Por un instante, me quedé pasmado. Si Elspeth fuera la amante de Watney o de cualquier otro, yo no hubiera podido hacer nada. Hubiera podido cortarla en pedazos, por supuesto, pero, y después, ¿qué?, ¿echarme a la calle? No hubiera podido permanecer en el ejército y ni siquiera en la ciudad sin un medio de vida...
Pero bueno, que se fuera todo al infierno. Todo aquello no eran más que unos disparates que la morena querida de mi padre me había metido deliberadamente en la cabeza para ponerme celoso. Era su manera de vengarse de mí por la paliza que yo le había dado tres años atrás. Eso era. No tenía el menor motivo para pensar mal de Elspeth; todo en ella negaba las acusaciones de Judy... y por Dios que le haría pagar a la muy puta todas sus insinuaciones y sus desprecios. Ya encontraría la manera, vaya si la encontraría, y entonces que Dios se apiadara de ella.
Tras haber encauzado mis pensamientos por caminos más favorables, recordé la noticia que quería comunicarle a Elspeth al llegar a casa... bueno, pues tendría que esperar a que yo regresara de Palacio. Le estaría bien empleado por haber salido con Watney, maldita fuera su estampa. Entretanto, me pasé una hora buscando mis mejores galas, arreglándome el cabello, que, por cierto, me había crecido mucho y me confería un aspecto muy romántico, y maldiciendo a Oswald mientras éste me anudaba el corbatín... hubiera preferido ir de uniforme, pero no tenía ninguno medianamente decente a mi nombre, pues había vestido constantemente de paisano desde mi regreso. Estaba tan emocionado que ni siquiera me molesté en almorzar. Me vestí de punta en blanco y salí corriendo para reunirme con Su Narizota.
Había una berlina en la puerta cuando llegué y sólo tuve que aguardar dos minutos antes de que él apareciera elegantemente vestido, pegándoles una bronca a un secretario y un criado que le seguían visiblemente nerviosos.
—Probablemente no hay ni un maldito calentador de cama en toda la casa —rugió—. Y es necesario que todo esté impecablemente en orden. Y hay que averiguar si Su Majestad se lleva su propia ropa de cama cuando viaja. Supongo que sí, pero no vayan haciendo preguntas indiscretas por ahí. Pregúntenselo a Arbuthnot; él lo sabrá. Tengan por seguro que, al final, siempre habrá algún fallo, pero eso no se puede evitar. Ah, Flashman —dijo, revisándome de arriba abajo como si fuera un sargento instructor—. Vamos allá.
Cuando salió, un pequeño grupo de personas, entre las cuales había varios pilluelos, empezó a lanzar vítores y se oyeron algunas voces que decían:
—¡Éste es el Flash! ¡Viva!
Se referían a mí. Nuestra salida se demoró un poco, pues, tras haber subido a la berlina, el cochero tuvo ciertas dificultades con las riendas y, entretanto, los mirones eran cada vez más numerosos.
—Maldita sea, Johnson —dijo el duque a punto de perder los estribos—, dese prisa, de lo contrario, aquí se reunirá todo Londres.
La gente nos vitoreó una vez más y nosotros nos pusimos en marcha bajo el cálido sol otoñal mientras los pilluelos nos seguían corriendo y gritando y los viandantes se descubrían en las aceras para saludar el paso del ilustre duque.
—Si yo supiera cómo se transmiten las noticias, sería un hombre más prudente —me dijo—. ¿Se imagina? Apostaría cualquier cosa a que, en estos momentos, en Dover ya saben que lo estoy acompañando a usted a la presencia de Su Majestad. No ha tenido usted jamás ningún trato con la realeza, ¿verdad?
—Sólo en Afganistán, milord —contesté.
El duque soltó una risita.
—Probablemente allí no son tan ceremoniosos como nosotros —dijo—. Es una pesadez insoportable. Permítame darle un consejo, señor, no se convierta jamás en mariscal de campo y comandante supremo. Es algo que está muy bien, pero significa que su soberano lo honrará, alojándose en su residencia y usted no tendrá en toda la casa una sola cama digna de tal personaje. Estoy más preocupado por el acondicionamiento de Walmer, señor Flashman, de lo que estuve por las obras de Torres Vedras.
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—Si tiene usted tanto éxito esta vez como el que tuvo entonces, milord —repliqué, dándole coba—, no habrá el menor motivo de inquietud.
—¡Ya! —dijo, mirándome severamente. Hizo una pausa de uno o dos minutos y después me preguntó si estaba nervioso—. No hay razón para que lo esté —añadió—. Su Majestad es extremadamente amable, aunque nunca es tan fácil como era con sus antecesores, claro. El rey Guillermo era un hombre muy sencillo y hacía que la gente se sintiera a gusto a su lado. Ahora todo es más rígido y ceremonioso, pero, si permanece a mi lado y mantiene la boca cerrada, saldrá airoso del trance.
Me atreví a decir que hubiera preferido mil veces cargar contra una banda de
ghazi
que pasar por la prueba de acudir a Palacio, lo cual era una estupidez, naturalmente, pero me pareció lo más apropiado.
—No diga disparates —replicó secamente el duque—. Eso no se puede ni pensar. Pero sé lo que siente porque yo también he experimentado esta sensación. Lo importante es que no se le note, tal como nunca me cansaré de decirles a los jóvenes. Y ahora hábleme de los
ghazi
que, según tengo entendido, son los mejores soldados que tienen en Afganistán.
Estaba en mi propio terreno y no me fue nada difícil hablarle de los
ghazi
, los
gilzai
, los
dourani
y los
pashtos
. El duque me escuchó con mucha atención hasta que, de pronto, me di cuenta de que estábamos cruzando la verja de Palacio y la guardia presentaba armas, un lacayo se acercaba corriendo para abrir la portezuela y colocar la escalerilla y los oficiales daban taconazos y adoptaban posición de firmes mientras un enjambre de personas rodeaba el vehículo.
—Vamos —me dijo el duque, cruzando conmigo una puertecita.
Conservo el vago recuerdo de unas escaleras y unos lacayos vestidos con librea, unos largos pasillos alfombrados, unas grandes arañas de cristal y unos silenciosos funcionarios que nos escoltaban... pero mi principal recuerdo corresponde al de la frágil figura vestida de gris que me precedía con paso firme mientras la gente se apartaba a su paso. Llegamos a una impresionante puerta de doble hoja flanqueada por dos lacayos con peluca, delante de la cual un tipo bajito y muy grueso vestido con un frac de color negro se inclinó ante nosotros y se acercó presuroso a mí para dar un pequeño tirón al cuello de mi camisa y alisarme la solapa de la chaqueta.
—Pido disculpas —gorjeó—. Un cepillo.
Chasqueó los dedos e inmediatamente apareció un cepillo, con el cual me empezó a cepillar hábilmente la chaqueta mientras miraba de soslayo al duque.
—Aparte este maldito trasto —le dijo el duque— y deje de zangolotear. Ya sabemos cómo tenemos que vestirnos sin su ayuda.
El gordito le miró con cara de reproche y se apartó a un lado, haciendo una seña a los lacayos. Éstos abrieron la puerta y, mientras el corazón me latía violentamente contra las costillas, oí que una poderosa y sonora voz anunciaba:
—Su Excelencia el duque de Wellington. El señor Flashman.
Era un espacioso salón soberbiamente amueblado, con una alfombra que se extendía entre unas paredes cubiertas de espejos y una enorme araña de cristal en el techo. Al fondo había unas cuantas personas, dos hombres de pie junto a una chimenea, una joven sentada en un sofá, una mujer de más edad de pie detrás del sofá y creo que otro hombre y dos mujeres a su lado. Avanzamos hacia ellos, el duque un poco más adelantado que yo. Al final, éste se detuvo delante del sofá e hizo una reverencia.
—Majestad —dijo—, tengo el honor de presentaros al señor Flashman.
Sólo entonces comprendí quién era la chica. Estamos acostumbrados a imaginárnosla como una anciana reina, pero entonces no era más que una niña más bien regordeta y agraciada de cuello para abajo. Tenía unos ojos grandes y un poco saltones y unos dientes ligeramente salidos, pero sonrió amablemente mientras musitaba una respuesta... para entonces, yo ya había doblado el espinazo, naturalmente.
Cuando enderecé de nuevo la espalda, la Reina me estaba mirando y Wellington le estaba refiriendo brevemente la historia de Kabul y Jallalabad... «la distinguida defensa» y «el destacado comportamiento del señor Flashman» son las únicas frases que me han quedado grabadas en la memoria. Cuando terminó, la Reina inclinó la cabeza hacia él y me dijo:
—Es usted el
primero
que vemos de todos los que tan valerosamente sirvieron en Afganistán, señor Flashman. Es
realmente
una gran alegría verle de vuelta sano y salvo. Hemos oído los más
brillantes
informes acerca de su gallardía y nos es muy
grato
poderle manifestar nuestra gratitud y admiración por tan
esforzado
y leal servicio.
Supongo que no hubiera podido expresarlo mejor de lo que lo hizo, a pesar de que lo recitó como un loro. Me limité a emitir un sonido gutural Y volví a inclinar la cabeza. La Reina hablaba con un fuerte y extraño acento y, de vez en cuando, subrayaba algunas palabras y asentía con la cabeza.
—¿Está usted
completamente
recuperado de sus heridas? —me preguntó.
—Sí, Majestad, muchas gracias —contesté.
—Está usted muy moreno —dijo uno de los hombres, cuyo fuerte acento alemán me llamó inmediatamente la atención. Le había visto por el rabillo del ojo, apoyado contra la repisa de la chimenea con las piernas cruzadas. «O sea que éste es el príncipe Alberto, menudo bigotazo lleva», pensé.
—Debe de estar tan moreno como un afgano —añadió el egregio personaje mientras los demás se reían cortésmente.
Le dije que más de una vez me habían tomado por tal y entonces abrió enormemente los ojos, me preguntó si hablaba el idioma y me pidió que dijera algo. Dije sin pensar las primeras palabras que me vinieron a la mente:
Hamare ghali ana, achha din
, que es lo que les dicen las prostitutas a los viandantes y significa «buenos días, ven a nuestra calle». Aunque el príncipe parecía muy interesado, vi que el hombre que lo acompañaba tensaba los músculos y me miraba con dureza.
—¿Y eso qué
significa
, señor Flashman? —preguntó la Reina.
—Es un saludo indio, señora —se apresuró a contestar el duque.
Se me revolvieron las tripas al recordar que el duque había servido en la India.
—Ah, claro —dijo la Reina—, es que ésta es una reunión muy
india
, pues aquí tenemos también al señor Macaulay.
Aunque aquel nombre no significaba nada para mí en aquellos momentos, observé que mantenía los labios fuertemente apretados y me seguía mirando con expresión severa. Más tarde averigüé que había pasado varios años en el gobierno de allí, lo cual significaba que mi imprudente frase tampoco le había pasado inadvertida.
—El señor Macaulay nos ha estado leyendo sus nuevos poemas
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—añadió la Reina—. Son
muy
bellos y conmovedores. Creo que su Horacio le debe de haber servido de modelo, señor Flashman, pues usted sabe que este personaje desafió grandes peligros en la defensa de Roma. Es una balada
espléndida
y muy inspirada. ¿Conoce la historia, señor duque?
El duque contestó afirmativamente, situándose con ello un peldaño por encima de mí, y añadió que no la creía, en cuya respuesta la Reina lanzó una exclamación y le preguntó por qué.
—Tres hombres no pueden impedir el avance de un ejército, señora —contestó el duque—. Tito Livio no era un soldado, de lo contrario no hubiera podido afirmar semejante cosa.
—Vamos —terció Macaulay—. Ocupaban un puente muy estrecho y no los pudieron desalojar.
—¿Lo ve usted, señor duque? —dijo la Reina—. ¿Cómo los hubieran podido vencer?
—Con arcos y flechas, señora —contestó el duque—. Con hondas. De este modo los hubieran abatido. Y es lo que yo hubiera hecho.
A lo cual la Reina replicó que los toscanos eran más caballerosos que él y el duque convino con ella en que muy probablemente así era.
—Lo cual explica tal vez por qué razón hoy en día no existe ningún imperio toscano sino un vasto Imperio británico —terció el príncipe en tono pausado.
Después se inclinó hacia la Reina y ésta asintió levemente con la cabeza y se levantó —era muy bajita—, indicándome por señas que me acercara. Me acerqué muy sorprendido mientras el duque se situaba a mi lado y el príncipe me estudiaba, ladeando la cabeza. La dama que se encontraba de pie detrás del sofá se adelantó y le entregó algo a la Reina, la cual levantó la vista para mirarme desde una distancia inferior a los treinta centímetros.
—Nuestros valientes soldados de Afganistán recibirán
cuatro
medallas del gobernador general —dijo—. Las lucirá usted a su debido tiempo, pero también recibirán una medalla de su
Reina
y justo es que usted la luzca primero que nadie.
Era tan menuda que tuvo que ponerse de puntillas para prendérmela en la chaqueta. Después me miró sonriendo y yo me emocioné tanto que no supe qué decir. Al verlo, la Reina me miró, conmovida.
—Es usted un caballero muy valiente —me dijo—. Que Dios lo bendiga.
«Oh, Dios mío —pensé—, si lo supieras, romántica mujercita, mira que calificarme de moderno Horacio.» (Decidí estudiar más tarde los
Cantos populares
de Macaulay, y la verdad es que la Reina no anduvo del todo desencaminada; sólo que el tipo a quien yo me parecía era un tal Falso Sexto, un hombre mucho más de mi gusto.) Sin embargo, algo tenía que decir, por lo que farfullé algo a propósito del servicio a Su Majestad.
—Más bien el servicio a Inglaterra —contestó ella, mirándome con vehemencia.
—Es lo mismo —dije yo, rebosante de inspiración, y entonces la Reina bajó la vista con expresión pensativa mientras el duque emitía una especie de gruñido.
Hubo una pausa y después la Reina me preguntó si estaba casado. Le contesté que sí, pero que mi esposa y yo habíamos estado dos años separados.
—Una cruel separación —dijo la Reina con el mismo tono de voz con que hubiera podido decir «qué mermelada de fresas tan exquisita».
Sin embargo, estaba segura, añadió, de que nuestra reunión habría sido mucho más dulce, precisamente a causa de nuestra separación.
—Sé muy bien lo que significa ser la
abnegada
esposa del más amable de los maridos —añadió, mirando a Alberto, el cual la miró a su vez con noble y afectuosa expresión.