Harry Potter y el prisionero de Azkaban (26 page)

BOOK: Harry Potter y el prisionero de Azkaban
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—¡Dará igual! —sollozó Hagrid—. Lucius Malfoy tiene metidos en el bolsillo a todos esos diablos de la Comisión. ¡Le tienen miedo! Y si pierdo el caso,
Buckbeak
...

Se pasó el dedo por el cuello, en sentido horizontal. Luego gimió y se echó hacia delante, hundiendo el rostro en los brazos.

—¿Y Dumbledore? —preguntó Harry.

—Ya ha hecho por mí más que suficiente —gimió Hagrid—. Con mantener a los
dementores
fuera del castillo y con Sirius Black acechando, ya tiene bastante.

Ron y Hermione miraron rápidamente a Harry, temiendo que comenzara a reprender a Hagrid por no contarle toda la verdad sobre Black. Pero Harry no se atrevía a hacerlo. Por lo menos en aquel momento en que veía a Hagrid tan triste y asustado.

—Escucha, Hagrid —dijo—, no puedes abandonar. Hermione tiene razón. Lo único que necesitas es una buena defensa. Nos puedes llamar como testigos...

—Estoy segura de que he leído algo sobre un caso de agresión con
hipogrifo
—dijo Hermione pensativa— donde el
hipogrifo
quedaba libre. Lo consultaré y te informaré de qué sucedió exactamente.

Hagrid lanzó un gemido aún más fuerte. Harry y Hermione miraron a Ron implorándole ayuda.

—Eh... ¿preparo un té? —preguntó Ron. Harry lo miró sorprendido—. Es lo que hace mi madre cuando alguien está preocupado —musitó Ron encogiéndose de hombros.

Por fin, después de que le prometieran ayuda más veces y con una humeante taza de té delante, Hagrid se sonó la nariz con un pañuelo del tamaño de un mantel, y dijo:

—Tenéis razón. No puedo dejarme abatir. Tengo que recobrarme...

Fang
, el jabalinero, salió tímidamente de debajo de la mesa y apoyó la cabeza en una rodilla de Hagrid.

—Estos días he estado muy raro —dijo Hagrid, acariciando a
Fang
con una mano y limpiándose las lágrimas con la otra—. He estado muy preocupado por
Buckbeak
y porque a nadie le gustan mis clases.

—De verdad que nos gustan —se apresuró a mentir Hermione.

—¡Sí, son estupendas! —dijo Ron, cruzando los dedos bajo la mesa—. ¿Cómo están los gusarajos?

—Muertos —dijo Hagrid con tristeza—. Demasiada lechuga.

—¡Oh, no! —exclamó Ron. El labio le temblaba.

—Y los
dementores
me hacen sentir muy mal —añadió Hagrid, con un estremecimiento repentino—. Cada vez que quiero tomar algo en Las Tres Escobas, tengo que pasar junto a ellos. Es como estar otra vez en Azkaban.

Se quedó callado, bebiéndose el té. Harry, Ron y Hermione lo miraban sin aliento. No le habían oído nunca mencionar su estancia en Azkaban. Después de una breve pausa, Hermione le preguntó con timidez:

—¿Tan horrible es Azkaban, Hagrid?

—No te puedes hacer ni idea —respondió Hagrid, en voz baja—. Nunca me había encontrado en un lugar parecido. Pensé que me iba a volver loco. No paraba de recordar cosas horribles: el día que me echaron de Hogwarts, el día que murió mi padre, el día que tuve que desprenderme de
Norberto
... —Se le llenaron los ojos de lágrimas.
Norberto
era la cría de dragón que Hagrid había ganado cierta vez en una partida de cartas—. Al cabo de un tiempo uno no recuerda quién es. Y pierde el deseo de seguir viviendo. Yo hubiera querido morir mientras dormía. Cuando me soltaron, fue como volver a nacer, todas las cosas volvían a aparecer ante mí. Fue maravilloso. Sin embargo, los
dementores
no querían dejarme marchar.

—¡Pero si eras inocente! —exclamó Hermione.

Hagrid resopló.

—¿Y crees que eso les importa? Les da igual. Mientras tengan doscientas personas a quienes extraer la alegría, les importa un comino que sean culpables o inocentes. —Hagrid se quedó callado durante un rato, con la vista fija en su taza de té. Luego añadió en voz baja—: Había pensado liberar a
Buckbeak
, para que se alejara volando... Pero ¿cómo se le explica a un
hipogrifo
que tiene que esconderse? Y... me da miedo transgredir la ley... —Los miró, con lágrimas cayendo de nuevo por su rostro—. No quisiera volver a Azkaban.

La visita a la cabaña de Hagrid, aunque no había resultado divertida, había tenido el efecto que Ron y Hermione deseaban. Harry no se había olvidado de Black, pero tampoco podía estar rumiando continuamente su venganza y al mismo tiempo ayudar a Hagrid a ganar su caso. Él, Ron y Hermione fueron al día siguiente a la biblioteca y volvieron a la sala común cargados con libros que podían ser de ayuda para preparar la defensa de
Buckbeak
. Los tres se sentaron delante del abundante fuego, pasando lentamente las páginas de los volúmenes polvorientos que trataban de casos famosos de animales merodeadores. Cuando alguno encontraba algo relevante, lo comentaba a los otros.

—Aquí hay algo. Hubo un caso, en 1722... pero el
hipogrifo
fue declarado culpable. ¡Uf! Mirad lo que le hicieron. Es repugnante.

—Esto podría sernos útil. Mirad. Una
mantícora
atacó a alguien salvajemente en 1296 y fue absuelta... ¡Oh, no! Lo fue porque a todo el mundo le daba demasiado miedo acercarse...

Entretanto, en el resto del castillo habían colgado los acostumbrados adornos navideños, que eran magníficos, a pesar de que apenas quedaban estudiantes para apreciarlos. En los corredores colgaban guirnaldas de acebo y muérdago; dentro de cada armadura brillaban luces misteriosas; y en el vestíbulo los doce habituales árboles de Navidad brillaban con estrellas doradas. En los pasillos había un fuerte y delicioso olor a comida que, antes de Nochebuena, se había hecho tan potente que incluso
Scabbers
sacó la nariz del bolsillo de Ron para olfatear.

La mañana de Navidad, Ron despertó a Harry tirándole la almohada.

—¡Despierta, los regalos!

Harry cogió las gafas y se las puso. Entornando los ojos para ver en la semioscuridad, miró a los pies de la cama, donde se alzaba una pequeña montaña de paquetes. Ron rasgaba ya el papel de sus regalos.

—Otro jersey de mamá. Marrón otra vez. Mira a ver si tú tienes otro.

Harry tenía otro. La señora Weasley le había enviado un jersey rojo con el león de Gryffindor en la parte de delante, una docena de pastas caseras, un trozo de pastel y una caja de turrón. Al retirar las cosas, vio un paquete largo y estrecho que había debajo.

—¿Qué es eso? —preguntó Ron mirando el paquete y sosteniendo en la mano los calcetines marrones que acababa de desenvolver.

—No sé...

Harry abrió el paquete y ahogó un grito al ver rodar sobre la colcha una escoba magnífica y brillante. Ron dejó caer los calcetines y saltó de la cama para verla de cerca.

—No puedo creerlo —dijo con la voz quebrada por la emoción. Era una Saeta de Fuego, idéntica a la escoba de ensueño que Harry había ido a ver diariamente a la tienda del callejón Diagon. El palo brilló en cuanto Harry le puso la mano encima. La sentía vibrar. La soltó y quedó suspendida en el aire, a la altura justa para que él montara. Sus ojos pasaban del número dorado de la matrícula a las aerodinámicas ramitas de abedul y perfectamente lisas que formaban la cola.

—¿Quién te la ha enviado? —preguntó Ron en voz baja.

—Mira a ver si hay tarjeta —dijo Harry.

Ron rasgó el papel en que iba envuelta la escoba.

—¡Nada! Caramba, ¿quién se gastaría tanto dinero en hacerte un regalo?

—Bueno —dijo Harry, atónito—. Estoy seguro de que no fueron los Dursley.

—Estoy seguro de que fue Dumbledore —dijo Ron, dando vueltas alrededor de la Saeta de Fuego, admirando cada centímetro—. Te envió anónimamente la capa invisible...

—Había sido de mi padre —dijo Harry—. Dumbledore se limitó a remitírmela. No se gastaría en mí cientos de galeones. No puede ir regalando a los alumnos cosas así.

—Ése es el motivo por el que no podría admitir que fue él —dijo Ron—. Por si algún imbécil como Malfoy lo acusaba de favoritismo. ¡Malfoy! —Ron se rió estruendosamente—. ¡Ya verás cuando te vea montado en ella! ¡Se pondrá enfermo! ¡Ésta es una escoba de profesional!

—No me lo puedo creer —musitó Harry pasando la mano por la Saeta de Fuego mientras Ron se retorcía de la risa en la cama de Harry pensando en Malfoy.

—¿Quién...?

—Ya sé.. quién ha podido ser... ¡Lupin!

—¿Qué? —dijo Harry riéndose también—. ¿Lupin? Mira, si tuviera tanto dinero, podría comprarse una túnica nueva.

—Sí, pero le caes bien —dijo Ron—. Cuando tu Nimbus se hizo añicos, él estaba fuera, pero tal vez se enterase y decidiera acercarse al callejón Diagon para comprártela.

—¿Que estaba fuera? —preguntó Harry—. Durante el partido estaba enfermo.

—Bueno, no se encontraba en la enfermería —dijo Ron—. Yo estaba allí limpiando los orinales, por el castigo de Snape, ¿te acuerdas?

Harry miró a Ron frunciendo el entrecejo.

—No me imagino a Lupin haciendo un regalo como éste.

—¿De qué os reís los dos?

Hermione acababa de entrar con el camisón puesto y llevando a
Crookshanks
, que no parecía contento con el cordón de oropel que llevaba al cuello.

—¡No lo metas aquí! —dijo Ron, sacando rápidamente a
Scabbers
de las profundidades de la cama y metiéndosela en el bolsillo del pijama. Pero Hermione no le hizo caso. Dejó a
Crookshanks
en la cama vacía de Seamus y contempló la Saeta de Fuego con la boca abierta.

—¡Vaya, Harry! ¿Quién te la ha enviado?

—No tengo ni idea. No traía tarjeta.

Ante su sorpresa, Hermione no estaba emocionada ni intrigada. Antes bien, se ensombreció su rostro y se mordió el labio.

—¿Qué te ocurre? —le preguntó Ron.

—No sé —dijo Hermione—. Pero es raro, ¿no os parece? Lo que quiero decir es que es una escoba magnífica, ¿verdad?

Ron suspiró exasperado:

—Es la mejor escoba que existe, Hermione —aseguró.

—Así que debe de ser carísima...

—Probablemente costó más que todas las escobas de Slytherin juntas —dijo Ron con cara radiante.

—Bueno, ¿quién enviaría a Harry algo tan caro sin si quiera decir quién es?

—¿Y qué más da? —preguntó Ron con impaciencia—. Escucha, Harry, ¿puedo dar una vuelta en ella? ¿Puedo?

—Creo que por el momento nadie debería montar en esa escoba —dijo Hermione.

Harry y Ron la miraron.

—¿Qué crees que va a hacer Harry con ella? ¿Barrer el suelo? —preguntó Ron.

Pero antes de que Hermione pudiera responder,
Crookshanks
, saltó desde la cama de Seamus al pecho de Ron.


¡LLÉVATELO DE AQUÍ!
—bramó Ron, notando que las garras de
Crookshanks
le rasgaban el pijama y que
Scabbers
intentaba una huida desesperada por encima de su hombro. Cogió a
Scabbers
por la cola y fue a propinar un puntapié a
Crookshanks
, pero calculó mal y le dio al baúl de Harry, volcándolo. Ron se puso a dar saltos, aullando de dolor.

A
Crookshanks
se le erizó el pelo. Un silbido agudo y metálico llenó el dormitorio. El chivatoscopio de bolsillo se había salido de los viejos calcetines de tío Vernon y daba vueltas encendido en medio del dormitorio.

—¡Se me había olvidado! —dijo Harry, agachándose y cogiendo el chivatoscopio—. Nunca me pongo esos calcetines si puedo evitarlo...

En la palma de la mano, el chivatoscopio silbaba y giraba.
Crookshanks
le bufaba y enseñaba los colmillos.

—Sería mejor que sacaras de aquí a ese gato —dijo Ron furioso. Estaba sentado en la cama de Harry, frotándose el dedo gordo del pie—. ¿No puedes hacer que pare ese chisme? —preguntó a Harry mientras Hermione salía a zancadas del dormitorio, los ojos amarillos de
Crookshanks
todavía maliciosamente fijos en Ron.

Harry volvió a meter el chivatoscopio en los calcetines y éstos en el baúl. Lo único que se oyó entonces fueron los gemidos contenidos de dolor y rabia de Ron.
Scabbers
estaba acurrucada en sus manos. Hacía tiempo que Harry no la veía, porque siempre estaba metida en el bolsillo de Ron, y le sorprendió desagradablemente ver que
Scabbers
, antaño gorda, ahora estaba esmirriada; además, se le habían caído partes del pelo.

—No tiene buen aspecto, ¿verdad? —observó Harry.

—¡Es el estrés! —dijo Ron—. ¡Si esa estúpida bola de pelo la dejara en paz, se encontraría perfectamente!

Pero Harry, acordándose de que la mujer de la tienda de animales mágicos había dicho que las ratas sólo vivían tres años, no pudo dejar de pensar que, a menos que
Scabbers
tuviera poderes que nunca había revelado, estaba llegando al final de su vida. Y a pesar de las frecuentes quejas de Ron de que
Scabbers
era aburrida e inútil, estaba seguro de que Ron lamentaría su muerte.

Aquella mañana, en la sala común de Gryffindor, el espíritu navideño estuvo ausente. Hermione había encerrado a
Crookshanks
en su dormitorio, pero estaba enfadada con Ron porque había querido darle una patada. Ron seguía enfadado por el nuevo intento de
Crookshanks
de comerse a
Scabbers
. Harry desistió de reconciliarlos y se dedicó a examinar la Saeta de Fuego que había bajado con él a la sala común. No se sabía por qué, esto también parecía poner a Hermione de malhumor. No decía nada, pero no dejaba de mirar con malos ojos la escoba, como si ella también hubiera criticado a su gato.

A la hora del almuerzo bajaron al Gran Comedor y descubrieron que habían vuelto a arrimar las mesas a los muros, y que ahora sólo había, en mitad del salón, una mesa con doce cubiertos.

Se encontraban allí los profesores Dumbledore, McGonagall, Snape, Sprout y Flitwick, junto con Filch, el conserje, que se había quitado la habitual chaqueta marrón y llevaba puesto un frac viejo y mohoso. Sólo había otros tres alumnos: dos del primer curso, muy nerviosos, y uno de quinto de Slytherin, de rostro huraño.

—¡Felices Pascuas! —dijo Dumbledore cuando Harry, Ron y Hermione se acercaron a la mesa—. Como somos tan pocos, me pareció absurdo utilizar las mesas de las casas. ¡Sentaos, sentaos!

Harry, Ron y Hermione se sentaron juntos al final de la mesa.

—¡Cohetes sorpresa! —dijo Dumbledore entusiasmado, alargando a Snape el extremo de uno grande de color de plata. Snape lo cogió a regañadientes y tiró. Sonó un estampido, el cohete salió disparado y dejó tras de sí un sombrero de bruja grande y puntiagudo, con un buitre disecado en la punta.

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