Harry Flashman (31 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Harry Flashman
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Al día siguiente apenas avanzamos, en parte porque todas las fuerzas tenían tanto frío y estaban tan hambrientas que hubieran sido incapaces de llegar muy lejos, pero en parte también porque Akbar había enviado un mensajero al campamento, rogándonos que nos detuviéramos para que él pudiera enviarnos provisiones. Elphy le creyó, a pesar de las protestas de Shelton, el cual estuvo casi a punto de caer de rodillas delante de él, señalando que, si pudiéramos seguir avanzando hasta dejar atrás la nieve, cabía la posibilidad de que consiguiéramos salvarnos. Sin embargo, Elphy no creía que pudiéramos llegar tan lejos.

—Nuestra única esperanza es la de que el Sirdar se compadezca de nosotros y acuda en nuestro auxilio en el último momento —dijo—. Usted sabe muy bien, Shelton, que es un caballero y cumplirá su palabra.

Shelton se limitó a retirarse, asqueado y enfurecido. Como era de esperar, las provisiones jamás se recibieron, pero, a la mañana siguiente, se presentó otro mensajero de Akbar, insinuando que puesto que nosotros estábamos decididos a seguir adelante, las esposas y las familias de los oficiales británicos deberían permanecer bajo su custodia. Aquella misma sugerencia que anteriormente se había hecho en Kabul y tanta indignación había provocado, fue acogida ahora con entusiasmo por todos los hombres casados. Por mucho que se dijera y por mucho que Elphy diera por sentado que llegaríamos a Jallalabad, todo el mundo sabía que, en las penosas condiciones en que en aquellos momentos se encontraban, nuestras fuerzas estaban condenadas al fracaso. Muertos de frío y de hambre, agobiados todavía por la presencia de los criados, que nos seguían como si fueran unos oscuros esqueletos, negándose obstinadamente a morir y que a duras penas podían avanzar a causa de las mujeres y los niños, los hombres de nuestro ejército estaban contemplando la muerte cara a cara.

Por consiguiente, Elphy dio su conformidad y nosotros vimos cómo el pequeño convoy, con los últimos camellos que nos quedaban, emprendía la marcha sobre la nieve, seguido de los hombres casados que acompañaban a sus esposas. Recuerdo que Betty no llevaba sombrero y estaba muy guapa con el cabello iluminado por el sol matinal, y que lady Sale, con el brazo herido en cabestrillo, asomó la cabeza desde el
howdah
para reprender a un nativo que trotaba a su lado, llevando el resto de su equipaje en un fardo. Sin embargo, yo no compartía la satisfacción general que se respiraba en el campamento por el hecho de que ellos se hubieran ido. Procuraba alejarme al máximo de las situaciones de peligro permaneciendo al lado de Elphy, pero sabía que aquella seguridad no iba a durar demasiado.

Aún me quedaba bastante cecina en las alforjas y el sargento Hudson parecía contar con un almacén secreto de forraje para su caballo y para los de los lanceros supervivientes; creo que nos quedaba una media docena de hombres del grupo inicial, aunque no los conté. Sin embargo, aunque cabalgara al lado de la litera de Elphy con el pretexto de servirle de guardaespaldas, no me hacía ilusiones acerca de lo que inevitablemente tendría que ocurrir. Durante los dos días siguientes la columna sufrió incesantes ataques. En quince kilómetros perdimos a los últimos criados que nos quedaban y, en el transcurso de una violenta refriega que oí a mis espaldas, pero que no quise ver, las últimas unidades cipayas fueron prácticamente liquidadas. A decir verdad, mis recuerdos de aquellos días son bastante confusos; estaba demasiado agotado y atemorizado para prestar atención a lo que ocurría a mi alrededor. Sin embargo, ciertas cosas quedaron indeleblemente grabadas en mi mente y son como las coloreadas imágenes de una linterna mágica que jamás podré olvidar.

Una de ellas, por ejemplo, es que Elphy mandó que todos los oficiales de las fuerzas formaran en la retaguardia para mostrar a nuestros perseguidores un «frente unido»
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, tal como decía él. Y allí permanecimos media hora larga, plantados como unos espantapájaros mientras ellos se burlaban de nosotros desde lo lejos y abatían a tiros a uno o dos de los nuestros. Recuerdo a Grant, el ayudante general, cubriéndose el rostro con las manos mientras gritaba: «¡Me han dado! ¡Me han dado!» y a un joven oficial que tenía al lado —un chico con las rubias patillas cubiertas de escarcha—, diciendo, «¡oh, pobrecillo!».

Vi también a un muchacho afgano partiéndose de risa mientras acuchillaba una y otra vez a un cipayo herido; el muchacho no tendría más de diez años y también recuerdo la mirada empañada de los ojos de los caballos moribundos y un par de pies morenos que caminaban delante de mí, dejando unas ensangrentadas huellas sobre la nieve. Recuerdo el cetrino rostro de Elphy, sus trémulas mejillas, el chirriante sonido de la voz de Shelton y las miradas de los indios que todavía nos quedaban, de los soldados y de los criados... pero lo que más recuerdo es el temor que me encogía el estómago y convertía mis piernas en gelatina mientras escuchaba los disparos que estallaban delante y detrás de mí, los gritos de los hombres heridos y los alaridos triunfales de los afganos.

Ahora sé que, cuando llegamos a Jugdulluk a los cinco días de haber abandonado Kabul, nuestro ejército de catorce mil hombres había quedado reducido a unos tres mil, de los cuales sólo quinientos eran tropas de combate. El resto, aparte los pocos rehenes que se encontraban en manos del enemigo, había muerto. Y fue allí donde recobré el juicio, en un granero de Jugdulluk, en el cual Elphy había establecido su cuartel general.

Fue como si despertara de un sueño mientras le oía discutir con Shelton y algunos miembros de su plana mayor acerca de una propuesta de Akbar según la cual ellos dos acudirían a negociar con él bajo una bandera de paz. Sabe Dios lo que hubieran podido negociar, pero el caso es que Shelton se mostró absolutamente contrario; se quedó allí con las mejillas congestionadas y los pelos de los bigotes de punta, jurando que reanudaría la marcha hacia Jallalabad, aunque tuviera que hacerlo solo. Sin embargo, Elphy era partidario de negociar. Acudiría a negociar, dijo, y Shelton debería acompañarle; Anquetil se quedaría al mando del ejército.

«Muy bien —pensé yo con un cerebro más claro que el hielo—, aquí es donde Flashy emprenderá una acción independiente.» Era evidente que aquellos dos jamás regresarían de su entrevista con Akbar. Éste no dejaría escapar a unos rehenes tan valiosos. Y si yo también cayera en manos de Akbar, correría el inminente peligro de ser víctima de su secuaz Gul Shah. Por otra parte, si me quedara en el ejército, moriría irremisiblemente en él. La salida más lógica saltaba a la vista. Los dejé discutiendo y me retiré subrepticiamente para ir en busca del sargento Hudson.

Lo encontré almohazando su caballo, el cual estaba tan escuálido y maltrecho que más parecía un viejo jamelgo de Londres.

—Hudson —le dije—, usted y yo nos vamos.

Me miró sin pestañear.

—Sí, señor. ¿Adónde, señor?

—A la India —contesté—. Ni una palabra a nadie. Órdenes especiales del general Elphinstone.

—Muy bien, señor —dijo, y allí lo dejé, sabiendo que cuando volviera ya tendría nuestras monturas a punto, con las alforjas llenas a rebosar y todo preparado para la partida. Regresé al granero de Elphy y allí estaba él, disponiéndose a partir para su entrevista con Akbar. Iba de un lado para otro como siempre, preocupándose por cosas tan importantes como el paradero de su precioso frasco de plata y de bolsillo, que pensaba ofrecer como regalo al Sirdar... todo eso mientras el resto de su ejército agonizaba sobre la nieve de Jugdulluk.

—Flashman —me dijo mientras se arrebujaba en su capa y se cubría la cabeza con un gorro de lana—, le dejo por muy breve tiempo, pero, en estas circunstancias tan desesperadas, no es prudente hacer previsiones a largo plazo. Confío en encontrarle en buenas condiciones dentro de uno o dos días, muchacho. Que Dios le bendiga.

«Y que Dios te maldiga a ti, viejo insensato; dentro de uno o dos días no me vas a encontrar, a no ser que cabalgues mucho más rápidamente de lo que yo creo que puedes cabalgar», pensé yo. Siguió quejándose de la pérdida de su frasco mientras iba de un lado para otro en compañía de su asistente. Shelton aún no estaba preparado y las últimas palabras que le oí decir a Elphy fueron:

—Es una verdadera lástima.

Serían su epitafio. En aquellos momentos yo estaba furioso en mi fuero interno por la apurada situación en la que yo creía que él me había metido. Ahora, en mis años de madurez, he cambiado de opinión. Mientras que entonces gustosamente le hubiera pegado un tiro, ahora lo ahorcaría y lo descuartizaría sin piedad por ser un viejo cerdo inútil, egoísta y chapucero. Ningún destino hubiera podido ser suficientemente malo para él.

11

Hudson y yo esperamos a que cayera la noche, entonces montamos en nuestros caballos y nos alejamos en la oscuridad en dirección al este. Fue tan fácil que hasta me entraron ganas de reír. Nadie nos preguntó nada y, cuando unos diez minutos después nos tropezamos con un grupo de gilzai en medio de la oscuridad, les di las buenas noches en
pashto
y nos dejaron en paz. No brillaba la luna, pero la luz era suficiente como para que pudiéramos avanzar a través de las nevadas rocas. Al cabo de dos horas, nos detuvimos a descansar al abrigo de un pequeño peñasco. Teníamos unas buenas mantas con que cubrirnos y, como no había nadie que roncara a nuestro alrededor, dormí el sueño más reparador que jamás hubiera dormido en una semana.

Cuando desperté, ya había amanecido por completo y el sargento Hudson había encendido una pequeña hoguera para preparar el café. Era la primera bebida caliente que tomaba en varios días; el sargento le había puesto incluso un poco de azúcar.

—¿Dónde demonios lo ha encontrado, Hudson? —le pregunté, pues, en el transcurso de los últimos días de marcha, sólo habíamos comido un poco de carne salada de carnero y unas cuantas galletas.

—Lo birlé, señor —me contestó, más fresco que una lechuga.

No le hice más preguntas y me limité a seguir bebiendo, sentado muy a gusto sobre las mantas.

—Un momento —dije al cabo de un rato mientras él añadía un poco más de leña al fuego—. ¿Y si algún maldito
ghazi
viera esta hoguera? Nos caerían todos encima y estaríamos perdidos.

—Disculpe, señor —replicó—, pero esta leña apenas hace humo.

Y era cierto, tal como pude comprobar cuando le eché un vistazo.

Al cabo de un rato, me volvió a pedir disculpas y me preguntó si tenía intención de que reanudáramos enseguida el camino o si prefería que aquel día nos quedáramos descansando donde estábamos. Señaló que las jacas estaban agotadas a causa de la escasez de forraje, pero que, si descansaran un poco y al día siguiente les diéramos bien de comer, muy pronto podríamos dejar atrás la nieve y llegar a unos parajes en los que seguramente sería más fácil encontrar pastos. Yo estaba indeciso, pues pensaba que, cuanta más distancia interpusiéramos entre nosotros y los bribones de Alkbar —y especialmente de Gul Shah—, tanto mejor. Por otra parte, al igual que las bestias, necesitábamos un buen descanso, y en aquel territorio tan escarpado no era probable que nos vieran, a no ser por pura casualidad. Acepté la sugerencia y, por primera vez, empecé a estudiar al sargento Hudson, pues, aparte de haber observado que era un hombre muy formal, apenas me había fijado en él. A fin de cuentas, ¿por qué razón tiene uno que fijarse en sus hombres? Debía de tener unos treinta años, supongo, y era de figura corpulenta, con un cabello rubio que tendía a caerle sobre un ojo hasta que se lo apartaba con un gesto de la mano, un rudo rostro cuadrado de trabajador, unos grandes ojos grises y una barbilla hendida, y sabía hacerlo todo con gran habilidad y diligencia. Por su acento, hubiera dicho que era de alguna localidad del oeste, pero hablaba con mucha propiedad y, aunque sabía mantenerse en su sitio, no era uno de esos soldados que tanto abundan, medio patanes y medio rufianes. Me pareció, mientras le observaba cuidar de la hoguera y cepillar a las jacas, que mi elección había sido acertada.

A la mañana siguiente nos levantamos y emprendimos la marcha antes del amanecer, en cuanto Hudson hubo dado a las bestias el último forraje que guardaba en sus alforjas, según me confesó... «por si acaso nos hiciera falta una buena jornada de galope». Sirviéndome del sol como guía, emprendimos la marcha hacia el sureste, lo cual significaba que el principal camino de Kabul a la India se encontraba aproximadamente a nuestra derecha; mi intención era seguir aquella línea hasta que llegáramos al río Soorkab. Una vez allí, lo vadearíamos y seguiríamos el curso de su margen sur hasta llegar a Jallalabad, situada a cien kilómetros de distancia. De este modo, nos mantendríamos bien apartados del camino y de las posibles bandas errantes de afganos.

No me preocupaba demasiado por la historia que íbamos a contar cuando llegáramos allí; bien sabía Dios la cantidad de gente que se había separado del cuerpo principal del ejército como Hudson y como yo; o cuántas personas aparecerían finalmente en Jallalabad. Dudaba mucho que el grueso de las fuerzas llegara hasta allí, lo cual daría a todo el mundo demasiado que pensar como para que alguien se preocupara por la desaparición de algún que otro rezagado como nosotros. En caso de apuro podría decir que nos habíamos separado en medio de la confusión: no era probable que Hudson se fuera de la lengua a propósito de las presuntas órdenes que yo había recibido de Elphy... y sólo Dios sabía cuándo regresaría Elphy a la India, si es que regresaba.

Por consiguiente, me encontraba muy a gusto cuando cruzamos los pequeños desfiladeros nevados. Poco antes del mediodía vadeamos el Soorkab y nos lanzamos al galope, siguiendo su orilla sur. El terreno era muy pedregoso, pero, en algunos tramos, podíamos cabalgar muy rápidamente, por lo que pensé que, a aquel paso, muy pronto nos alejaríamos de la nieve y podríamos viajar por parajes más secos y tranquilos. Cabalgábamos a un ritmo muy fuerte, pues el territorio estaba dominado por los
gilzai
, y Mogala, el lugar desde el que Gul Shah ejercía su poder cuando estaba en casa, no quedaba muy lejos de allí. El recuerdo de aquella siniestra fortaleza con los crucifijos a la entrada arrojó una sombra de inquietud sobre mis pensamientos, pero justo en aquel momento el sargento Hudson acercó su jaca a la mía.

—Señor —me dijo—, creo que nos están siguiendo.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunté, desagradablemente sorprendido—. ¿Quiénes son?

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