Harry Flashman (23 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Harry Flashman
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—Shah Sujah según usted.

—Sólo podrá gobernar si cuenta con el apoyo de la mayoría de las tribus. Tal como están las cosas, eso será muy difícil, pues las tribus se miran unas a otras con recelo. McLoten no es tan tonto como usted piensa, pues se ha esforzado por todos los medios en dividirnos.

—¿Y usted no puede unir las tribus? Es el hijo de Dost Muhammed, ¿no es cierto?... y en todos los pasos que crucé hace un mes no oí hablar más que de Akbar Khan y de lo extraordinario que era.

Akbar soltó una carcajada y batió palmas.

—¡Cuánto me alegro! Es verdad que tengo seguidores...

—Todo Afganistán está contigo —graznó Sultan Jan—. En cuanto a Sujah...

—Están conmigo los que están —dijo Akbar, cortándolo en seco—. Pero eso no basta para que yo pueda apoyar a Sujah tal como él necesita.

Se produjo un instante de embarazoso silencio antes de que Akbar añadiera:

—Los
dourani
no me aprecian y son muy poderosos. Convendría que se les cortaran las alas... a ellos y a unos cuantos más. Pero eso no se podrá hacer cuando se hayan ido los británicos. En cambio, con la ayuda de los británicos se podrá hacer a tiempo.

«Ya, ahora lo comprendo todo», pensé.

—Propongo lo siguiente —añadió Akbar, mirándome directamente a los ojos—. McLoten tiene que incumplir su tratado con los
dourani
; tiene que ayudarme a echarlos. A cambio, le permitiré permanecer ocho meses más en Kabul, pues, con la desaparición de los
dourani
y sus aliados, tendré el poder en mis manos. Durante este tiempo, me convertiré en visir de Sujah, su mano derecha. Para entonces, el país estará tan apaciguado que el chirrido de un ratón en Kandahar se podrá oír en Kabul y los británicos se podrán retirar con honor. ¿No le parece un trato justo? La alternativa es una retirada a toda prisa cuya seguridad nadie podría garantizar, pues nadie tiene poder para pararles los pies a las tribus más salvajes, y Afganistán quedará en manos de las facciones enfrentadas entre sí.

He observado a lo largo de mi desvergonzada existencia que, cuando un tunante esboza los pormenores de una traición, se esfuerza más en convencerse a sí mismo que en ganarse la simpatía de sus oyentes. Akbar quería malograr los planes de sus enemigos afganos, eso era todo, lo cual es perfectamente comprensible, pero seguía empeñado en parecer un caballero... especialmente a sus propios ojos.

—¿Querrá usted transmitir en secreto mi propuesta a McLoten
sahib
, Flashman? —me preguntó.

Si me hubiera pedido que transmitiera su propuesta de matrimonio a la reina Victoria, habría contestado afirmativamente, por lo que me apresuré a responder que sí.

—Puede añadir que, como parte del trato, espero una retribución de veinte
lahks
de rupias —añadió— y cuatro mil vitalicias. Creo que a McLoten
sahib
le parecerá razonable, pues con ello yo preservaré probablemente su carrera política.

«Y la suya también», pensé. Nada menos que visir de Sujah. En cuanto se eliminara el obstáculo de los
dourani
, adiós Sujah y viva el rey Akbar. Y no es que a mí me importara. A fin de cuentas, yo podría decir que había mantenido relaciones de amistad con un rey... aunque sólo fuera un rey de Afganistán.

—Ahora —prosiguió diciendo Akbar—, tiene usted que transmitirle personalmente mis propuestas a McLoten
sahib
en presencia de Muhammed Din y Khan Hamet, que le acompañarán en su misión. Si le parece que no me fio de usted, mi querido amigo —añadió con una sonrisa—, permítame decirle que no me fío de nadie. Y el comentario no es de tipo personal.

—El hijo prudente —graznó Khan Hamet— no se fía ni de su madre.

Seguramente sabía muy bien cómo las gastaba su familia.

Señalé que, a lo mejor, McNaghten lo consideraría una traición a los demás jefes y pensaría que su papel en el plan era una indignidad. Akbar asintió con la cabeza diciendo:

—Recuerde que he hablado con McLoten
sahib
. Es un político.

Debió de pensar que la respuesta era suficiente, por lo que decidí dejarlo correr. Después Akbar añadió:

—Deberá decirle a McLoten que, si está conforme, tal como creo que lo estará, tendrá que reunirse conmigo pasado mañana en el fuerte de Mohammed, más allá de los muros del acantonamiento. Deberá tener a mano un poderoso contingente de fuerzas en el interior del acantonamiento, preparado para salir en cuanto reciba la orden y apoderarse de los
dourani
y de sus aliados, que estarán conmigo. A partir de aquel momento, tomaremos las decisiones que mejor convengan a nuestros intereses. ¿Entendido?

—Dígale a McLoten
sahib
—terció Sultan Jan con una desagradable sonrisa en los labios— que, si quiere, le entregaremos la cabeza de Amenoolah Khan, el que encabezó el asalto contra la residencia de Sekundar Burnes. Y que, en toda esta cuestión, nosotros los
baruzki
contamos con la amistad de los
gilzai
.

El hecho de que tanto los
gilzai
como los
baruzki
estuvieran confabulados, pensé, significaba que Akbar pisaba terreno seguro. McNaghten opinaría lo mismo. Sin embargo, mientras contemplaba aquellas cuatro caras, el amable rostro de Akbar y los de sus tres infames acompañantes, me pareció que aquel asunto apestaba más que un camello muerto. Todos juntos me inspiraban menos confianza que las serpientes de Gul Shah.

No obstante, les miré con la cara muy seria y aquella misma tarde la guardia de la entrada del acantonamiento se llevó una sorpresa al ver aparecer al teniente Flashman, envuelto en la cota de malla de un guerrero
baruzki
, en compañía de Muhammed Din y de Khan Hamet,
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cabalgando con gran pompa desde la ciudad de Kabul. Me habían dado por muerto un mes atrás y pensaban que me habían cortado en pedazos como a Burnes, pero allí estaba yo, vivito y coleando. La noticia corrió como la pólvora y, cuando llegamos a las puertas, nos esperaba una gran multitud, encabezada por Colin MacKenzie.
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—¿De dónde demonios viene usted? —me preguntó éste, abriendo enormemente sus claros ojos azules.

Me incliné hacia él para que nadie más pudiera oír mis palabras y le dije:

—Akbar Khan.

Me miró con extrañeza, como si estuviera loco o quisiera gastarle una broma, e inmediatamente me ordenó:

—Venga enseguida a ver al legado.

Después nos abrió paso entre la gente que se había reunido para recibirnos. Entre murmullos, gritos y preguntas, Mackenzie nos acompañó directamente a los aposentos del legado y a la presencia de MacNaghten.

—¿El asunto no puede esperar, Mackenzie? —preguntó éste en tono irritado—. Me disponía a cenar.

Una docena de palabras de Mackenzie fueron suficientes para que el legado cambiara de actitud. Éste me miró a través de los cristales de sus gafas, apoyadas como siempre en la punta de la nariz.

—¿Y ésos quiénes son? —inquirió, señalando a mis acompañantes.

—Una vez me aconsejó usted que le trajera rehenes de Akbar, sir William —contesté—. Bueno, pues aquí los tiene para lo que guste mandar.

No le hizo gracia, pero chasqueó los dedos para indicarme que lo acompañara y cenara con él. Como es natural, los dos afganos jamás se hubieran sentado a comer a la mesa de un infiel, por cuyo motivo se quedaron esperando en el despacho de McNaghten, donde les sirvieron la comida. Muhammed Din me recordó que el mensaje de Akbar sólo debería ser transmitido en su presencia, por lo que le dije a McNaghten que, aunque tenía la sensación de llevar encima una carga de explosivos, todo debería esperar hasta después de la cena.

No obstante, durante la cena, le ofrecí un informe sobre el asesinato de Burnes y mis aventuras con Gul Shah; se lo conté todo con la mayor naturalidad del mundo y como el que no quiere la cosa, pero él no paró de exclamar «¡Dios bendito!» a lo largo de todo mi relato. Cuando le conté el suplicio de la cuerda, las gafas se le cayeron en el plato de
curry
. Mackenzie me estaba observando detenidamente sin dejar de atusarse el rubio bigote. Cuando terminé y McNaghten me estaba manifestando su asombro con palabras entrecortadas por la emoción, Mackenzie se limitó a decir:

—Buen trabajo, Flash.

Viniendo de él, el comentario se podía considerar un encendido elogio, pues era el hombre más frío e inflexible que jamás hubiera visto en mi vida y estaba considerado el más valiente de la guarnición de Kabul, con la excepción tal vez de George Broadfoot. Si él contara mi historia —y yo estaba seguro de que lo haría—, las acciones de Flash alcanzarían alturas insospechadas y todo redundaría en mi beneficio.

Mientras nos tomábamos una copa de oporto, McNaghten trató de sonsacarme algo acerca de Akbar, pero le dije que teníamos que esperar a que los dos afganos se reunieran con nosotros; y no es que me importara demasiado, pero McNaghten había adoptado conmigo una actitud de profundo desdén y eso siempre era para mí una excusa más que suficiente para fastidiarlo. Me replicó en tono sarcástico que, por lo visto, me había vuelto muy nativo y que no era necesario que me comportara con tanta corrección, pero Mackenzie lo cortó diciendo que yo tenía razón, lo cual molestó sobremanera a Su Excelencia. El legado replicó en un susurro que le parecía muy bien que unos mequetrefes militares pudieran desafiar abiertamente a unos importantes funcionarios y que, cuanto antes resolviéramos el asunto, mejor.

Por consiguiente, pasamos a su estudio y, poco después, entraron Muhammed y Bamet, saludaron cortésmente al arrogante legado británico y recibieron como respuesta una fría inclinación de la cabeza. Fue entonces cuando transmití la propuesta de Akbar.

Todavía me parece verles; McNaghten reclinado contra el respaldo de su asiento de mimbre con las, piernas cruzadas y los dedos de ambas manos entrelazados, mirando hacia el techo; los dos silenciosos afganos con los ojos clavados en él; y el alto y rubio Mackenzie, apoyado contra la pared, fumando un cigarro de extremos recortados sin apartar los ojos de los afganos. Nadie dijo una sola palabra y todos permanecieron inmóviles como estatuas mientras yo hablaba. Me pregunté si McNaghten comprendía lo que le estaba diciendo, pues no movió ni un solo músculo en ningún momento.

Cuando terminé, McNaghten esperó un minuto largo, se quitó muy despacio las gafas, las limpió y dijo en tono pausado:

—Muy interesante. Tenemos que estudiar detenidamente lo que ha dicho Sirdar
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Akbar. Su mensaje es de la máxima trascendencia e importancia. Pero, como es natural, no se le puede dar una respuesta precipitada. Ahora me limitaré a decir una cosa: el legado de la Reina no puede tomar en consideración la sugerencia de derramamiento de sangre que se incluye en el ofrecimiento de la cabeza de Amenoolah Khan. Eso me parece repugnante. —Volviéndose hacia los dos afganos, les dijo—: Estarán ustedes cansados, señores, por consiguiente, no quiero entretenerles más. Mañana seguiremos hablando.

Eran sólo las primeras horas del anochecer y estaba claro que hablaba con ironía, pero los dos afganos parecieron comprender el lenguaje diplomático; inclinaron la cabeza con la cara muy seria y se retiraron. En cuanto vio cerrarse la puerta a su espalda, McNaghten se levantó de un salto.

—¡Nos hemos salvado por los pelos! —exclamó—. ¡Divide y vencerás! Mackenzie, yo llevaba mucho tiempo soñando con algo así. —Su pálido y arrugado rostro se iluminó con una sonrisa—. ¡Lo sabía, sabía que estas gentes no eran capaces de mantenerse fieles entre sí y, como ve, no estaba equivocado!

Mackenzie estudió su cigarro.

—¿Quiere decir que aceptará?

—¿Que si aceptaré? Por supuesto que sí. Es una oportunidad llovida del cielo. Ocho meses nada menos. Pueden ocurrir muchas cosas en todo ese tiempo; puede que nunca tengamos que abandonar Afganistán, pero, en caso de que nos veamos obligados a hacerlo, será con honor. —Se frotó las manos de contento y depositó los papeles encima de su escritorio—. Eso animará incluso a nuestro amigo Elphinstone, ¿no le parece, Mackenzie?

—Eso no me gusta —dijo Mackenzie—. Creo que es un complot.

McNaghten se detuvo y le miró fijamente.

—¿Un complot? —replicó, soltando una breve carcajada—. ¡Vaya por Dios, un complot! Eso lo arreglo yo en un santiamén... ¡Déjeme a mí y no se preocupe!

—No me gusta ni un pelo —repitió Mackenzie.

—¿Y por qué no, si se puede saber? Dígame por qué. ¿No le parece lógico? Akbar tiene que ser el amo del catarro y, por consiguiente, es natural que sus enemigos los
dourani
tengan que desaparecer. Por supuesto que se aprovechará de nosotros, pero saldremos beneficiados.

—El plan tiene un agujero —dijo Mac—. Él jamás será visir de Sujah. En eso por lo menos, miente.

—¿Y qué? Le digo a usted, Mackenzie, que a nosotros nos da igual quién gobierne en Kabul, tanto si lo hace él como si lo hace Sujah, pues sus luchas nos serán muy útiles. Que se peleen entre ellos todo lo que quieran.

—No podemos fiarnos de Akbar —dijo Mac, pero McNaghten rechazó sus objeciones.

—Usted no conoce una de las primeras reglas de la política; la de que un hombre siempre busca su propio interés. Sé muy bien que Akbar pretende alcanzar un poder indiscutible por encima de los suyos, pero, ¿quién se lo puede reprochar? Y le diré más, a mi juicio, está usted equivocado con respecto a Akbar Khan; en las reuniones que he mantenido con él siempre me ha causado mejor impresión que todos los demás afganos que he conocido. Le considero un hombre de mundo.

—Probablemente los
dourani
dirán lo mismo —señalé yo.

Las frías gafas se volvieron hacia mí en agradecimiento por mis palabras. Sin embargo, Mackenzie se apresuró a intervenir y me preguntó cuál era mi opinión.

—Yo tampoco me fío de Akbar —contesté—. Y eso que me gusta como persona, pero no es honrado.

—Probablemente Flashman le conoce mejor que nosotros —dijo Mackenzie y entonces McNaghten estalló.

—¡Pero bueno, capitán Mackenzie! Creo que puedo fiarme de mis propias opiniones, ¿sabe usted? Aunque no coincidan con las de un diplomático tan ilustre y distinguido como el señor Flashman aquí presente. —Soltó un bufido y se sentó en el sillón de su escritorio—. Me interesaría mucho saber qué gana exactamente Akbar Khan traicionándonos. ¿Qué otro objetivo puede tener su propuesta sino el que parece a primera vista? ¿Me lo puede usted decir?

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