«La música es el lenguaje creativo de los que son artistas y melómanos , el medio de expresión de su vida interior. En los tiempos difíciles, aporta el alivio a quien la escucha y lo anima en los tiempos de grandeza y de combate. Pero la música es, por encima de todo, la mayor expresión de la producción cultural de la raza alemana. En este sentido, el festival de música de Praga es una contribución a la excelencia del presente, concebido como el fundamento de una vida musical vigorosa en esta región situada en el corazón del Reich por todos los años venideros.»
Heydrich no escribe tan bien como toca el violín, pero le trae sin cuidado, ya que la música es el verdadero lenguaje de las almas artísticas.
La programación es excepcional. Ha hecho venir a los más grandes músicos para interpretar la música alemana. Beethoven, Haendel, Mozart también, sin duda, y, por una vez, se les ha escapado Wagner esa noche (aunque no estoy seguro de ello, porque no he podido conseguir el programa completo). Pero cuando se alzan las notas del concierto para piano en
do
menor de Bruno Heydrich, su padre, tocadas por los antiguos alumnos del conservatorio de Halle, acompañados por un célebre pianista virtuoso llegado expresamente, es cuando Heydrich, dejando que la música fluya por él como una onda bienhechora, debe conocer ese sentimiento de apoteosis. Tengo curiosidad por escuchar esa pieza. Mientras Heydrich aplaude, al acabar, puedo leer en su rostro la orgullosa ensoñación de los grandes egocéntricos megalómanos. Heydrich disfruta su triunfo personal a través de este póstumo de su padre. Pero triunfo y apoteosis no son exactamente la misma cosa.
Gabčík ha vuelto. Ni él ni Kubiš fuman en el piso, para no molestar a la valiente familia Ogoun que los acoge, y para no levantar las sospechas de los vecinos.
Por la ventana, se puede ver la silueta del Castillo perfilada en la noche. Kubiš, absorto en la contemplación de su masa imponente, piensa en voz alta: «Me pregunto qué pasará mañana, a esta misma hora…» La señora Ogounová pregunta: «¿Y qué debería pasar?» Quien le responde es Gabčík: «Pues nada, señora.»
La mañana del 27 de mayo, Gabčík y Kubiš se disponen a partir más temprano de lo habitual. El hijo de la familia Ogoun que les hospeda repasa por última vez sus exámenes, ya que hoy es el día de la prueba de bachillerato, y está muy nervioso. Kubiš le dice: «Tranquilízate, Luboš, aprobarás, debes aprobar. Y esta noche haremos todos una fiesta juntos por tu éxito…»
Heydrich, según su costumbre, ha tomado su desayuno mientras consultaba los periódicos del día que le traen de Praga todas las mañanas al amanecer. A las nueve, su Mercedes negro o verde oscuro ya ha llegado, conducido por su chófer, un gigantesco SS de casi dos metros que responde al nombre de Klein. Pero esta mañana lo ha hecho esperar. Ha jugado un poco con sus hijos (me pregunto a qué podría parecerse la escena de Heydrich jugando con sus hijos) y ha dado un paseo con su mujer por los amplios jardines de su propiedad. Lina ha debido de entretenerlo con las obras que están en marcha. Unos fresnos que hay que cortar, por lo visto, y el proyecto de plantar árboles frutales en su lugar. Pero me pregunto si Ivanov no se lo habrá inventado. Según él, la más pequeña, Silke, le habría dicho a su papá que un tal Herbert, desconocido en el batallón, la había enseñado a cargar un revólver. Y, sin embargo, ella tiene tres años. Aunque, bueno, en esos tiempos turbulentos ya nada me debería de sorprender.
Estamos en la mañana del 27 de mayo, aniversario de la muerte de Joseph Roth, fallecido por alcoholismo y tristeza tres años antes en París, observador feroz y visionario del régimen nazi en sus días de ascenso, que escribía, en 1934: «¡Qué hormigueo en este mundo, una hora antes de su fin!»
Dos hombres suben a un tranvía diciéndose que puede que ése sea su último viaje, mientras miran ávidamente las calles de Praga desfilar por la ventanilla. Habrían podido, en cambio, optar por no ver nada, hacer el vacío en ellos, buscar su concentración abstrayéndose del mundo exterior, pero lo dudo mucho. Estar al acecho se ha convertido, desde hace tiempo, en una segunda naturaleza. Al subir al tranvía, verifican maquinalmente el comportamiento de todos los pasajeros masculinos: quién sube y quién baja, quién se pone delante de cada puerta, pueden incluso decir instantáneamente quién habla alemán, aunque esté en la otra punta del vagón. Saben qué vehículo precede al tranvía, qué vehículo lo sigue, a qué distancia, se fijan en el sidecar de la Wehrmacht que dobla por la derecha, echan una ojeada a la patrulla que sube por la acera, observan las dos gabardinas de cuero que rondan por delante del edificio de enfrente (ok, ya me paro). También Gabčík lleva una gabardina, incluso aunque brille el sol, pero todavía hace demasiado fresco a esas horas como para llamar la atención. O en tal caso, la lleva del brazo. Él y Kubiš se han puesto elegantes para el gran día, por así decir. Y los dos estrechan contra su costado una pesada cartera.
Se bajan en alguna parte de Žižkov (pronúnciese «Jijkof»), el barrio que lleva el nombre del legendario Jan Žižka, el más grande y más feroz general husita, el tuerto, el ciego que supo plantar cara durante catorce años a los ejércitos del Sacro Imperio Romano Germánico, el jefe taborita que hizo descargar la ira del cielo sobre todos los enemigos de Bohemia. Una vez allí, van a casa de un contacto para recuperar sus vehículos: dos bicis, en las que se montan. Una de las dos pertenece a la tía Moravcová. De camino a Holešovice, se paran a saludar a otra dama de la resistencia, otra madre postiza que también los ha escondido y que les hacía pasteles, una tal señora Khodlová, a la que quieren dar las gracias. ¿No habréis venido a despediros, verdad? Claro que no, mami, pasaremos pronto a verla, tal vez hoy mismo, ¿estará en su casa? Por supuesto, venid luego…
Cuando por fin llegan, Valčík ya está allí. Quizá esté también un cuarto paracaidista, el teniente Opálka, de «Out Distance», que ha ido a echarles una mano, pero su papel nunca ha quedado muy claro, ni siquiera su presencia ha sido constatada realmente, así que me atendré sólo a lo que me consta. Aún no son las nueve, y los tres hombres, después de una breve discusión, ocupan sus puestos.
Van a dar las diez y Heydrich todavía no ha salido para su trabajo. Esa misma tarde ha de volar hasta Berlín, donde tiene cita con Hitler. Tal vez le suponga un especial cuidado preparar esa cita. Burócrata meticuloso, no deja de verificar por última vez los documentos que lleva en su cartera. Por fin a las diez en punto Heydrich ocupa su sitio en el asiento delantero del Mercedes. Klein arranca, las verjas del castillo se abren, los centinelas, con el brazo tendido, saludan al paso del protector, y el Mercedes descapotable se lanza a la carretera.
Mientras el Mercedes de Heydrich serpentea por el hilo anudado de su destino, mientras los tres paracaidistas están ansiosos al acecho, con los cinco sentidos en guardia, en la curva de la muerte, yo releo la historia de Jan Žižka, contada por George Sand en una obra poco conocida titulada
Jean Žižka
. Y una vez más me dejo distraer. Veo al feroz general reinar desde su montaña, ciego, con el cráneo afeitado y los bigotes trenzados al estilo galo cayéndole sobre su torso como lianas. A los pies de su improvisada fortaleza, el ejército imperial de Segismundo, dispuesto a asaltarla. Los combates, las masacres, los botines de guerra, los sitios, todo eso desfila ante mis ojos. Žižka era chambelán del rey de Praga. Dicen que se lanzó a la guerra contra la Iglesia católica por odio a los sacerdotes, porque un sacerdote había violado a su hermana. Es la época de las primeras famosas defenestraciones de Praga. No saben aún que en el hogar de Bohemia van a abrazar por más de un siglo las terribles guerras de religión, y que de las cenizas de Jan Hus va a emerger el protestantismo. Aprendo que la palabra «pistola» viene del checo
píšt’ala
. Aprendo que fue Žižka quien prácticamente inventó los combates de blindados, organizando unos batallones de carros armados pesadamente. Se cuenta que Žižka encontró al violador de su hermana y que lo castigó con enorme dureza. También se dice que Žižka es uno de los más grandes jefes guerreros de cuantos han existido, porque jamás conoció la derrota. Me disperso. Leo todas estas cosas que me alejan de la curva. Y entonces doy con esta frase de George Sand: «Pobres trabajadores o lisiados, siempre vuestra lucha es contra quienes persisten en deciros: “Trabajad mucho para vivir peor.”» ¡Más que una invitación a la digresión es una auténtica provocación! Pero concentrado en mi objetivo, no voy a distraerme más de aquí en adelante. Un Mercedes negro va a toda velocidad como una serpiente por la carretera, ya lo veo.
Heydrich se retrasa. Son ya las diez. La hora punta ha pasado y la presencia de Gabčík y Kubiš en la acera de Holešovice se hace más notoria. En 1942, en cualquier lugar de Europa, dos hombres solos quietos demasiado tiempo en un mismo lugar se vuelven enseguida sospechosos.
Estoy seguro de que ellos están seguros de que todo se ha ido al garete. Cada minuto que pasa los expone al riesgo de hacerse notar y detener por una patrulla. Pero siguen esperando. Hace más de una hora que el Mercedes debería haber pasado. Según los horarios marcados por el carpintero, Heydrich no ha llegado jamás al Castillo después de las diez. Todo hace creer que ya no vendrá. Ha podido cambiar de trayecto, o bien irse directamente al aeropuerto. Tal vez ha volado para siempre.
Kubiš está apoyado en una farola, en la parte interior de la curva. Gabčík, al otro lado del cruce, pone cara de esperar el tranvía. Después de ver pasar una buena docena ha perdido la cuenta. El flujo de trabajadores checos decrece progresivamente. Los dos hombres están cada vez más terriblemente solos. Los ruidos de la ciudad se van apagando poco a poco y la tranquilidad que se apodera de la curva resuena como el eco irónico del fracaso de su misión. Heydrich no se ha retrasado jamás. Ya no vendrá.
Pero no he escrito este libro hasta aquí, por supuesto, para que Heydrich no venga.
A las 10:30, de repente, los dos hombres son sacudidos por el rayo, o más bien por el sol que desde lo alto de la colina se refleja en el pequeño espejo que Valčík ha sacado del bolsillo. Es la señal. Por tanto, es que llega. Allí está. Dentro de unos segundos estará ahí. Gabčík cruza corriendo la carretera y viene a apostarse a la salida de la curva, ocultado por ella hasta el último momento. Por el contrario, Kubiš, más adelantado (salvo si realmente está colocado detrás de Gabčík, como afirman algunas reconstrucciones de los hechos, pero me parece menos probable), no puede ver que el Mercedes que se perfila en el horizonte no lleva escolta. Apostaría a que ni lo ha pensado. Por fuerza, en ese instante sólo existe una idea que ocupa todo su cerebro en ebullición: dar en la diana. Pero percibe sin duda alguna el ruido característico de un tranvía que llega por su espalda.
De pronto surge el Mercedes. Como era de prever, frena. Pero como era de temer, en el peor momento se cruza con él un tranvía lleno de civiles: en el instante preciso en que se va a poner a la altura de Gabčík. Peor para todos. El riesgo de exponer a los civiles ha sido evaluado y han decidido correrlo. Gabčík y Kubiš son unos Justos menos escrupulosos que los de Camus, pero quizá porque su existencia se inscribe más allá o más acá de meros caracteres negros formando líneas sobre el papel.
Usted es fuerte, poderoso, está encantado consigo mismo. Ha matado a gente, y va a matar a mucha más todavía. Todo lo consigue. Nada se le resiste. En el espacio de apenas diez años, se ha convertido en «el hombre más peligroso del Tercer Reich». Nadie se ríe de usted. Ya no le llaman «la cabra», sino «la bestia rubia»: es innegable que ha cambiado de categoría en la escala de las especies animales. Hoy, todo el mundo le teme, incluso su propio jefe, que es un pequeño hámster con gafas, aunque también él sea muy peligroso.
Va usted acomodado en el asiento de su Mercedes descapotable y el viento azota su rostro. Va a su despacho, a su despacho en el castillo. Vive usted en un país en el que todos los habitantes son súbditos suyos, tiene derecho sobre la vida y la muerte de cada uno de ellos. Si así lo decidiera, podría usted matarlos a todos, hasta el último. Por otra parte, es tal vez lo que les espera.
Pero ya no estará usted aquí para verlo, porque otras aventuras lo reclaman. Tiene nuevos retos que afrontar. Dentro de poco, tendrá usted que volar y abandonar su reino. Había venido a instaurar de nuevo el orden en este país y ha cumplido brillantemente con su cometido. Ha doblado el espinazo de todo un pueblo, ha dirigido el Protectorado con mano férrea, ha hecho política, ha gobernado, ha reinado. Dejará usted a su sucesor la pesada tarea de perpetuar su herencia, a saber: impedir cualquier resurgimiento de la Resistencia que usted ha destrozado; mantener todo el aparato de producción checo al servicio del esfuerzo de guerra alemán; proseguir el proceso de germanización que usted ha puesto en marcha y cuyo procedimiento ha definido perfectamente.
Al pensar tanto en su pasado como en su futuro, le ha invadido un inmenso sentimiento de autosatisfacción. Aprieta su cartera de cuero entre sus rodillas. Piensa en Halle, en la marina, en la Francia que lo espera, en los judíos que van a morir, en este Reich inmortal cuyas bases usted ha hecho más sólidas y cuyas raíces ha enterrado más hondas. Pero olvida usted el presente. ¿Tan embotado está su instinto policial por las ensoñaciones que atraviesan su cerebro mientras el Mercedes corre a toda velocidad? No está viendo en ese hombre que lleva una gabardina bajo el brazo debido al caluroso día de primavera y que cruza por delante de usted la imagen de su presente que lo alcanza.
¿Qué hace ese imbécil?
Se para en mitad de la carretera.
Hace un cuarto de giro sobre sí mismo para ponerse de cara al coche.
Se cruza con su mirada.
Aparta la gabardina.
Deja al descubierto un arma automática.
Encañona el arma hacia usted.
Apunta.
Y dispara.
Dispara y no pasa nada. No sé cómo evitar los efectos fáciles. No pasa nada. El gatillo se atasca o, al contrario, se hunde suavemente y percute en vacío. Meses de preparación para que al final la Sten, esa mierda inglesa, se encasquille. Heydrich ahí, a quemarropa, a su merced, y el arma de Gabčík no funciona. Aprieta el gatillo y la Sten, en lugar de escupir balas, se calla. Los dedos de Gabčík se crispan sobre el tallo de metal inútil.