Heliconia - Verano (60 page)

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Authors: Brian W. Aldiss

BOOK: Heliconia - Verano
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Los rostros de los Madis eran tan inexpresivos como las flores. Echaban hacia atrás las frentes y las quijadas, agrandando los ojos y las narices en una expresión de completa incredulidad. Los varones tenían prominencias en la frente y el mentón. Su pelo era castaño oscuro, brillante. Se llamaban unos a otros con desesperados gritos de ave.

El grupo phagor salió de su escondite y atacó a los asustados Madis. Cada phagor se apoderó de tres o cuatro por los brazos, quemados por los soles y cubiertos por el polvo de los caminos. No lucharon. Una gillot se apoderó del asokin guía, de cuyo cuello colgaba un cencerro. Las hembras lo siguieron dócilmente.

Algunos Madis intentaron huir. JandolAnganol golpeó a dos con los puños, arrojándolos al suelo. Pero venían más y más, y dejó que se marcharan.

Sus fuerzas atravesaron el uct con su botín. El denso pelaje de los phagors los hacía inmunes a las espinas. Llevando al frente a los cautivos, pasaron de Borlien a Oldorando.

Cuando ya se creían seguros, el incendio llegó hasta ahí, avanzando velozmente y dejando cenizas a su paso.

Y de este modo las fuerzas reales llegaron a la ciudad de Oldorando; parecían más un grupo de pastores que el ejército de un rey. Sus cautivos protognósticos sangraban a causa de las espinas del uct, como muchos humanos. El rey mismo estaba cubierto de polvo.

La ciudad tenía algo teatral, tal vez porque allí se encontraba el resplandeciente escenario del culto de Akhanaba, el Todopoderoso y Supremo de cara de buey. El verdadero culto es solitario; cuando los religiosos se reúnen, se disfrazan en honor de sus dioses.

Ubicada en el cálido centro de Campannlat, al borde del río Valvoral, que la unía a Matrassyl, y en última instancia al mar, Oldorando era una ciudad de viajeros. La mayoría acudía por motivos religiosos; y los que no, a comerciar.

La forma física de la ciudad conmemoraba la larga convivencia de esas intenciones opuestas. El barrio de Holyval la atravesaba en diagonal de sudoeste a nordeste, elevándose sobre la barahúnda comercial como una cordillera. En Holyval se encontraba la Ciudad Vieja, con sus extrañas torres de siete pisos habitadas por las comunidades religiosas permanentes. Allí residían las Académicas, una orden femenina. Y allí estaban también los peregrinos y los mendigos, la escoria divina, golpeando sus pechos vacíos. Había oscuros salones y recintos de oración profundamente hundidos en la tierra. Y allí se erguía la gran cúpula rodeada de monasterios, y el palacio del rey Sayren Stund.

Se pensaba —o al menos lo pensaban quienes vivían encerrados en Holyval— que este sector de santidad, esa diagonal de decencia, corría a través de una cloaca de vicios mundanos.

Pero en las pomposas paredes listadas y en los severos terraplenes de Holyval había una cantidad de puertas. Algunas sólo se abrían en ocasiones ceremoniales. Otras únicamente permitían a los privilegiados el acceso a la Ciudad Vieja. Las había que servían sólo para hombres o sólo para mujeres (los phagors no eran admitidos en la hosca Holyval). Pero otras, las más usadas, permitían que las personas más corrientes fueran y vinieran a su antojo. Entre lo sagrado y lo profano —así como entre los vivos y los muertos— había una barrera que a nadie impedía el paso.

Los profanos vivían en edificios más humildes, aunque los ricos construían a veces sus palacios en las más populares avenidas. Los malvados prosperaban, los buenos se abrían paso en la vida lo mejor que podían. De la actual población de 890.000 seres humanos, casi 100.000 pertenecían a las órdenes religiosas dedicadas al culto de Akhanaba. Por lo menos otros tantos eran esclavos, y servían indistintamente a creyentes como a no creyentes.

Oldorando adoraba el espectáculo: por eso era perfectamente coherente que dos mensajeros vestidos de azul y oro esperaran la llegada de JandolAnganol en la puerta del sur, con un coche para llevarlo ante la presencia del rey Sayren Stund.

JandolAnganol no aceptó el coche y, en lugar de seguir la ruta triunfal por la avenida Wozen, desfiló con su polvorienta comitiva por el Pauk. El Pauk era un agradable barrio de casas bajas donde abundaban las tabernas, los mercados, y los comerciantes dispuestos a comprar animales o protognósticos.

—Los Madis no se cotizan mucho en Embruddock —dijo un corpulento comerciante, empleando el viejo nombre de Oldorando—. Tenemos muchos aquí. Y no son buenos para trabajar, como tampoco los Nondads. En cambio, los phagors ya serían otra cosa, pero aquí no se me permite tratar en phagors.

—Sólo vendo los Madis y los animales. Dime cuánto ofreces o buscaré otro mercader.

Cuando se arregló el precio, los Madis fueron vendidos como esclavos y los animales para el matadero. El rey se retiró satisfecho. Ahora estaba mejor preparado para encontrarse con Sayren Stund. Antes de la transacción no tenía un solo roon. Los phagors enviados a Matrassyl en busca de oro aún no habían regresado.

Moviéndose en orden militar, la Primera Guardia Phagor avanzó por la avenida Wozen, donde se reunió una muchedumbre para verla. La gente vitoreaba a JandolAnganol mientras caminaba con Yuli a su lado. A pesar de su defensa de los seres de dos filos, oficialmente condenada, era muy popular entre las gentes pobres de Oldorando, quienes comparaban a ese hombre vehemente y ambicioso con su monarca grueso, holgazán y doméstico. La gente común nada sabía de la reina de reinas. Y sentía compasión por ese rey cuya prometida —aunque sólo era una Madi, o Madi a medias— había sido brutalmente asesinada.

Y entre esa gente estaban los religiosos. Los sacerdotes sostenían pancartas. RENUNCIA A TUS PECADOS. SE ACERCA EL FIN DEL MUNDO. ARREPENTÍOS MIENTRAS HAY TIEMPO. Allí, como en Borlien, la Iglesia Pannovalana aprovechaba los temores públicos para refrenar a las mentes independientes.

Continuaba el avance de la tropa cubierta de polvo. Más allá de la vieja Pirámide del Rey Deniss. Pasando el barrio de Wozen y la ancha plaza de Loylbryden, y luego, cruzando el río, el Parque del Silbato. Frente al parque se hallaban la gran Cúpula del Esfuerzo y el pintoresco palacio del rey. En el centro de la plaza había un gran dosel dorado, donde el rey Sayren Stund en persona aguardaba para saludar a su visitante.

Junto al rey se encontraba la reina Bathkaarnet-ella, con un keedrant gris bordado con rosas negras y una corona incómoda. Entre sus majestades, en un trono más pequeño, estaba la única hija que les quedaba, Milua Tal. Los tres tenían un absurdo aire de dignidad, mientras el resto de la corte sudaba al sol. En la atmósfera sofocante zumbaban las moscas. Tocaba la banda. Era notable la ausencia de soldados, pero había varios oficiales de edad mediana, con sus elegantes uniformes. La guardia civil acordonaba la plaza y mantenía a la multitud en la periferia.

La corte oldorandana era famosa por su obstinada formalidad. En esta ocasión Sayren Stund había hecho todo lo posible para aliviar la etiqueta, pero una hilera de asesores y dignatarios eclesiásticos, rígidos y severos, muchos de ellos con vestiduras canónicas, aguardaban el momento de apretarla mano de JandolAnganol y de besar su mejilla.

El Águila, junto a sus capitanes y a su armero jorobado, los contemplaba con aire desafiante, aún cubierto por el polvo del camino.

—Tu exhibición, primo Sayren, haría honor a un museo —dijo.

Sayren Stund vestía, como sus funcionarios, un severo charfrul negro en señal de duelo. Se levantó de su trono y se acercó a JandolAnganol con los brazos extendidos. JandolAnganol, manteniéndose firme, hizo una inclinación. Yuli estaba un paso más atrás, sacando alternativamente su milt por ambas ventanas de la nariz, pero inmóvil en todo otro sentido.

—Salud, en nombre del Todopoderoso. La corte de Oldorando te da la bienvenida en esta pacífica y fraternal visita a nuestra capital. Que Akhanaba haga fructífero este encuentro.

—En nombre del Todopoderoso, salud. Te agradezco tu fraternal recepción. Vengo a presentar mis condolencias y mi dolor por la muerte de tu hija Simoda Tal, mi prometida.

Mientras hablaba, la mirada de JandolAnganol permanecía activa. No confiaba en Sayren Stund. Stund lo condujo a lo largo de la hilera de dignatarios, y JandolAnganol permitió que apretasen su mano y besaran sus sucias mejillas.

Vio por su expresión que Sayren Stund lo odiaba. Eso era un tormento. En todas partes reinaba el odio en el corazón de los hombres. El asesinato de Simoda Tal había dejado su mancha, y era preciso tenerlo en cuenta.

Después, la reina se aproximó cojeando, con la mano apoyada en el brazo de Milua Tal. Bathkaarnet-ella parecía marchita, y sin embargo había algo en la forma en que erguía su cabeza —una mezcla de mansedumbre y altanería— que impresionó a JandolAnganol. Recordó una observación de Sayren Stund que alguien le contara (¿porqué habría permanecido en su memoria?): “Cuando has vivido con una mujer Madi, no quieres ninguna otra”.

Tanto Bathkaarnet-ella como su hija tenían la cautivadora cara de pájaro de los de su raza. Aunque la sangre de Milua Tal estaba mezclada con la humana, presentaba un aspecto exótico, oscuro y brillante, con sus ojos enormes ardiendo a los lados de su nariz aquilina. Cuando se la presentaron, miró de frente a JandolAnganol, y le dio la Mirada de la Aceptación. Él pensó fugazmente en los experimentos de SartoriIrvrash; sin duda, ésta había sido una cruza positiva.

Le agradó ver ese único rostro alegre entre tantos sombríos, y le dijo:

—Te pareces mucho al retrato de tu hermana que me fue enviado. Y eres incluso más hermosa.

—Simoda y yo nos parecíamos mucho, aunque también éramos muy diferentes, como todas las hermanas —respondió Milua Tal. La melodía de su voz sugirió a JandolAnganol muchas cosas: hogueras en la noche; la vocecilla de Tarro, muy niña, en una habitación fresca; palomas en una torre de madera.

—Nuestra pobre Milua está abatida, como todos nosotros, por el asesinato de su hermana —dijo el rey, con un ruido en el que se conjugaban los mejores aspectos de un suspiro y un eructo—. Nuestros agentes buscan en todas las direcciones al criminal, el villano que se disfrazó de Madi para ser admitido en el palacio.

—Ha sido un cruel golpe para nosotros dos.

Otro complejo suspiro.

—La semana próxima se celebrará un Santo Concilio, con un servicio especial en memoria de nuestra hija, y que ha de bendecir con su presencia el Santo C'Sarr en persona. Esto nos reconfortará. Debes quedarte con nosotros hasta entonces, primo; serás bien recibido en esa ocasión. El C'Sarr estará encantado de saludar a un miembro tan valioso de su comunidad; y a ti te convendría conocerlo. Nunca lo has visto, ¿verdad?

—Conozco a su enviado, Alam Esomberr. Pronto estará aquí.

—Esomberr… Un hombre ingenioso.

—Y afortunado —dijo JandolAnganol.

La banda empezó a tocar. Se dirigieron hacia el palacio, a través de la plaza, y JandolAnganol se vio al lado de Milua Tal. Ella lo miró alegremente, sonriendo. El le preguntó en tono de conspiración:

—¿Sería usted capaz de decirme su edad, señorita, si guardo el secreto?

—Es una de las preguntas que oigo más a menudo —respondió ella con displicencia—. Y también: “¿Te gusta ser princesa?”. La gente me considera adelantada, para mi edad, y deben de tener razón. El calor de esta época desarrolla rápidamente a los jóvenes, en todos los sentidos. Durante más de un año he soñado sueños adultos. ¿Nunca has soñado que un dios del fuego te abrazaba de un modo irresistible?

Él se inclinó y le dijo al oído, con gracia, en un feroz susurro:

—Antes de revelarte que yo soy ese dios del fuego, tengo que responder a mi propia pregunta. No te doy más de nueve años de edad.

—Nueve años y cinco décimos —dijo ella—; pero lo que cuenta no son los años sino las emociones.

La fachada del palacio era larga y de tres pisos de altura, con grandes columnas de rajabaral pulido que cortaban las marcadas líneas horizontales de los pisos. El techo estaba cubierto de tejas azules hechas por los alfareros Kaci. El palacio había sido construido 350 pequeños años antes, después de que una invasión phagor destruyera parte de la ciudad. La estructura había sido renovada, aunque conservando el estilo original. Postigos de madera elaboradamente labrada protegían las ventanas sin cristales. Las sólidas puertas, ribeteadas de plata, mostraban idéntico labrado. En el interior resonó un gong tubular; las puertas se abrieron, y Sayren Stund guió a sus huéspedes al interior.

Hubo dos días de banquetes y de discursos vacíos. También los manantiales de agua caliente que daban su fama a Oldorando cumplieron su papel. En la Cúpula del Esfuerzo se celebró un servicio de acción de gracias al que asistieron muchos dignatarios de alto rango de la Iglesia. Los himnos eran magníficos, los vestidos impresionantes, y la oscuridad de la enorme bóveda subterránea era todo lo que Akhanaba podía desear. JandolAnganol oró, cantó, habló, participó en la ceremonia y desconfió de todos.

Ese hombre extraño inspiraba el recelo general, y todos los ojos estaban puestos en él. Y los suyos en los demás. Resultaba claro por qué algunos lo llamaban el Águila.

Se ocupó de que la Primera Guardia Phagor estuviera bien instalada. Tratándose de una ciudad que odiaba a los seres de dos filos, su alojamiento era impecable. Detrás de la plaza de Loylbryden se encontraba el Parque del Silbato, una zona verde rodeada en su totalidad por el Valvoral o sus afluentes. Allí se conservaban algunos árboles de brassim. Estaba también el Silbato Horario, célebre en todo el continente. Ese géiser brotaba con una aguda nota cada hora, con la mayor exactitud. Algunos decían que la duración de la hora, y de los cuarenta minutos en que se dividía, había sido establecida por ese ruido que brotaba de la tierra.

En el borde del parque había una antigua torre de siete pisos y algunos pabellones nuevos, en los cuales se alojaban los phagors. Los cuatro puentes que conducían al parque estaban custodiados por phagors en la parte interior, y por humanos en la exterior, de modo que nadie pudiera entrar en él y entrometerse con los seres de dos filos.

Pronto se reunieron multitudes para mirar a la tropa phagor a través del río. Esas criaturas disciplinadas, de aspecto plácido, eran muy distintas de aquellas que en la imaginación popular cabalgaban como dioses sobre grandes bestias de color herrumbre, y como ellos volaban sembrando la destrucción entre los hombres. Esos jinetes de las tormentas de nieve tenían poco en común con las bestias que marchaban con paso disciplinado por el parque.

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