En primer lugar, la muerte del legado le hubiera podido costar la pérdida de todas sus esperanzas y de su vida. Un comandante más decidido que Elphy —de hecho, cualquier otro que no fuera él— hubiera marchado desde el acantonamiento para vengarse y expulsar a los asesinos de Kabul. Y lo hubiéramos podido hacer sin dificultad; las tropas de las que Elphy decía no fiarse estaban furiosas por el asesinato de McNaghten y ansiaban luchar, pero Elphy no quiso. Vaciló como de costumbre y nosotros nos pasamos todo el día holgazaneando en el acantonamiento en unos momentos en que los afganos estaban muertos de miedo y temían que los atacáramos de un momento a otro. Eso lo averigüé más tarde; Mackenzie pensaba que si hubiéramos actuado, los afganos habrían huido despavoridos.
Sea como fuere, ésta es la historia de lo que ocurrió. Por aquel entonces yo sólo sabía lo que veía y oía, y no me gustaba ni un pelo. Pensé que, tras haber dado muerte allegado, los afganos decidirían ir a por los demás y, puesto que Elphy se limitaba a gimotear y retorcerse las manos, temí que nada pudiera detenerlos. Quizá se debió a mi fuga por los pelos de aquella mañana, pero el caso es que me pasé el resto del día profundamente abatido. Recordaba aquellas navajas del Khyber y me imaginaba a los
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profiriendo gritos mientras nos cortaban en pedazos. Llegué a preguntarme si no sería mejor tomar un caballo muy veloz y abandonar Kabul a la mayor rapidez posible, pero aquella perspectiva era tan peligrosa como la de quedarme.
Sin embargo, en los días sucesivos la situación ya no me pareció tan dramática. Akbar envió a unos cuantos jefes para expresar su condolencia por la muerte de McNaghten y reanudar las negociaciones... como si nada hubiera ocurrido. Y Elphy, que hubiera estado dispuesto a agarrarse a un clavo ardiendo, accedió a hablar con él. No veía qué otra cosa hubiera podido hacer, dijo. El resumen de todo aquello fue que los afganos nos dijeron que teníamos que abandonar Kabul de inmediato y dejar no sólo nuestras armas, ¡sino también a ciertos oficiales casados y a sus esposas como rehenes!
En estos momentos parece increíble, pero lo cierto fue que Elphy aceptó y ofreció una retribución en efectivo a cualquier oficial casado que accediera a convertirse en rehén de Akbar junto con su familia. Cuando los oficiales se enteraron, se armó un alboroto tremendo; muchos dijeron que preferían pegarles un tiro a sus mujeres antes que dejarlas a la merced de los
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. Hubo ciertos intentos por convencer a Elphy de que, por una vez, emprendiera una acción, marchando y ocupando el Bala Hissar, donde hubiéramos podido desafiar a los afganos con las armas, pero él no acabó de decidirse y, al final, no se hizo nada.
Al día siguiente de la muerte de McNaghten se celebró un consejo de oficiales presidido por Elphy, el cual se encontraba en muy malas condiciones físicas y, por si fuera poco, aquella mañana había sufrido un accidente. Dada la situación de emergencia, había decidido ir armado y mandó que le llevaran sus pistolas. Mientras su criado cargaba una de ellas, ésta se le cayó al suelo, se disparó, atravesó el asiento de Elphy y le hirió levemente en el trasero sin mayores consecuencias.
Shelton, que no soportaba a Elphy, trató de armar el mayor escándalo posible.
—Los afganos asesinan a nuestra gente, intentan llevarse a nuestras mujeres y nos ordenan que abandonemos el país, ¿y qué hace nuestro comandante? Se pega un tiro en el trasero... sin duda en un intento de saltarse la tapa de los sesos. No creo que haya errado demasiado el tiro.
Mackenzie, que tampoco apreciaba demasiado a Elphy, pero aborrecía todavía más a Shelton, le aconsejó que procurara echarle una mano al viejo en lugar de burlarse de él. Shelton le replicó:
—¡Más bien me burlaré de él, Mackenzie! ¡Me encanta burlarme de él!
Dicho lo cual, para poner en práctica lo que pensaba, se llevó sus mantas al consejo y se pasó todo el rato tendido encima de ellas, fumando un cigarro y resoplando ruidosamente cada vez que Elphy decía algo especialmente estúpido; a lo largo de la reunión, resopló varias veces.
Tomé parte en el consejo, supongo que debido al papel que había desempeñado en las negociaciones, y, basándome en los disparates que allí se dijeron, puedo afirmar que fue algo comparable a las restantes locuras que han jalonado mi carrera militar... Recuerden que también estuve con Raglan en Crimea. Ya desde un principio estuvo muy claro que Elphy quería hacer todo lo que los afganos le dijeran; y quería convencerse de que no había ningún otro camino posible.
—Con la muerte del pobre sir William, nos hemos quedado todos desconcertados —repetía una y otra vez, mirando tristemente a su alrededor en busca de alguien que estuviera de acuerdo con él—. Nuestra permanencia en Afganistán no sirve para nada a mi juicio.
Hubo algunos que no se mostraron de acuerdo, pero no muchos. Pottinger, un sujeto muy listo que había sucedido a Burnes en el cargo a falta de otra cosa mejor, era partidario de marchar sobre el Bala Hissar; le parecía una locura, dijo, que tratáramos de retirarnos a la India a través de los pasos en pleno invierno, con un ejército cuyo avance estaría entorpecido por centenares de mujeres, niños y criados. En cualquier caso, no se fiaba de los salvoconductos de Akbar. Advirtió a Elphy de que, aunque quisiera, el Sirdar no podría impedir que los
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nos cerraran los pasos.
Aquellas reflexiones me parecieron muy sensatas; yo era partidario de marchar sobre el Bala Hissar, siempre y cuando la marcha la encabezara otro y Flashy ocupara su puesto al lado de Elphy Bey, con todo el resto del ejército a nuestro alrededor. Pero todos se opusieron a las propuestas de Pottinger, no porque estuvieran de acuerdo con Elphy, sino porque no les hacía ninguna gracia la idea de quedarse todo el invierno en Kabul bajo su mando. Querían librarse de él y sólo podrían conseguir su propósito regresando con el ejército a la India.
—Sólo Dios sabe lo que es capaz de hacer si nos quedamos aquí —murmuró alguien por lo bajo—. Probablemente, nombrar oficial político a Akbar.
—Una marcha rápida a través de los pasos —dijo otro—. Preferirán dejarnos pasar antes que correr el riesgo de provocar un conflicto.
Se pasaron un buen rato discutiendo hasta que finalmente se cansaron y se dieron por vencidos. Elphy miró sombríamente a su alrededor en medio del silencio, pero no tomó ninguna decisión. Al cabo de un rato, Shelton se levantó, apagó el cigarro y preguntó bruscamente:
—Bueno pues, ¿debo entender que nos vamos? Como usted comprenderá, necesitamos contar con instrucciones muy claras. ¿Desea que dé la orden de que el ejército se retire a la India a la mayor brevedad posible, señor?
Elphy permaneció sentado con expresión de profundo abatimiento, apoyando sus trémulas manos sobre las rodillas.
—Puede que sea para bien —dijo al final—. Ojalá pudiéramos evitarlo y no tuvieran ustedes un comandante incapacitado por enfermedad. ¿Será usted tan amable, brigadier Shelton, de dar la orden que estime más oportuna?
Por consiguiente, sin tener una idea definida acerca de lo que nos esperaba ni de cómo deberíamos retirarnos, con un ejército desmoralizado, unos oficiales divididos y un comandante que nos anunciaba a cada hora que no estaba en condiciones de asumir el mando, se tomó la decisión. Tendríamos que abandonar Kabul.
Tardaron aproximadamente una semana en ultimar el acuerdo con los afganos y más todavía en reunir al ejército y a todos sus acompañantes y medio prepararlos por lo menos para el camino. En mi calidad de ayudante de Elphy, yo estaba extremadamente ocupado, transmitiendo órdenes y contraórdenes, escuchando los balidos del comandante y los burlones comentarios de Shelton. Había algo sobre lo cual no tenía la menor duda: Flashy regresaría de la manera que fuera a la India, aunque los demás no lo hicieran. Tenía mis propias ideas sobre cómo lo podría hacer y éstas no consistían en limitarme a correr los riesgos a que se vería expuesto el resto de la expedición. La tarea de conseguir que el ejército arrancara sus raíces, proporcionarle avituallamiento y equiparlo para el viaje fue una complicación tan tremenda que, al final, pensé que la mayoría de sus integrantes jamás vería Jallalabad situada al otro lado de los pasos, donde Sale estaba resistiendo y podríamos considerarnos a salvo.
Por consiguiente, fui en busca del sargento Hudson, que había estado conmigo en Mogala y era tan digno de confianza como estúpido. Le dije que quería formar un destacamento especial de lanceros escogidos bajo mi mando... no aspiraba a que fueran mis
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dada la situación que en aquellos momentos estaba viviendo el país, pues dudaba mucho que estuvieran dispuestos a dejarse degollar por mí. Los doce serían la mejor escolta con la que yo pudiera soñar y, cuando el ejército se viniera abajo, nos separaríamos y nos dirigiríamos a Jallalabad por nuestra cuenta. Todo eso no se lo dije a Hudson, claro, pero le expliqué que aquellos hombres y yo actuaríamos como un cuerpo especial de mensajeros durante la marcha, puesto que constantemente se transmitirían órdenes arriba y abajo de la columna. A Elphy le dije lo mismo, añadiendo que también podríamos servir como cuerpo montado de reconocimiento y correveidiles generales. Me miró con cara de vaca cansada.
—Será mi trabajo muy peligroso, Flashman —me dijo—. Temo que el viaje sea muy azaroso y eso lo obligará a llevar la carga más pesada.
—No se preocupe, señor —repliqué virilmente—. Conseguiremos salir adelante y, en cualquier caso, ninguno de esos afganos podía medirse conmigo.
—Oh, muchacho —exclamó el viejo hijo de puta, poniendo los ojos en blanco—, ¡muchacho mío! ¡Tan joven y tan valiente! ¡Oh, Inglaterra —exclamó, mirando a través de la ventana—, cuán grande es tu deuda con tus renuevos más tiernos! Que así sea, Flashman, y que Dios le bendiga.
Necesitaba más seguridades que ésa y, por consiguiente, ordené a Hudson que llenara nuestras alforjas con el doble de provisiones de las que necesitaríamos; estaba claro que los suministros escasearían y creía en la conveniencia de abastecernos debidamente. Aparte de la preciosa yegua blanca que le había birlado a Akbar, tomé otra jaca afgana para mi uso particular; si una montura me fallaba, tendría la otra.
Esos eran los elementos esenciales para el viaje, pero yo también pensaba en algunos lujos. Obligado a permanecer confinado en el acantonamiento, llevaba siglos sin acostarme con una mujer y ya me estaba empezando a poner nervioso. Para agravar la situación, durante la semana de Navidad había llegado un mensajero de la India con muchas cartas; una de ellas era de Elspeth. Reconocí la escritura y el corazón me dio un vuelco en el pecho; cuando la abrí, me llevé un sobresalto, pues empezaba con las palabras «A mi queridísimo Héctor», y pensé: «Me está engañando con otro y me ha enviado la carta equivocada por error». Pero en la segunda línea había una referencia a Aquiles y otra a Áyax y entonces comprendí que se estaba dirigiendo a mí, utilizando los términos que ella consideraba más apropiados para un marcial paladín. Qué podía saber ella. Por aquel entonces era costumbre que las mujeres más románticas vieran a sus esposos y prometidos soldados como héroes griegos y no como los putañeros y borrachos payasos que eran casi todos ellos. Sin embargo, lo más probable era que los héroes griegos no fueran mucho mejores; por consiguiente, no iban demasiado desencaminadas.
La carta era muy tópica, supongo, y me informaba de que tanto ella como mi padre estaban bien y de que ella estaba «Desolada sin su Verdadero Amor» y «Contaba las Horas que faltaban para mi Triunfal Regreso de la Boca del Cañón» y cosas por el estilo. Sabrá Dios cómo creen las chicas que se ganan la vida los soldados. Pero me hablaba mucho de sus deseos de estrecharme en sus brazos y acunar mi cabeza sobre su pecho y demás (Elspeth siempre había sido muy directa, mucho más que la mayoría de las inglesas de su época); el hecho de pensar en su pecho y en los fogosos galopes a los que nos habíamos entregado juntos hizo que me subiera la temperatura. Cerrando los ojos, imaginé su blanco cuerpo y el de Fetnab y el de Josette y, mientras soñaba con ellos, llegué rápidamente a un punto en el que incluso lady Sale hubiera tenido que echar a correr de haberla tenido al alcance de mi mano.
Sin embargo, yo había puesto los ojos en una presa más joven, representada por la excelente figura de la señora Parker, la risueña y menuda esposa de un capitán de la Quinta Brigada Ligera de Caballería. Su marido era un sujeto muy serio que le llevaba unos veinte años de edad y estaba tan locamente enamorado de ella como sólo lo puede estar un hombre de mediana edad que se haya casado con una mujer más joven. Betty Parker era una dama bonita, pero un poco regordeta y con dientes de conejo, a la que yo apenas hubiera prestado la menor atención de haber tenido a mano a alguna mujer afgana. Pero, con la ciudad de Kabul fuera de nuestro alcance, tal cosa estaba completamente excluida, por cuyo motivo me puse rápidamente a trabajar durante la semana siguiente a la Navidad.
Vi que me había echado el ojo, lo cual no era de extrañar en una mujer casada con Parker, y aproveché una de las veladas de lady Sale —por aquel entonces la muy bruja mantenía su casa abierta para demostrar que, aunque los demás estuvieran desmoralizados, ella rebosaba de entusiasmo— para jugar a las cartas con Betty y con otras señoras y rozarle las rodillas con las mías bajo la mesa. No pareció que le importara en absoluto, por lo que más tarde decidí tantear un poco más el terreno. Esperé hasta que la encontré sola y le pellizqué el busto cuando menos lo esperaba. Experimentó un sobresalto y emitió un jadeo, pero, como no se desmayó, pensé que la cosa iba bien, y que todavía iría mejor.
Lo malo era Parker. No había la menor esperanza de que se pudiera hacer algo mientras estuviéramos en Kabul y lo más probable era que, durante la marcha, permaneciera tan cerca de su esposa como una gallina de sus polluelos. Pero la suerte me sonrió, tal como siempre ocurre cuando uno aguza el ingenio, aunque me hizo sufrir lo suyo y sólo cuando faltaban dos días para nuestra partida conseguí eliminar el inoportuno obstáculo del marido. Fue durante una de aquellas interminables discusiones en el despacho de Elphy, en las que se hablaba de todo lo humano y lo divino, pero jamás se hacía nada de provecho. Entre la decisión de permitir que nuestros hombres se envolvieran las piernas con trapos tal como hacían los afganos para evitar la congelación, y las instrucciones de la comida que se debería llevar para alimentar a sus perros raposeros, Elphy Bey recordó de pronto que tendría que enviar las últimas instrucciones acerca de nuestra partida al general Nott en Kandahar. Sería mejor, dijo, que el general Nott estuviera completamente informado de nuestros movimientos, y Mackenzie, más a punto de perder la paciencia de lo que yo jamás le hubiera visto, convino en que efectivamente lo más apropiado era que una mitad del ejército británico en Afganistán supiera lo que estaba haciendo la otra.