HHhH (38 page)

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Authors: Laurent Binet

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: HHhH
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De vuelta en el salón, el comisario pregunta dónde está la mujer. El traductor se lo explica. El alemán comprende enseguida. Loco de rabia, se abalanza al cuarto de baño y derriba la puerta con un golpe del hombro. La señora Moravcová está todavía de pie, tiene una sonrisa en los labios. Luego se desploma. «
Wasser!
», grita el comisario. Sus hombres llevan agua y tratan desesperadamente de reanimarla, pero ya está muerta.

Sin embargo, su marido todavía vive. Y su hijo todavía vive. Ata ve a los hombres de la Gestapo transportar el cuerpo de su madre. El comisario se acerca a él sonriendo. Ata y su padre son detenidos y llevados en pijama.

249

Desde luego, son atrozmente torturados. Al parecer, les llevaron la cabeza de su madre flotando en un tarro de cristal. «Ves esta caja, Ata…» Las palabras de Valčík le han venido seguramente a la memoria. Pero una caja no tiene madre.

250

Finalmente, soy Gabčík. Como se suele decir, habito mi personaje. Me veo caminando del brazo de Libena por la Praga liberada, la gente ríe y habla en checo y me ofrecen cigarrillos. Nos hemos casado, ella espera un niño, me han ascendido a capitán, el presidente Beneš vela por la Checoslovaquia reunificada, Jan viene a vernos con Anna al volante de un Škoda último grito, lleva su gorra ladeada, vamos a beber una cerveza en una
kavárna
a la orilla del río y fumar cigarrillos ingleses, reímos a carcajadas recordando los tiempos en que nos tocó luchar. ¿Te acuerdas de la cripta? ¡Qué frío hacía allí! Es un domingo, a la ribera del río, abrazo a mi mujer, Josef viene a unirse a nosotros, y Opálka con su novia de Moravia de la que tanto nos ha hablado, y también están los Moravec, y el coronel que me ofrece un puro, y Beneš, que nos trae unas salchichas y regala flores a las chicas, quiere dar un discurso en nuestro honor, Jan y yo protestamos, no, no, más discursos no, Libena ríe, me pincha con cariño, me llama su héroe y Beneš comienza su discurso en la iglesia de Vyšehrad, hace fresco, voy vestido de novio, oigo a la gente que entra en la iglesia detrás de mí, oigo a la gente y a Nezval que recita un poema, una historia de judíos, del Golem, de Fausto en la plaza Carlos, con unas llaves de oro y los letreros de la calle Nerudova, y unos números en una pared que son los de mi fecha de nacimiento antes de que el aire se los lleve…

No sé qué hora puede ser.

No soy Gabčík y nunca lo seré. Me resisto in extremis a la tentación del monólogo interior y, al hacerlo, quizá me libre del ridículo en esos instantes decisivos. La gravedad de la situación no constituye una excusa, sé muy bien la hora que es y estoy completamente despierto.

Son las 4. No consigo dormir en los nichos de piedra reservados a los monjes fallecidos de la iglesia de San Cirilo y San Metodio.

En la calle, unas formas negras empiezan su ballet furtivo, con la diferencia de que ya no estamos en Lidice sino en el corazón de Praga. Ya es demasiado tarde para lamentarse de nada. Los camiones entoldados llegan por todas las direcciones, dibujando los brazos de una estrella cuyo núcleo central sería la iglesia. Si tuviéramos una pantalla de vigilancia veríamos las estelas luminosas de los vehículos converger lentamente hacia el objetivo pero detenerse antes de llegar a juntarse en él. Los dos principales puntos de estacionamiento son las orillas del Vltava y la plaza Carlos, en los dos extremos de la calle Resslova. Se apagan los faros y los motores. De debajo de los toldos surgen las tropas de asalto. En cada puerta cochera y en cada sumidero se aposta un SS. Se instalan ametralladoras pesadas sobre los tejados. La noche, prudentemente, se retira. Las primeras luces del alba han empezado a blanquear el cielo porque la hora de verano no ha sido inventada todavía y Praga, aunque ligeramente más al oeste que Viena, por ejemplo, está lo suficientemente al este como para que la frialdad de las mañanas claras la saque muy pronto de su sueño. La manzana de casas está ya rodeada cuando llega el comisario Pannwitz escoltado por un pequeño grupo de agentes. El intérprete que lo acompaña aspira el buen olor difuminado por los parterres de flores de la plaza Carlos (debe de ser muy buen intérprete, para que esté ahí todavía después de haber dejado ir al baño a la señora Moravec para suicidarse). El comisario Pannwitz está encargado del acordonamiento y la detención; es un honor pero también una enorme responsabilidad: bajo ningún concepto puede repetirse el fiasco del 28 de mayo en aquel prostíbulo inverosímil, en el que por fortuna él se mantuvo al margen. Si todo va bien, será el coronamiento de su carrera; si la operación no se salda con el arresto o la muerte de los terroristas, seguro que tendrá serios problemas. En esta historia, todo el mundo apuesta fuerte, incluso por la parte alemana, en la que la ausencia de resultados se convierte fácilmente en sabotaje a los ojos de los superiores, sobre todo si se trata de disimular sus propios errores o de aplacar su sed de víctimas (aquí los dos factores operan conjuntamente). Chivos expiatorios cueste lo que cueste, tal habría podido ser la divisa del Reich; tampoco Pannwitz escatima esfuerzos para quedar del lado bueno de la barrera, obviamente. Es un poli profesional que procede con método. Ha dado instrucciones extremadamente estrictas a sus hombres. Silencio absoluto. Varios cordones de seguridad. Estrechísimo cerco a todo el barrio. Que nadie dispare sin su autorización. Los necesitamos vivos. No les perdonarán nunca que los maten, porque un enemigo capturado vivo es la promesa de diez nuevas detenciones. Los muertos no hablan. Aunque, en cierto modo, el cadáver de la Moravcová ha sabido hallar las palabras. ¿Se ríe Pannwitz en su interior? Ahora que va a detener por fin a los asesinos de Heydrich que han puesto en ridículo a todos los policías del Reich, debe de sentir por lo menos cierto nerviosismo. Después de todo, ignora lo que le aguarda allí dentro. Prudentemente, envía a un hombre para que le abran la sacristía. Nadie puede saber en esos instantes que el silencio que cubre Praga vive sus últimos minutos. El agente llama. Transcurre un largo momento. Luego los goznes acaban por girar. Un sacristán adormilado aparece en el marco de la puerta. Es golpeado y esposado antes de que pueda abrir la boca. Hay que explicarle, no obstante, el motivo de esta visita matinal. Desean ver la iglesia. El intérprete traduce. El grupo atraviesa un pasillo, le obliga a abrir una segunda puerta y penetra en la nave. Los hombres de negro se despliegan como arañas, con la diferencia de que no suben por las paredes, pero el eco de sus pasos resuena rebotando por los altos lienzos de piedra. Buscan por todas partes pero no encuentran a nadie. Sólo queda explorar la galería superior de la nave. Pannwitz repara en una escalera de caracol que hay detrás de una reja cerrada con llave. Le pide la llave al sacristán que jura no tenerla. Pannwitz hace saltar la cerradura a culatazos. Cuando se abre la reja, un objeto esférico aunque ligeramente oblongo rueda por la escalera, y mientras oye su entrechocar metálico por los peldaños, Pannwitz lo comprende todo, estoy seguro. Comprende que acaba de descubrir la guarida de los paracaidistas, que se han refugiado en la cámara del coro, que están armados y que no van a entregarse. La granada explota. Una nube de humo se apodera de la iglesia. Simultáneamente, unas Sten entran en acción. Uno de los agentes, el más activo de todos después del intérprete, lanza un grito. Pannwitz da inmediatamente la orden de replegarse pero sus hombres, ciegos o desorientados, echan a correr y a disparar en todos los sentidos, en medio de un fuego cruzado de arriba abajo. La batalla de la iglesia acaba de comenzar. Es obvio que los visitantes no estaban preparados. Quizá creyeran que sería algo fácil por estar acostumbrados a que sólo el olor a cuero de sus gabardinas baste para petrificar a cualquiera. El factor sorpresa ha sido favorable a los defensores. Bien que mal, la Gestapo reúne a sus heridos y consigue evacuarlos. Los disparos cesan por ambas partes. Pannwitz va a buscar un escuadrón de SS que lanza al asalto y que recibe la misma acogida. En lo alto, los invisibles tiradores hacen bien su trabajo. Perfectamente posicionados para cubrir todos los ángulos de la nave, se toman su tiempo, apuntan con cuidado, disparan con parsimonia y aciertan con frecuencia. Cada ráfaga provoca gritos del invasor. La estrecha e incómoda escalera hace de la galería un lugar tan poco accesible como la más sólida barricada. El asalto se salda con una segunda retirada. Pannwitz comprende que es ilusorio pretender cogerlos vivos. Para añadir más caos al ambiente, alguien ordena abrir fuego a las ametralladoras apostadas en el tejado de enfrente. Las MG42 vacían sus cargadores contra las vidrieras que saltan en mil pedazos.

En la galería, tres hombres son duchados por una lluvia de vidrios de colores, sólo tres: Kubiš, de «Antropoide», Opálka, de «Out Distance», y Bublík, de «Bioscope». Saben exactamente lo que tienen que hacer: atrancar el acceso a la escalera (Opálka es quien se sitúa ahí), economizar las municiones, cruzar los tiros y matar a todos los que puedan. Fuera, los asaltantes entran en una dinámica febril. Cuando las ametralladoras callan, afluyen por oleadas al asalto dentro de la nave. Se oye a Pannwitz gritar: «
Attacke! Attacke!
» Cortas ráfagas inteligentemente distribuidas bastan para rechazarlos. Los alemanes se precipitan en la iglesia y vuelven a salir lloriqueando como críos. Entre dos oleadas, las ametralladoras alemanas tabletean largas y contundentes ráfagas que carcomen la piedra y destrozan todo lo demás. Cuando tienen la palabra las pesadas ametralladoras, Kubiš y sus dos compañeros no están en condiciones de replicar y no tienen más remedio que dejar pasar la tormenta protegiéndose lo mejor que puedan detrás de unas columnas. Por fortuna para ellos, los asaltantes tampoco pueden exponerse a esos disparos de cobertura, de manera que la acción de las MG42 neutraliza tanto el ataque como la defensa. La situación es muy precaria para los tres paracaidistas, pero pasan los minutos, éstos se hacen horas y ellos siguen aguantando.

Seguro que cuando Karl Hermann Frank llega allí, se pensaba ingenuamente que todo habría terminado ya, pero en vez de eso descubre con estupefacción el increíble caos que reina en la calle y a Pannwitz sudando bajo su ropa de civil y su corbata demasiado apretada. «
Attacke! Attacke!
» Las oleadas de asalto se estrellan una tras otra. La cara de los heridos sólo expresa alivio cuando se les saca de ese infierno para llevarlos al centro de socorro. En cambio el semblante de Frank es de enorme contrariedad. El cielo está azul, hace muy bueno, pero el atronar de las armas ha debido de despertar a toda la población. A saber qué se dirá por la ciudad. Todo esto no pinta bien. Como ha sucedido siempre siglo tras siglo, en situaciones de crisis el jefe insulta hasta la saciedad al subordinado. Exige que se neutralice a los terroristas como sea. Una hora más tarde, las balas siguen silbando por todos lados. Pannwitz insiste con mayor excitación: «
Attacke! Attacke
!» Pero los SS han comprendido que no tomarán jamás la escalera mientras no cambien de táctica. Hay que limpiar el nido desde abajo. Tiros de cobertura, asaltos, tiroteos, lanzamiento de granadas hasta que alguien más diestro o con más suerte dé en el blanco. Después de tres horas de enfrentamientos, una serie de explosiones revientan las bovedillas del coro y se hace el silencio por fin. Durante largos minutos, nadie se atreve a moverse. Finalmente, deciden ir a ver qué ha ocurrido allá arriba. El soldado designado para subir por la escalera espera con resignación no exenta de ansiedad la ráfaga que va a dejarlo tieso, pero ésta no llega. Se introduce en la galería. Cuando el humo se disipa, descubre tres cuerpos inmóviles. Uno es ya cadáver y dos están heridos pero inconscientes. Opálka ha muerto pero Bublík y Kubiš todavía respiran. Informado al punto, Pannwitz llama a una ambulancia. La ocasión es inesperada, hay que salvar a estos hombres para poder interrogarlos. Uno de ellos tiene las piernas rotas, el otro no está mucho mejor. La ambulancia vuela por las calles de Praga con la sirena puesta. Pero cuando llega al hospital, Bublík ha muerto. Veinte minutos más tarde, Kubiš sucumbe a sus heridas.

Kubiš ha muerto. Me apena tener que escribir esto. Me habría gustado mucho conocerlo. Habría deseado poder salvarlo. Parece ser que al final de la galería había, según los testimonios, una puerta condenada que comunicaba con los edificios vecinos y que habría podido permitir escapar a los tres hombres. ¡Por qué no la utilizaron! La Historia es la única verdadera fatalidad: se la puede releer en todos los sentidos pero no se la puede reescribir. Por mucho que yo haga, por mucho que yo diga no resucitaré al bravo Jan Kubiš, al heroico Jan Kubiš, al hombre que mató a Heydrich. No me ha dado ningún placer contar esta escena cuya redacción me ha costado largas y laboriosas semanas. ¿Y todo para qué? Tres páginas de idas y venidas por una iglesia y tres muertos. Kubiš, Opálka y Bublík, muertos como héroes, pero muertos al fin y al cabo. No tengo tiempo de llorar por ellos porque la Historia, esa fatalidad en marcha, nunca se detiene.

Los alemanes rebuscan entre los escombros y no encuentran nada. Depositan el cadáver del tercer hombre sobre la acera y hacen venir a Čurda para la identificación. El traidor baja la cabeza y murmura: «Opálka». Pannwitz se regocija: buena pieza. Supone que los dos hombres que van en la ambulancia son los presuntos autores del atentado, cuyos nombres ha soltado Čurda durante el interrogatorio, Josef Gabčík y Jan Kubiš. Ignora que Gabčík está justo bajo sus pies.

Forzosamente Gabčík ha comprendido que su amigo ha muerto cuando cesaron los disparos, porque nunca se habrían entregado vivos a la Gestapo. Ahora, junto a Valčík y a otros dos camaradas, Jan Hrubý, de «Bioscope», y Jaroslav Švarc, de «Tin», este último enviado por Londres para cometer otro atentado en la persona, esta vez sí, de Emanuel Moravec, el ministro colaboracionista, espera que los alemanes irrumpan en la cripta o se marchen sin desalojarlos.

Sobre ellos, sigue habiendo agitación y siguen sin hallar nada. La iglesia parece haber sido destruida por un temblor de tierra, y la trampilla que da acceso a la cripta está disimulada por una alfombra que a nadie se le ha ocurrido levantar. Cuando no se sabe lo que se busca, evidentemente, toda pesquisa se vuelve ineficaz, eso sin contar que los nervios de los policías y de los soldados han sido puestos a prueba duramente. Todo el mundo comenta que probablemente no haya nada más que hacer allí, la misión ha sido cumplida y Pannwitz va a proponer a Frank levantar el campo. Pero entonces un hombre encuentra algo y se lo lleva a su jefe: una prenda de vestir que ha recogido de un rincón, no sé si es una chaqueta, un jersey, una camisa o unos calcetines. El instinto del policía se pone enseguida alerta. Ignoro cómo decide que esa prenda de vestir no pertenece a ninguno de los tres hombres abatidos en la galería, pero lo cierto es que ordena seguir buscando.

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