Harry Flashman (40 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Harry Flashman
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—Tenemos que presentar otros informes sobre el estado de los asuntos de Afganistán —añadió Ellenborough— y no se me ocurre ningún mensajero más idóneo.

—Bien, señor, estoy a sus órdenes —dije yo—. Si usted se empeña, iré.

13

La travesía de vuelta a casa duró cuatro meses, exactamente igual que la de ida, pero debo confesar que esta vez no me importó. Entonces iba al exilio mientras que ahora regresaba a casa como un héroe. Si hubiera tenido alguna duda al respecto, el viaje las habría disipado. El capitán, los oficiales y los pasajeros se mostraron muy amables conmigo y me trataron como si fuera el mismísimo duque de Wellington. Cuando descubrieron que yo era amante del jolgorio, el vino y la conversación, congeniamos enseguida, pues, al parecer, jamás se cansaban de oírme contar las historias de mis enfrentamientos con los afganos —varones y hembras— y muchas noches nos emborrachábamos juntos. Uno o dos tipos de edad más madura me miraban con cierto recelo e incluso uno de ellos llegó a insinuar que hablaba demasiado, pero a mí no me importó y así se lo dije. Eran un par de vejestorios amargados o de civiles celosos.

Ahora me sorprende, con la distancia de los años, que la defensa de Jallalabad causara tanto revuelo, pues, en realidad, no fue nada del otro jueves. Pero efectivamente lo causó y, como, de entre todos los que habían desempeñado un destacado papel en dicha defensa, yo fui el primero que abandonó la India, la parte del león de la admiración me correspondió enteramente a mí. Así fue en el barco y así sería también en Inglaterra.

Durante la travesía, la pierna rota se me curó casi por completo, pero como a bordo, dejando aparte las borracheras con los chicos, no había demasiada actividad ni mujeres con que entretenerme, disponía de mucho tiempo para pensar en mis asuntos. Todo ello, combinado con la ausencia de mujeres, hizo que mis pensamientos giraran incesantemente en torno a Elspeth; la idea de regresar a casa junto a una esposa me resultaba extremadamente placentera y, cada vez que soñaba con ella, experimentaba una extraña sensación en lo más hondo de mis entrañas. Tampoco era todo lujuria, una novena parte todo lo más... al fin y al cabo, ella no sería la única mujer de Inglaterra... pero, aun así, cuando evocaba la imagen de aquel plácido y hermoso rostro y del rubio cabello que lo enmarcaba, se me hacía un nudo en la garganta y experimentaba un temblor en las manos que nada tenía que ver con lo que los clérigos llaman el apetito carnal. Era la sensación que había experimentado aquella primera vez en que tanto la alarmé a orillas del Clyde... una especie de anhelo de su presencia, del sonido de su voz y de la soñadora estupidez de sus ojos azules. Me pregunté si me estaría enamorando de ella y llegué a la conclusión de que sí y de que no me importaba de todos modos... lo cual era una inequívoca señal.

Por consiguiente, estuve durante la larga travesía en ese estado de ensoñación permanente y, cuando fondeamos en Londres en medio del bosque de barcos que llenaba su puerto, me sentía dominado por una extraña mezcla de sentimientos románticos y lujuriosos a la vez. Me dirigí a toda prisa a la casa de mi padre, emocionado por la idea de sorprenderla —pues, como es natural, ella no tenía conocimiento de mi regreso—, y aporreé la puerta con la aldaba con tal fuerza que los viandantes se volvieron a mirar a aquel alto y moreno sujeto que tanta prisa tenía.

Como de costumbre, abrió la puerta el viejo Oswald y se quedó tan boquiabierto como una oveja cuando entré en la casa gritando. El desierto vestíbulo me resultaba extraño y familiar a la vez, tal como siempre ocurre después de una prolongada ausencia.

—¡Elspeth! —contesté—. ¡Hola! ¡Elspeth! ¡Ya estoy en casa!

Oswald se había acercado a mí y me estaba diciendo que mi padre había salido. Le di una palmada en la espalda y tiré de las guías de su bigote.

—Mejor para él —dije—. Espero que esta noche lo tengan que llevar a casa en brazos. ¿Dónde está la señora? ¡Elspeth! ¡Ya estoy aquí! Él me miró sonriendo con una mezcla de asombro y complacencia y entonces oí que se abría una puerta a mi espalda, me volví y me encontré nada menos que a Judy. Me desconcerté un poco; no esperaba verla allí.

—Hola —le dije sin demasiado entusiasmo, a pesar de que estaba tan guapa como siempre—. ¿Es que el jefe aún no se ha buscado otra puta?

Judy estaba a punto de contestar cuando se oyó una pisada en la escalera y, al levantar la vista, vi a Elspeth, mirándome desde arriba. Dios mío, menudo espectáculo: cabello rubio como el maíz, rojos labios entreabiertos, grandes ojos azules, pecho agitado por su afanosa respiración... debía de llevar algún vestido, pero no recuerdo cuál. Parecía una ninfa sorprendida. De repente, el viejo sátiro de Flashy subió los peldaños de dos en dos y la estrechó en sus brazos diciendo:

—¡Ya estoy en casa! ¡Estoy en casa! ¡Elspeth, estoy en casa!

—Oh, Harry —exclamó ella, rodeándome el cuello con sus brazos mientras me cubría los labios con los suyos.

Si en aquel momento la Brigada de Guardias hubiera entrado en el vestíbulo para ordenarme que me dirigiera a la Torre, no habría obedecido. La levanté audazmente en mis brazos y, sin decir ni una sola palabra, la llevé al dormitorio y me acosté con ella sin más. Fue algo extraordinario, pues yo estaba medio embriagado de emoción y anhelo. Cuando todo terminó, permanecí tendido, escuchando sus incesantes preguntas, estrechándola en mis brazos, besándole todos los centímetros del cuerpo y respondiendo cualquiera sabía qué idioteces. No puedo precisar cuánto rato permanecimos allí, pero fue una larga y dorada tarde que sólo terminó cuando la doncella llamó a la puerta para decir que mi padre había vuelto a casa y quería verme.

Tuvimos que vestirnos y arreglarnos riéndonos como niños traviesos y, cuando ya había terminado de vestirse, la doncella volvió a llamar para decir que mi padre se estaba impacientando. Para demostrar que a los héroes nadie les daba órdenes, volví a estrechar a mi amada entre mis brazos y, a pesar de sus amortiguados gritos de protesta, me acosté de nuevo con ella, prescindiendo de la ceremonia de desnudarnos. Sólo
entonces
bajamos.

Habría podido ser una espléndida velada, en cuyo transcurso la familia hubiera tenido que dar la bienvenida al pródigo Aquiles, pero no lo fue. Mi padre había envejecido mucho en dos años; su rostro estaba más congestionado, había echado barriga y tenía las sienes plateadas. Se mostró bastante amable conmigo, me llamó joven sinvergüenza y me dijo que estaba muy orgulloso de mí: en la ciudad no se hablaba de otra cosa más que de los acontecimientos de la India y de los elogiosos comentarios de Ellenborough acerca de mí, de Sale y de Havelock. Sin embargo, su alegría duró muy poco, durante la cena bebió más de la cuenta y, al final, se sumió en un profundo silencio. Comprendí que algo ocurría, aunque no presté demasiada atención.

Judy cenó con nosotros y deduje que se había convertido en un miembro más de la familia, lo cual era una mala noticia. Me importaba tan poco como dos años atrás después de nuestra pelea, y así se lo hice saber con toda claridad. Me parecía un poco raro que mi padre tuviera en casa a su querida junto con mi mujer y que las tratara a las dos con la misma igualdad, por cuyo motivo decidí hablar con él a la primera ocasión que tuviera. Sin embargo, Judy también se comportaba con mucha frialdad y cortesía, de lo cual deduje que estaba dispuesta a mantener la paz, siempre y cuando yo también lo hiciera.

Y no es que ni mi padre ni ella me importaran demasiado. Estaba enteramente volcado en Elspeth y me deleitaba en su soñadora manera de oírme hablar... había olvidado lo tonta que era, pero todo tenía sus compensaciones. Escuchaba con los ojos enormemente abiertos los relatos de mis aventuras y no creo que los otros dos tuvieran ocasión de decir una sola palabra a lo largo de toda la cena. Gozaba de su sencilla y deslumbradora sonrisa y deseaba convencerla de lo maravilloso que era su marido. Más tarde, cuando nos fuimos a la cama, la convencí todavía más.

Pero fue entonces cuando noté algo raro en su comportamiento. Se quedó dormida mientras yo permanecía tendido a su lado, escuchando su respiración y sintiéndome en cierto modo insatisfecho... lo cual era un poco extraño, dadas las circunstancias. Después, la pequeña duda se insinuó de nuevo en mi mente, traté de rechazarla, pero volvió.

Yo tenía mucha experiencia con las mujeres, tal como ustedes saben, y creo que podía juzgar su comportamiento en la cama tan bien como el que más y me parecía, por más que tratara de apartar aquel pensamiento de mi mente, que Elspeth no era la misma de antes. He dicho a menudo que sólo cobraba vida cuando luchaba cuerpo a cuerpo con un hombre... y no puedo negar que se había mostrado más que dispuesta a lo largo de las primeras horas de mi estancia en casa, pero no había advertido en ella la arrebatadora pasión que yo recordaba. Son cosas muy delicadas y muy difíciles de explicar... cierto que estuvo muy combativa y que después me pareció que estaba satisfecha, pero la vi un poco indiferente en cierto modo. De haberse tratado de Fetnab o de Josette, creo que no me hubiera dado cuenta, pues era algo que formaba parte de su trabajo y de su juego. Sin embargo, en Elspeth adiviné un sentimiento distinto, el cual me hizo comprender que algo extraño ocurría. Fue sólo una sombra que, cuando desperté a la mañana siguiente, ya había olvidado.

Y, de no haberla olvidado, los acontecimientos matutinos la hubieran borrado de mi mente. Bajé bastante tarde y acorralé a mi padre en su estudio antes de que se largara a su club. Lo encontré sentado con los pies en el sofá, preparándose para los rigores de la jornada con una copa de
brandy
y me pareció que no estaba de muy buen humor, pero, aun así, fui directamente al grano y le dije lo que pensaba acerca de la presencia de Judy en la casa.

—Las cosas han cambiado —le dije— y ahora ya no la podemos tener en casa.

Habrán comprendido ustedes que, después de haberme pasado dos años entre los afganos, mi actitud con respecto a la disciplina paterna había cambiado; ya no me acobardaba tan fácilmente como antes.

—Ah, ya —replicó—, ¿y en qué sentido han cambiado?

—Te darás cuenta de que ahora me conocen en toda la ciudad —le contesté—. Por lo de la India y demás. Ahora todo el mundo estará pendiente de nosotros y la gente hablará. Y no quiero que esto ocurra, sobre todo, por Elspeth.

—A Elspeth le gusta —dijo mi padre.

—¿Ah, sí? Bueno, pero eso no importa. No se trata de que a Elspeth le guste o no le guste, sino de lo que le gusta a la ciudad. Y nosotros no le vamos a gustar si tenemos a esta... putita en casa.

—Vaya, qué finos nos hemos vuelto —dijo mi padre en tono burlón, tomando un buen trago de coñac. Adiviné por la arrebolada expresión de su rostro que estaba a punto de perder los estribos y me extrañó que todavía no los hubiera perdido—. No sabía que en la India la gente fuera tan delicada —añadió—. Más bien imaginaba lo contrario.

—Mira, papá, eso no puede ser y tú lo sabes muy bien. Envíala a Leicestershire si quieres o ponle una
maison
aparte... pero aquí no se puede quedar.

Me miró un buen rato en silencio.

—Vaya por Dios, a lo mejor me he equivocado contigo desde el principio. Sé que eres un vago, pero nunca pensé que tuvieras madera de valiente... a pesar de todas esas historias que se cuentan de la India. A lo mejor la tienes o a lo mejor es simple insolencia. En cualquier caso, te equivocas de medio a medio, muchacho. Tal como ya te he dicho, a Elspeth le gusta... y, si ella no quiere que se vaya, se quedará.

—Pero, por el amor de Dios, papá, ¿qué importa lo que a Elspeth le guste? Ella hará lo que yo diga.

—Lo dudo mucho —dijo mi padre.

—¿Y eso qué quiere decir?

Mi padre posó la copa, se secó los labios y me dijo:

—Creo que no te va a gustar, Harry, pero es lo que hay. El que paga manda. Y resulta que Elspeth y su maldita familia se han pasado todo el año pasado pagando. Espera un momento. Déjame terminar. Sé que tendrás muchas cosas que decir, pero espera.

Me lo quedé mirando en silencio sin comprender.

—Estamos arruinados, Harry. Ni yo mismo sé cómo ha ocurrido, pero es la verdad. Supongo que me he pasado la vida corriendo demasiado de acá para allá sin darme cuenta de cómo se me iba el dinero... para qué sirven los abogados, ¿eh? Tuve unos cuantos reveses en las carreras de caballos, nunca vigilé los gastos de esta casa ni los de la de Leicestershire, jamás quise ahorrar... pero lo que de verdad me hundió fueron las malditas acciones de los ferrocarriles. Muchos están ganando fortunas con ellas... con las buenas. Pero yo elegí las malas. Hace un año estaba completamente arruinado, los judíos me tenían cogido por el cuello y yo tenía que venderlo todo. Preferí no escribirte... ¿de qué hubiera servido? Esta casa no es mía y la de Leicestershire tampoco; es de Elspeth... o lo será cuando el viejo Morrison la palme. Así reviente y que Dios lo maldiga, nunca será demasiado pronto.

Se levantó del sofá, empezó a pasear arriba y abajo y, al final, se detuvo delante de la chimenea.


Él
se hizo cargo de todo por su hija. ¡Hubieras tenido que verlo! ¡Qué hipocresía más descarada, en mi vida he visto cosa igual, ni siquiera en todos los años que llevo en el Parlamento! ¡Tuvo la desfachatez de plantarse en el vestíbulo de mi propia casa y decirme que era un castigo divino para él, por haber permitido que su hija se casara con alguien de inferior condición! ¡De inferior condición, lo oyes! ¡Y yo tuve que aguantarlo y reprimir las ganas que tenía de derribar al suelo de un puñetazo al muy cerdo asqueroso! ¿Qué podía hacer? Yo era el pariente pobre. Y lo sigo siendo. Él sigue pagando las facturas... a través de esta bobalicona con quien te casaste. ¡Le deja hacer lo que quiere y eso es lo que hay!

—Pero si le ha concedido una asignación...

—¡No le ha concedido nada! Ella pide y él le da. Menudo sería yo en su lugar... pero a lo mejor cree que merece la pena. Se le cae la baba por ella y tengo que reconocer que la chica no es nada tacaña. Pero es la que paga, Harry, hijo mío, y será mejor que no lo olvides. Eres un mantenido, ¿comprendes?; por consiguiente, ni tú ni yo podemos decidir quién entra y quién sale y, puesto que tu queridísima Elspeth tiene unos puntos de vista asombrosamente liberales... ¡la señorita Judy se quedará y tú tendrás que aguantarte!

Al principio, le escuché estupefacto, pero, tal vez porque tenía un sentido más práctico que él o quizá porque mi concepto de la dignidad, heredado de mi aristocrática madre, era superior al suyo, yo veía las cosas de otra manera, Mientras él se volvía a llenar la copa de
brandy
, le pregunté:

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