiados; las avanzadas de los afganos en la llanura lo habían aislado de las principales fortificaciones, pero nadie le prestaba demasiada atención. Vimos que una pequeña nube de jinetes afganos descendía hacia él, pero retrocedía ante los disparos que se estaban efectuando desde las murallas.
—Si bajamos muy despacio hacia el lugar desde donde esos negros están disparando —dijo Hudson—, podríamos pegar una carrerilla, señor.
«Y que nos derriben a balazos de las sillas, no, gracias», pensé yo. Nada más hacerme Hudson la sugerencia, alguien nos llamó desde las rocas de nuestra izquierda, por lo que, sin una palabra más, nos lanzamos al galope por la pendiente. La voz nos llamó a gritos, pero nosotros seguimos adelante, llegamos abajo y cabalgamos entre los afganos que permanecían agachados entre las rocas, vigilando el pequeño fuerte. Mientras los jinetes atacantes daban media vuelta entre gritos y maldiciones, uno de los tiradores nos llamó cuando pasamos por su lado, pero no nos detuvimos. Ahora sólo nos quedaba la última línea de tiradores y más allá estaba el pequeño fuerte a cosa de un kilómetro de distancia en lo alto del pequeño cerro, con su bandera ondeando al viento.