«Dios mío —pensé yo—, vaya luna de miel habrán tenido esos dos.»
Después, el duque intervino discretamente para despedirse y comprendí que me estaba haciendo una indicación. Ambos nos inclinamos en reverencia y retrocedimos hacia la puerta mientras la regordeta Reina se sentaba de nuevo en el sofá. Una vez en el pasillo, el duque se abrió paso entre un grupo de servidores.
—Bueno —me dijo—, le ha sido concedida una medalla que nadie más recibirá. Se graban muy pocas, ¿sabe?, y, cuando Ellenborough anunció que pensaba conceder cuatro, a Su Majestad no le hizo ninguna gracia. Por consiguiente, su medalla se tendrá que dejar de grabar.
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El duque tuvo razón. La medalla, con su cinta verde y rosa (sospecho que Alberto eligió los colores), no le fue concedida a nadie más. Me la pongo en las ceremonias junto con mi Cruz Victoria, mi Medalla de Honor Americana (por la cual la República me paga amablemente diez dólares al mes), mi Orden de la Pureza y la Verdad de San Serafino (ampliamente merecida) y toda la variada quincallería que sirve para que un pícaro y un cobarde pase por un heroico veterano.
Superamos el saludo de un enjambre de guardias y las reverencias de los funcionarios y los lacayos que nos acompañaron al coche, pero, al principio, no hubo manera de cruzar la verja a causa de la multitud que se agolpaba en el exterior y no paraba de vitorearme.
—¡Aquí está Flashy! ¡Viva Flashy Harry! ¡Hip!, ¡hip!, ¡hurra!
La gente me aclamaba pegada a la verja, saludaba con la mano, arrojaba los sombreros al aire, empujaba a los centinelas y se arremolinaba junto a la entrada hasta que, al final, consiguió abrir la verja y la berlina avanzó muy despacio a través de una apretada masa de rostros sonrientes, aclamaciones y ondear de pañuelos.
—Descúbrase, hombre —me dijo el duque y yo así lo hice mientras arreciaban los vítores y la gente empujaba los costados del vehículo y alargaba los brazos para estrecharme la mano, golpeando los cristales y armando un barullo espantoso.
—¡Le han concedido una medalla! —rugió alguien—. ¡Dios salve a la Reina!
El eco se repitió y, por un momento, pensé que iban a volcar el coche. Mientras sonreía y saludaba con la mano, ¿a que no saben en qué estaba yo pensando? ¡Aquello era la auténtica gloria! Allí estaba yo, el héroe de la guerra de Afganistán con la medalla de la Reina prendida en la chaqueta y sentado al lado del soldado más ilustre del mundo mientras el pueblo de la ciudad más grande del mundo me aclamaba sin cesar... ¡nada menos que a mí!, y el duque ponía cara de palo y le decía secamente al cochero:
—Johnson, ¿es que no puede sacarnos de este maldito atolladero?
¿En qué estaba pensando? ¿En el azar que me había llevado a la India? ¿En Elphy Bey? ¿En el horror de los desfiladeros durante nuestra retirada de Afganistán, en mi salvación por los pelos en Mogala cuando murió Iq bal? ¿En la pesadilla del fuerte de Piper o en aquel horrible enano en el nido de las serpientes? ¿En Sekundar Burnes? ¿Tal vez en Bernier? ¿O en las mujeres... Josette, Narriman, Fetnab y las demás? ¿En Elspeth? ¿En la Reina?
En ninguna de estas cosas. Es curioso, pero, mientras el coche se abría paso lentamente y bajábamos por el Mall y el clamor se iba disipando a nuestra espalda, me pareció oír la voz de Arnold diciéndome: «Hay mucha bondad en usted, Flashman», e imaginé que en aquel momento éste se sentiría justificado y predicaría un sermón en la capilla sobre el tema del «valor» y fingiría alegrarse de la regeneración del pródigo, sabiendo en lo más hondo de su hipócrita corazón que yo seguía siendo un sinvergüenza.
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Sin embargo, ni él ni nadie se hubieran atrevido a decirlo. El mito de la llamada valentía, que está hecho mitad de miedo y mitad de locura (en mi caso,
sólo
de miedo) resulta beneficioso para todo el mundo; en Inglaterra, uno no puede ser un héroe y una mala persona. Existe prácticamente una ley que lo prohíbe. Wellington estaba comentando en tono malhumorado la creciente insolencia de la multitud, pero interrumpió sus comentarios para decirme que me dejaría en la Guardia Montada. Al llegar allí, mientras yo bajaba del vehículo y le agradecía su amabilidad, me miró con la cara muy seria y me dijo:
—Le deseo lo mejor, Flashman. Llegará muy lejos y que conste que no le considero un segundo Marlborough, pero parece valiente y está claro que ha tenido muchísima suerte. Con la primera de sus cualidades, es posible que obtenga fácilmente el mando de uno o dos ejércitos y los conduzca a los dos a la ruina, pero, con la suerte que tiene, probablemente conseguirá salvarlos de la destrucción. En cualquier caso, ha tenido un buen comienzo y hoy ha recibido el máximo honor que cabe imaginar y que no es otro que la prueba palpable del favor de su soberana. Quede usted con Dios.
Nos estrechamos la mano, el duque se alejó en su coche y jamás volví a tener ocasión de hablar con él. Años más tarde, sin embargo, comentándole el episodio al general norteamericano Robert Lee, éste me dijo que Wellington había tenido razón... había recibido, en efecto, el máximo honor al que un soldado pudiera aspirar. Pero dicho honor no había sido la medalla; a juicio de Lee, había sido la mano de Wellington.
Permítaseme señalar que ninguna de las dos cosas tenía el menor valor intrínseco.
Como era de esperar, en la Guardia Montada y más tarde en el club, fui objeto de general admiración y, al final, regresé a casa rebosante de entusiasmo. Había estado lloviendo a cántaros, pero ya había escampado y subí los peldaños bajo los rayos del sol. Oswald me comunicó que Elspeth estaba en el piso de arriba. «¡Estupendo! —pensé—, ahora veremos cuando se entere de dónde he estado y a quién he visto. Puede que ahora esté
un poco
más pendiente de su amo y señor y preste menos atención a los niñatos de la Guardia.» Subí con una sonrisa en los labios, pues los acontecimientos de aquella tarde habían hecho que mis celos de la mañana me parecieran una tontería, fruto de las intrigas de aquella pequeña bruja de Judy.
Entré en el dormitorio, cubriéndome la medalla con la mano izquierda para darle una sorpresa. La encontré sentada delante del espejo, como de costumbre, mientras la doncella la peinaba.
—¡Harry! —exclamó—, pero, ¿dónde te habías metido? ¿Has olvidado que tenemos que ir a tomar el té a casa de lady Chalmers a las cuatro y media?
—Que se vayan al infierno lady Chalmers y todos los Chalmers —contesté—. Que esperen.
—Pero, ¿cómo puedes decir eso? —me preguntó, mirándome con una sonrisa a través del espejo—. ¿Y de dónde vienes tan peripuesto?
—Pues, de visitar a unos amigos. Un matrimonio joven, Bert y Vicky. No creo que los conozcas.
—¡Bert y Vicky! —Si Elspeth había adquirido algún defecto en mi ausencia, era el de haberse convertido en una esnob insoportable... cosa bastante frecuente entre la gente de su clase—. ¿Pero quiénes son ésos?
Me situé a su espalda, contemplando su imagen reflejada en el espejo, y dejé al descubierto la medalla. Sus ojos se posaron en ella y se abrieron enormemente. Después volvió la cabeza diciendo:
—¡Harry! Pero...
—Vengo de Palacio. He estado allí con el duque de Wellington. He recibido esto de manos de la Reina... Después nos hemos pasado un buen rato, charlando sobre poesía y...
—¡La Reina! —chilló Elspeth—. ¡El duque! ¡El Palacio!
Se levantó de un salto, empezó a batir palmas, me arrojó los brazos al cuello mientras la doncella se reía por lo bajo e iba de un lado para otro para disimular y entonces yo la estreché en mis brazos entre risas y la besé. A partir de aquel momento, no hubo manera de hacerla callar. Me inundó de preguntas mirándome con un brillo especial en los ojos y quiso saber quiénes habían estado presentes en la ceremonia, qué habían dicho, cómo iba vestida la Reina, qué me había dicho y qué le había contestado yo y un sinfín de preguntas más. Finalmente, la empujé a una silla, mandé retirarse a la doncella y me senté en la cama, recitándole toda la historia desde el principio hasta el final.
Elspeth permaneció sentada, mirándome con asombro, conteniendo la respiración y lanzando de vez en cuando un grito de emoción. Cuando le dije que la Reina había preguntado por ella, emitió un jadeo y se miró al espejo, supongo que para comprobar que no tuviera ninguna tiznadura en la nariz. Después me pidió que se lo volviera a contar todo y así lo hice, pero no sin antes haberle quitado el vestido y haberla colocado encima de mí sobre la cama, lo cual significa que toda la emocionante historia se volvió a contar entre jadeos y suspiros de placer. Confieso que perdí varias veces el hilo de la narración.
Aun así, ella no salía de su asombro y me seguía haciendo preguntas hasta que le señalé que ya eran más de las cuatro y, ¿qué diría lady Chalmers? Soltó una risita y dijo que mejor sería que nos arregláramos, aunque no cesó de parlotear mientras se vestía y yo me alisaba perezosamente el traje.
—¡Oh, qué maravilla! —repetía una y otra vez—. ¡La Reina! ¡El duque! ¡Oh, Harry!
—Pues sí —dije yo—, ¿y tú dónde estuviste? Paseando toda la tarde a caballo por el Row con uno de tus admiradores, seguro.
—Es un pelmazo que no veas —me dijo entre risas—. No sabe hablar de otra cosa más que de sus caballos. ¡Nos hemos pasado toda la tarde paseando a caballo por el parque y hemos estado dos
horas
seguidas hablando de lo mismo!
—¿De veras? Pues te habrás quedado empapada.
En aquel momento, Elspeth estaba rebuscando entre sus vestidos del armario y no me oyó. Alargué distraídamente el brazo hacia la chaqueta de montar color verde botella que había al pie de la cama, la toqué y el corazón se me quedó repentinamente petrificado. La chaqueta estaba completamente seca. Me volví para echar un vistazo a las botas que ella había dejado junto a una silla; brillaban como un espejo y no había en ellas la menor señal ni salpicadura.
Sentí que me mareaba mientras el corazón me martilleaba en el pecho y ella seguía charlando como si tal cosa. Había estado lloviendo desde que yo me había despedido de Wellington en la Guardia Montada hasta que había abandonado el club una hora más tarde para regresar a casa. No era posible que hubiera estado paseando a caballo por el parque bajo aquel aguacero. En tal caso, ¿dónde demonios habían estado ella y Watney y qué...?
Sentí que la cólera y el rencor me subían por la garganta, pero me contuve, pensando que, a lo mejor, me equivocaba. Mientras ella se empolvaba la cara con una pata de conejo delante del espejo sin prestarme atención, le pregunté como el que no quiere la cosa:
—¿Y por dónde habéis estado paseando?
—Pues por el parque, ya te lo he dicho. Dando vueltas por allí.
«Bueno, eso sí que es una mentira», pensé, y, sin embargo, no podía creerlo. Parecía tan ingenua y sincera, tan tonta y atolondrada mientras comentaba con emoción la hora tan maravillosa que yo había pasado en Palacio; y, además, hacía apenas diez minutos que me había acostado con ella y me había dejado un poco... sí, me había dejado. De repente, me vino a la mente el recuerdo de mi primera noche en casa... recordé que me había parecido menos ardiente que antes. Puede que no me hubiera equivocado; puede que efectivamente hubiera sido menos apasionada. Lo cual habría sido comprensible si, en mi ausencia, ella hubiera encontrado a alguien que fuera más de su gusto en la cama. Dios mío, como fuera verdad, sería capaz de...
Mientras permanecía sentado temblando como una hoja, aparté la cabeza para que ella no me viera a través del espejo. Entonces, ¿era cierto lo que me había insinuado la muy puta de Judy? ¿Me habría estado poniendo los cuernos con Watney... y cualquiera sabía con cuántos más? Me hervía la sangre de vergüenza y de rabia sólo de pensarlo. ¡Pero no podía ser verdad! No, Elspeth no se hubiera atrevido. Sin embargo, no podía olvidar la burlona sonrisa de Judy mientras contemplaba aquellas botas que parecían guiñarme pícaramente el ojo... ¡no habían estado en el parque aquella tarde, maldita sea!
Cuando regresó la doncella para terminar de peinar a Elspeth, intenté cerrar los oídos a los femeninos y estridentes gorjeos de su conversación y procuré serenarme. A lo mejor, estaba equivocado... Oh, Dios mío, con cuánta ansia lo deseaba. No sólo por el extraño anhelo que sentía por Elspeth, sino también por mi... bueno pues, por mi honor, si ustedes quieren. En realidad, me importaba un bledo eso que el mundo llama el honor, pero la idea de que otro hombre u otros hombres retozaran con mi mujer, la cual hubiera tenido que ser absolutamente incapaz de imaginar tan siquiera la existencia de un amante más heroico y magistral que el gran Flashman —el héroe cuyo nombre corría de boca en boca, por el amor de Dios—, ¡esa idea!...
El orgullo es un sentimiento infernal; sin él no existen los celos ni la ambición. Y yo estaba orgulloso de mi imagen... en la cama y en el cuartel. Y allí estaba yo, el león del momento, con la medalla que acababan de concederme y con el apretón de manos del duque y la mirada de la Reina todavía tan recientes... reconcomiéndome por dentro por culpa de una rubia potranca sin dos centímetros de frente. Y tenía que morderme el labio y no decir ni una sola palabra por temor a lo que pudiera ocurrir en caso de que hiciera alguna alusión a mis sospechas... tanto si éstas fueran fundadas como si no, se armaría la de Dios y yo no podía permitirme aquel lujo.
—Bueno, ¿qué tal estoy? —me preguntó, situándose delante de mí con su vestido y su sombrerito—. ¡Pero qué pálido estás, Harry! ¡Ya lo sé, son las emociones del día! ¡Pobrecito mío! —exclamó, tomando mi cabeza entre sus manos para darme un beso. «No —pensé, contemplando aquellos preciosos ojitos azules—, no puedo creerlo.» Ya, pero, ¿qué decir de aquellas preciosas botitas negras?— Ahora vamos a casa de lady Chalmers —añadió—. La sorpresa que se va a llevar cuando se lo contemos. Supongo que habrá muchos invitados. Me sentiré muy orgullosa, Harry... ¡pero que muy orgullosa! Deja que te arregle el corbatín; dame un cepillo, Susan... te sienta de maravilla esta chaqueta. Tienes que ir siempre a este sastre... por cierto, ¿cómo me dijiste que se llamaba? Listo. ¡Oh, Harry, qué guapo estás! ¡Mírate al espejo!
Me miré y, al verme tan tremendamente apuesto y verla a ella tan radiante de felicidad a mi lado, luché con todas mis fuerzas contra la desdicha y la rabia. No, no podía ser verdad...
—Susan, mira que eres boba, no has colgado mi chaqueta. Cuélgala ahora mismo antes de que se arrugue.