He estado en una variada serie de cárceles de muy variada clase a lo largo de toda mi vida, desde México (donde son realmente abominables) hasta Australia, América, Rusia y nuestra querida y vieja Inglaterra, y jamás he visto ninguna que fuera buena. Aquel pequeño agujero afgano no estaba del todo mal en su conjunto, pero en aquellos momentos me pareció horrible. Tenía unas paredes desnudas y bastante altas, un techo que se perdía en las sombras y, en el centro del sucio suelo, dos anchas losas de piedra semejantes a unas plataformas cuyo aspecto me pareció más bien sospechoso, pues, colgando del techo por encima de ellas, había un revoltijo de herrumbrosas cadenas cuya contemplación me provocó un frío estremecimiento en la espalda. Acudieron a mi mente las imágenes de unas negras figuras encapuchadas y pensé en la Inquisición y en las cámaras de tortura, que tanta gracia me hacían cuando leía ciertos libros prohibidos en la escuela. Pero una cosa es leerlo y otra muy distinta vivirlo.
Le dije a Hudson lo que pensaba de aquella gente, pero él se limitó a mascullar algo y a soltar un escupitajo, aunque enseguida me pidió perdón. Le dije que no fuera tan tonto, que nos encontrábamos en una situación muy apurada y que más le valía dejar de comportarse como si estuviéramos en la Guardia Montada. Jamás he visto a nadie que haya mantenido las formas en cualquier circunstancia tal como hacía él, cosa que allí me parecía algo totalmente ridículo. Sin embargo, Hudson tardó un poco en acostumbrarse a conversar con un superior y, al principio, me escuchaba en silencio, asentía con la cabeza y decía «sí, señor» y «muy bien, señor», hasta que finalmente perdí la paciencia y solté una maldición, porque me moría de miedo y le hacía pagar las consecuencias a él. No sabía por qué razón nos retenían, pero pensaba que seguramente pedirían un rescate. Cabía la posibilidad de que Akbar Khan se enterara de nuestra apurada situación; por lo menos, eso era lo que yo esperaba... pero en lo más hondo de mi mente temía también que nuestra situación llegara a oídos de Gul Shah. Como es natural, Hudson no comprendía por qué razón me horrorizaba tanto semejante posibilidad hasta que le conté toda la historia... de Narriman y de cómo Akbar me había rescatado de las serpientes de Gul en Kabul. ¡Santo cielo, la de cosas que le conté!, pero, si les digo que llevábamos una semana juntos en un sótano sin saber qué había al otro lado de la puerta, dominados por una terrible inquietud y sin saber el destino que nos esperaba, comprenderán ustedes mi necesidad de tener un público que me escuchara. Es lo que les ocurre siempre a los cobardes; cuanto más miedo tienen, tanto más hablan. No sé qué debí de contarle a Hudson en aquella mazmorra. Claro que no le conté la historia como la he contado aquí... el incidente de la Lanza Ensangrentada, por ejemplo, se lo conté de manera que yo saliera bien parado. Pero, por lo menos, lo convencí de que teníamos motivos más que sobrados para temer que Gul Shah descubriera que nos encontrábamos en manos afganas.
No sé muy bien cómo se lo tomó. En general, se limitó a escucharme con los ojos clavados en la pared, pero, de vez en cuando, me miraba a la cara como si estuviera sopesando lo que yo le decía. Al principio, apenas me di cuenta, tal como uno apenas se da cuenta de que un vulgar soldado lo está mirando, pero, al cabo de un rato, empecé a sentirme un poco incómodo y le dije en tono francamente desabrido que tuviera la bondad de no hacerlo. Si se moría de miedo a causa de la situación en la que nos encontrábamos, lo disimulaba muy bien y reconozco que hubo una o dos ocasiones en las que tuve que admirarlo muy a mi pesar; no se quejaba, se mostraba muy cortés en el trato y me pedía con todo respeto que le tradujera lo que decían los guardias
afridi
cuando nos llevaban la comida... pues él no hablaba ni el
pashto
ni el indostaní.
Lo que decían era más bien poco y nosotros no podíamos saber hasta qué extremo era verdad. El gigantesco
jezzailchi
era el más hablador, pero, por regla general, se limitaba a comentar cómo habían acuchillado a los británicos durante la marcha de Kabul, sin dejar ni uno solo vivo, y a decir que muy pronto no quedaría ningún
feringhee
en Afganistán. Akbar Khan estaba avanzando hacia Jallalabad, nos dijo, y pasaría por la espada a toda la guarnición. Después bajaría a través del paso del Khyber y nos expulsaría de la India con una gran
jihad
que establecería la verdadera fe desde Peshawar hasta el mar. Y cosas por el estilo, bobadas y tonterías, le dije a Hudson, pero éste me miró con aire pensativo y, al cabo de un rato, dijo que no sabía cuánto tiempo podría resistir Sale en Jallalabad en caso de que lo sitiaran en serio.
Me sorprendí de que un simple soldado manifestara su opinión acerca de los asuntos de un general.
—¿Qué sabe usted de eso? —le repliqué.
—No demasiado, señor —me contestó—. Pero, con el debido respeto al general Elphinstone, me alegro muchísimo de que en Jallalabad esté el general Sale y no él.
—Eso parece, en efecto —dije—. ¿Y cuál es su opinión acerca del general Elphinstone si es que se puede saber?
—Prefiero no expresarla, señor —me contestó, mirándome fijamente con sus grandes ojos grises—. Él no estaba con el 44 en Gandamack, ¿verdad, señor? Y muchos de los oficiales tampoco. ¿Dónde estaban, señor?
—¿Y cómo quiere que yo lo sepa? ¿Y a usted qué le importa?
Bajó la vista un instante.
—Pido perdón por haberlo preguntado —contestó al final—. No me importa en absoluto, señor.
—Así lo espero —dije yo—. De todos modos, cualquier cosa que usted piense de Elphy Bey, tenga por seguro que el general Sale le dará a Akbar su merecido como se atreva a asomar la nariz por Jallalabad. Ojalá yo pudiera estar allí, lejos de este agujero infernal y de los pestilentes
afridi
. Tanto si piensan pedir un rescate como si no, le aseguro que no tienen buenas intenciones con respecto a nosotros.
En aquel momento, no di demasiada importancia a las preguntas de Hudson sobre Gandamack y Elphy; de habérsela dado, no sólo me hubieran hecho gracia sino que también me hubieran indignado, pues para mí eran algo así como un idioma extranjero. Ahora, en cambio, lo comprendo, a pesar de que la mitad de nuestros modernos generales sigue sin comprenderlo. Y sigue pensando que sus hombres son ejemplares de otra especie... afortunadamente, muchos de ellos lo son, aunque no en el sentido que creen los generales.
Bueno, pues tras pasarnos otra semana en aquella celda infernal, Hudson y yo estábamos terriblemente sucios y con una barba tremenda, pues no nos habían dado nada para lavarnos ni afeitarnos. Mis temores disminuyeron un poco, tal como suele ocurrir cuando no pasa nada, pero era muy aburrido no tener otra cosa que hacer como no fuera hablar con Hudson, habida cuenta de que nuestros únicos intereses en común eran los caballos. Al parecer, al sargento ni siquiera le interesaban las mujeres. De vez en cuando comentábamos la posibilidad de escapar, sabiendo muy bien que tal cosa estaba completamente excluida, pues la única salida era la puerta, la cual se encontraba situada en lo alto de un angosto tramo de escalones y, cuando uno de los
afridi
nos traía la comida, siempre había otro arriba, apuntándonos con un enorme trabuco. Yo no tenía ninguna prisa especial en correr el riesgo de que me soltara una descarga, por lo que, cuando Hudson me propuso que pegáramos una carrerilla y nos lo echáramos encima, le ordené severamente que desechara aquella idea. ¿Adónde hubiéramos ido, de todos modos? Ni siquiera sabíamos en qué lugar nos encontrábamos, sólo sabíamos que no podíamos estar muy lejos del camino de Kabul. Pero no merecía la pena arriesgarnos, dije yo... de haber sabido lo que nos esperaba, no sólo me hubiera enfrentado a aquel trabuco sino a cien más, pero, por desgracia, no lo sabía. Dios bendito, jamás lo podré olvidar. Jamás en la vida.
A última hora de la tarde, cuando ambos estábamos medio dormidos sobre la paja del suelo, oímos el rumor de los cascos de unos caballos en la entrada y un murmullo de voces acercándose a la puerta de la celda. Hudson se levantó de un salto y yo me incorporé sobre un codo, con el corazón en un puño, preguntándome quién sería. A lo mejor era un mensajero con la noticia del rescate, pues pensaba que los
afridi
debían estar intentando seguir aquel camino... Se oyó el chirrido de los goznes, la puerta se abrió de golpe y un hombre de elevada estatura apareció en lo alto de los peldaños. Al principio, no le pude ver la cara, pero enseguida entró un
afridi
con una antorcha encendida, la introdujo en una grieta de la pared y entonces su luz cayó de lleno sobre el rostro del visitante. Hubiera preferido que fuera el del demonio en persona, pues no podía creer que fuera el del personaje que yo había visto en mis pesadillas, nada menos que el rostro de Gul Shah.
Clavó los ojos en mí, lanzó un grito de entusiasmo y empezó a batir palmas. Yo chillé horrorizado y retrocedí hacia la pared.
—¡Flashman! —dijo mientras bajaba los peldaños como si fuera un gigantesco gato y me miraba enfurecido con una siniestra sonrisa en los labios—. Cuán grande es la bondad divina. Cuando me comunicaron la noticia, no podía creerlo, pero ahora veo que es verdad. Me enteré por pura casualidad de que había sido usted apresado —añadió respirando hondo sin quitarme los ojos de encima.
Me había quedado sin habla. Aquel hombre me había dejado mudo de terror. Cuando volvió a reírse, noté que se me erizaban los pelos de la nuca.
—y aquí no tenemos a ningún Akbar Khan que pueda venir a molestarnos —añadió. —Hizo una indicación a los
afridi
y señaló a Hudson—. Llevaos a éste arriba y vigiladlo. —Mientras dos de ellos se acercaban inmediatamente a Hudson y lo arrastraban a la fuerza por los peldaños, Gul Shah bajó a la celda y golpeó con su látigo las cadenas que colgaban del techo, haciéndolas resonar—. Colocadlo... aquí —añadió señalándome—. Tenemos muchas cosas de que hablar.
Mientras se me echaban encima, lancé un grito y forcejeé todo lo que pude, pero ellos me levantaron los brazos por encima de la cabeza y me colocaron sendas esposas alrededor de las muñecas; me quedé estirado como un conejo en el tenderete de un vendedor. Acto seguido, Gul les mandó retirarse y se situó delante de mí, mirándome con expresión burlona mientras se daba unos golpecitos en la bota con el látigo.
—El lobo sólo se acerca una vez a la trampa —dijo al final—. Pero usted se ha acercado dos. Juro por Dios que esta vez no se me escapará. Me engañó una vez en Kabul por puro milagro y mató a mi enano con malas artes. Pero esta vez no podrá conmigo, Flashman. Y me alegro... ¡no sabe lo que me alegro de que las cosas hayan ocurrido de esta manera, pues esta vez tendré todo el tiempo que quiera para hacer con usted lo que se me antoje, perro asqueroso!
El sobresalto me soltó la lengua, pues inmediatamente grité:
—¡No lo haga, por el amor de Dios! ¿Qué es lo que he hecho? ¿Acaso no pagué mi culpa con sus malditas serpientes?
—¿Que la pagó dice? —replicó en tono burlón—. Ni siquiera ha empezado a pagar. ¿Quiere saber cómo lo pagará, Flashman?
Como no lo sabía, no contesté y entonces él se volvió y gritó algo hacia la puerta. Ésta se abrió y apareció alguien, oculto en las sombras.
—La última vez sentí mucho tener que desprenderme de usted con tantas prisas —dijo Gul Shah—. Me parece recordar haberle manifestado, en aquella ocasión, mi deseo de que la mujer a la que usted mancilló participara en su despedida de este mundo, ¿no es cierto? Por suerte, yo estaba en Mogala cuando me enteré de la noticia de su captura y, por consiguiente, he podido reparar aquella omisión. Baja —añadió, dirigiéndose a la figura que aguardaba en lo alto de los peldaños, y entonces Narriman avanzó muy despacio hacia la luz.
Comprendí que era ella, a pesar de que iba envuelta de pies a cabeza con una capa y llevaba la parte inferior de la cara cubierta con un fino velo; recordaba la furia con que me habían mirado aquellos ojos de serpiente la noche en que la forcé en Mogala. Ahora me estaban mirando y me parecían más aterradores si cabe que las amenazas de Gul. Bajó en silencio los peldaños y se situó a su lado.
—¿No quiere saludar a la señora? —me dijo Gul—. Ya lo hará, no se preocupe. Aunque sólo sea una bailarina y una suripanta, ¡es la esposa de un príncipe de los
gilzai
! —añadió, escupiéndome las palabras a la cara.
—¿La esposa? —grazné—. No lo sabía... le suplico que me crea, señor, no lo sabía. Si yo...
—Entonces no lo era —dijo Gul, interrumpiéndome—. Lo es ahora... sí, a pesar de haber sido ultrajada por una bestia como usted. Es mi esposa, a pesar de todo. Sólo nos resta lavar la deshonra.
—Dios mío, le suplico que me escuche —dije—. Le juro que no quería causarle el menor daño... ¿cómo podía saber que usted la apreciaba tanto? ¡No quería causarle ningún daño, se lo juro! Haré cualquier cosa que usted quiera, le pagaré cualquier cosa que me pida...
Gul esbozó una perversa sonrisa y asintió con la cabeza mientras los ojos de basilisco de la mujer me miraban fijamente.
—Por supuesto que pagará. Habrá oído hablar, sin duda, de la delicada habilidad con la cual las mujeres afganas suelen cobrar las deudas, ¿verdad? Por la cara que pone, ya veo que sí. Narriman está deseando poner a prueba su habilidad. Recuerda con toda claridad una noche de Mogala; recuerda con toda claridad el arrogante trato que usted le dispensó... —se inclinó hacia adelante hasta casi rozarme el rostro con el suyo—. Y, para no olvidarlo, quiere quitarle a usted ciertas cosas, muy despacito y con mucho cuidado, para guardarlas como recuerdo. ¿No le parece justo? Usted se complació en su dolor; ahora ella se complacerá en el suyo. Tardará mucho más y será un trabajo infinitamente más artístico... con un toque femenino. —Soltó una carcajada—. Eso para empezar.
No podía creerlo; me parecía imposible, indignante y espantoso; el solo hecho de imaginarlo me volvía loco.
—¡No puede hacer eso! —chillé—. ¡No, no, no, no puede! ¡Por favor, por favor, no permita que me toque! ¡Fue una equivocación! ¡Yo no lo sabía y no quería hacerle daño!
Grité y supliqué mientras él se reía de contento y se burlaba de mí y ella me miraba fijamente a la cara sin mover ni un solo músculo.
—Esto va a ser mucho mejor de lo que yo esperaba —dijo Gul—. A lo mejor, después lo mandamos desollar o quizá asar sobre unas brasas. O podemos arrancarle los ojos y después cortarle los dedos de las manos y los pies y obligarle a cumplir tareas de esclavo en Mogala. Sí, eso será lo mejor, pues rezará cada día pidiendo la muerte, pero no la tendrá. ¿Le parece un precio demasiado alto por su noche de placer en Mogala, Flashman?