Es mediodía, han hecho falta casi ocho horas y ochocientos SS para acabar con siete hombres.
Mi historia toca a su fin y me siento completamente vacío, no sólo vaciado sino vacío. Podría detenerme aquí, pero no, aquí la cosa no funcionaría. La gente que ha participado en esta historia no son personajes, o en todo caso, si han llegado a serlo ha sido por mi culpa, aunque no era mi intención tratarlos como tales. Con gravedad, sin hacer literatura o al menos sin desear hacerla, he de contar lo que fue de quienes, al mediodía del 18 de junio de 1942, todavía seguían vivos.
Cuando miro las noticias de actualidad, cuando leo el periódico, cuando me encuentro con gente, cuando frecuento los círculos de amigos y conocidos, cuando veo cómo cada uno resiste y bandea como puede las sinuosidades absurdas de la vida, me digo a mí mismo que el mundo es ridículo, emocionante y cruel. Algo parecido sucede con este libro: la historia es cruel, los protagonistas emocionantes y yo soy ridículo. Pero estoy en Praga.
Y estoy en Praga, lo presiento, por última vez. Los fantasmas de piedra que pueblan la ciudad me envuelven como siempre con su presencia amenazante, benévola o indiferente. Veo pasar bajo el puente Carlos el cuerpo escultural-evanescente de una joven morena de piel blanca, con un vestido de verano muy ceñido en el vientre y los muslos, el agua brillante en su pecho desnudo y sobre sus senos, como en un cofre abierto, fórmulas mágicas a punto de borrarse. El agua del río lava el corazón de los hombres llevados por la corriente. El cementerio está ya cerrado, como de costumbre. De la calle Liliova me llega el eco de los cascos de un caballo trotando por los adoquines. En los cuentos y leyendas de la vieja Praga de los alquimistas se dice que el Golem volverá cuando la ciudad esté en peligro. El Golem no volvió para proteger a los judíos ni a los checos. El hombre de hierro, paralizado en su maldición secular, no se movió tampoco cuando abrieron Terezín, cuando mataron a la gente, cuando expoliaron, vejaron, torturaron, deportaron, fusilaron, gasearon y ejecutaron de todas las maneras posibles. Cuando Gabčík y Kubiš llegaron, ya era demasiado tarde, el desastre se había producido, sólo cabía la venganza. Ésta fue resplandeciente gracias a ellos, a sus amigos y a su querido pueblo, aunque a un precio muy alto.
Leopold Trepper, jefe de la red «Orquesta Roja», legendaria organización que operaba en Francia, había observado una cosa: cuando un resistente caía en manos del enemigo y le daban la oportunidad de cooperar, podía aceptar o no. Si aceptaba, tenía aún la posibilidad de limitar los daños y decir lo menos posible, tergiversar, dar la información con cuentagotas, ganar tiempo. Es la estrategia que él adoptó cuando lo detuvieron, y es también lo que hizo A54. Pero en ambos casos se trataba de profesionales, espías de muy alto nivel. Trepper había constatado que, en la mayor parte de los casos, el que aceptaba claudicar, aunque hasta entonces hubiera resistido a las peores torturas, en cuanto se desmoronaba, en cuanto había decidido hacerlo, a partir de ese momento —nunca olvidaré su expresión— «se revolcaba en la traición como en el barro». Karel Čurda no se contentó con poner a la Gestapo tras la pista de los autores del atentado, sino que también proporcionó los nombres de todos los contactos que él tenía y de toda la gente que los había ayudado desde su regreso al país.
Vendió
a Gabčík y a Kubiš, pero
regaló
a todos los demás. Por ejemplo, nada le obligaba a mencionar la existencia de «Libuše», la radioemisora. Puso a la Gestapo tras los pasos de los dos últimos supervivientes del grupo de Valčík, «Silver A», el capitán Bartoš y el radiotelegrafista Potůček. La pista lleva hasta Pardubice, donde Bartoš, rodeado, se suicida como sus camaradas después de una persecución a la carrera por la ciudad. En él, desafortunadamente, encuentran un pequeño cuadernillo con un montón de direcciones. Así Pannwitz puede continuar desenrollando el ovillo. El hilo pasa por un pequeñísimo pueblo llamado Ležaky, que se convierte en el Nagasaki de Lidice. El 26 de junio, el radiotelegrafista Potůček, último de los paracaidistas todavía vivo, emite el último despacho de «Libuše»: «El pueblo de Ležaky donde me encontraba con mi aparato emisor ha sido arrasado. La gente que nos había ayudado ha sido arrestada [sólo dos chicas rubias aptas para la germanización sobrevivirán]. Gracias a su apoyo, he podido salvarme y salvar la radio. Ese día, Freda [Bartoš] no estaba en Ležaky. Actualmente, yo no sé dónde está él ni él sabe dónde estoy yo. Pero espero que consigamos encontrarnos. Ahora estoy solo. Próxima emisión, el 28 de junio a las 23 horas.» Vaga por los bosques, es descubierto en otro pueblo, una vez más consigue escaparse abriéndose camino a tiros de revólver, pero acorralado, hambriento, agotado, es capturado finalmente y fusilado el 2 de julio cerca de Pardubice. He dicho que era el último paracaidista pero no es verdad: queda Čurda, el traidor que cobra su dinero, cambia de nombre, se casa con una alemana de pura cepa y se convierte en agente doble a tiempo completo al servicio de sus nuevos amos. Por esa época, A54, el superagente alemán, es enviado a Mauthausen, donde consigue aplazar una y otra vez su ejecución haciendo de Sherezade. Pero no todos tienen tantas historias que contar.
Ata Moravec y su padre, Anna Malinová, la novia de Kubiš, Libena Fafek, la de Gabčík, de diecinueve años, sin duda embarazada, con toda su familia, y los Novák, los Svatoš, los Zelenka, Piskáček, Khodl, casi los olvido, el cura ortodoxo de la iglesia y toda su jerarquía, la gente de Pardubice, todos los que de cerca o de lejos fueron sospechosos de haber ayudado a los paracaidistas son detenidos, deportados, fusilados o gaseados. El maestro de escuela Zelenka tuvo tiempo de masticar su cápsula de cianuro cuando lo iban a detener. Se dice que la señora Nováková, la madre de la chica de la bicicleta, se volvió loca antes de ser llevada a la cámara de gas con sus hijos. Muy pocos consiguieron escapar del cerco, como el portero de los Moravec. Incluso se dice que Mula, el perro que Valčík le había dejado bajo su custodia, fue dejado morir de pena por haber perdido a su amo. Había acompañado a Valčík hasta cuando hacía sus localizaciones. Pero hay que añadir también a todos aquellos que no guardaban ninguna relación con el atentado, rehenes, judíos, prisioneros políticos ejecutados como represalia, pueblos enteros, Anna Maruščcaková y su amante, cuya inocente correspondencia generó la masacre de Lidice, y también las familias de los paracaidistas cuyo único crimen era haberles sido fieles, los Kubiš y los Valčík a la cabeza, todos deportados y gaseados en Mauthausen. Sólo la familia de Gabčík, su padre y sus hermanas, escaparon a la masacre gracias a su nacionalidad eslovaca, ya que Eslovaquia era un Estado satélite pero no un Estado ocupado y para preservar su aparente independencia, no estaba decidida a ejecutar a sus compatriotas, ni siquiera para complacer a su amenazante aliado. Todo esto arroja un total de miles de personas que perecieron como consecuencia del atentado. Pero se dice que quienes fueron juzgados por haber ayudado o apoyado a los paracaidistas declararon valientemente, a la cara a los nazis que los juzgaban, que no se arrepentían de nada y que se sentían muy orgullosos de morir por su país. Los Moravec no traicionaron a su portero. Los Fafek no traicionaron a la familia Ogoun, que sobrevivió igualmente. Esto es más o menos lo que yo quería decir sobre esos hombres y esas mujeres de buena voluntad, y no quería olvidarme de decirlo, con toda mi torpeza, con toda mi inherente torpeza para los homenajes o las condolencias.
Hoy Gabčík, Kubiš y Valčík son héroes de su país, donde su memoria se celebra con regularidad. Cada uno de ellos tiene una calle con su nombre en las cercanías del lugar del atentado, y existe en Eslovaquia un pueblecito llamado Gabčíkovo. Incluso fueron ascendidos a título póstumo (creo que actualmente son capitanes). Quienes los ayudaron directa o indirectamente no son tan conocidos y, agotado por el desordenado esfuerzo con que he tratado de rendir homenaje a todas esas personas, me estremezco de culpabilidad al imaginar los cientos, los miles que he dejado morir en el anonimato, pero quiero pensar que la gente existe aunque no se hable de ella.
El homenaje más justo que los nazis rindieron a la memoria de Heydrich no fue el discurso pronunciado por Hitler en los funerales de su celoso servidor sino probablemente éste: en julio de 1942 comienza el programa de exterminio de todos los judíos de Polonia, con la apertura de Belzec, Sobibor y Treblinka. De julio de 1942 a octubre de 1943, más de dos millones de judíos y cerca de 50.000 gitanos van a morir como resultado de ese programa. El nombre en clave dado al programa es
Aktion Reinhard
.
¿En qué piensa este trabajador checo al volante de su furgoneta esta mañana de octubre de 1943? Circula por las calles sinuosas de Praga con un cigarrillo en los labios y seguro que su cabeza está rebosante de preocupaciones. Oye cómo se bambolea su carga en la parte de atrás, unas jaulas o cajas de madera que se deslizan y golpean en las paredes del vehículo en cada curva. Retrasado o apremiado por las ganas de acabar su faena para ir a beber un vaso con sus camaradas, circula muy rápido sobre el pésimo alquitrán cuarteado por la nieve. No ve la pequeña silueta rubia que corre por la acera. Cuando ésta se precipita en la carretera tan repentinamente como sólo los niños son capaces de hacer, él frena pero ya es demasiado tarde. La furgoneta golpea al niño, que rueda por el arcén. El conductor no sabe todavía que acaba de matar al pequeño Klaus, el primogénito de Reinhard y Lina Heydrich, ni que va a ser deportado por ese fatal momento de descuido.
Paul Tümmel, alias René, alias Karl, alias A54, ha podido sobrevivir en Terezín hasta abril del 45. Pero ahora que los Aliados están a las puertas de Praga, los nazis evacuan el país y no desean dejar testigos molestos detrás de ellos. Cuando vienen a buscarlo para ser fusilado, Paul Tümmel le pide a su compañero de celda que le transmita sus mejores saludos al coronel Moravec, si tiene ocasión. Y añade este mensaje: «Fue un auténtico placer trabajar con los servicios de información checoslovacos. Lamento que deba terminar de este modo. Mi consuelo es que todo esto no habrá sido en vano.» El mensaje llegará a su destino.
—¿Cómo ha sido capaz de traicionar a sus camaradas?
—Pienso que usted habría hecho lo mismo por un millón de marcos, Su Señoría.
Arrestado por la Resistencia cerca de Pilsen durante los últimos días de la guerra, Karel Čurda fue juzgado y condenado a muerte. Se le ahorcó en 1947. Subió al cadalso diciéndole al verdugo bromas obscenas.
Mi historia se ha acabado y mi libro debería hacerlo también, pero descubro que es imposible terminar una historia semejante. Una vez más, mi padre me llama para leerme un texto que ha copiado en el museo del Hombre, de donde salía de ver una exposición sobre Germaine Tillion, antropóloga y resistente, deportada a Ravensbrück y recientemente fallecida. El texto decía así:
Los experimentos de vivisección en 74 jóvenes reclusos constituyen una de las más siniestras particularidades de Ravensbrück. Los experimentos, realizados entre agosto del 42 y agosto del 43, consistían en operaciones muy mutiladoras con la intención de reproducir las heridas que habían costado la vida a Reinhard Heydrich, el
gauleiter
de Checoslovaquia. El profesor Gerhardt, al no haber podido salvarlo de una gangrena gaseosa, deseaba probar si con el empleo de sulfamidas habría cambiado algo. Inoculó por tanto, con toda intención, gérmenes infecciosos en algunas jóvenes, muchas de las cuales murieron.
Paso por alto lo que conozco («gauleiter», «Checoslovaquia», «gangrena gaseosa»…). Sé, no obstante, que esta historia no acabará nunca verdaderamente para mí, que seguiré siempre aprendiendo cosas nuevas relacionadas con aquel asunto, con la extraordinaria historia del atentado organizado contra Heydrich el 27 de mayo de 1942 por unos paracaidistas checoslovacos venidos de Londres. «Sobre todo, no traten de ser exhaustivos», decía Barthes. He aquí una recomendación que se me había olvidado por completo…
Un buque con el armazón oxidado navega por el Báltico como un poema de Nezval. Detrás de él, Josef Gabčík deja las sombrías costas de Polonia y algunos meses colgado por las callejuelas de Cracovia. Con él, otros fantasmas del ejército checoslovaco han conseguido por fin embarcarse para Francia. Caminan a bordo fatigados, inquietos, inseguros, pero felices ante la perspectiva de combatir de una vez contra el invasor, sin saber nada todavía de la Legión Extranjera, Argelia, la campaña francesa o la niebla de Londres. Por las estrechas crujías, se bambolean torpemente en busca de un camarote, de un cigarrillo o de un conocido. Gabčík, acodado en la borda, mira el mar, tan extraño para los que vienen de un país enclavado como el suyo. Pero su mirada no se dirige hacia el horizonte, demasiado fácil representación simbólica de su futuro, sino hacia la línea de flotación del navío, allí donde el vaivén estrella las olas contra el casco y luego las aparta, y luego las estrella de nuevo, en un movimiento de balancín hipnótico y engañoso. «¿Tienes fuego, camarada?» Gabčík reconoce el acento moravo. Ilumina con su encendedor el rostro del compatriota. Un hoyuelo en el mentón, labios gruesos listos para fumar, y en los ojos, es sorprendente, un poco de la bondad del mundo. «Me llamo Jan», dice él. Una voluta se dispersa por el aire. Gabčík sonríe sin responder. Ya tendrán tiempo, durante la travesía, de presentarse. Otras sombras se mezclan con las sombras de los soldados de civil que pululan por el barco, viejos desorientados, damas solitarias de mirada perdida, niños obedientes que llevan a su hermanito de la mano. En el puente, una joven que se parece a Natacha se sujeta a la borda con las manos mientras su pierna doblada juguetea con el dobladillo de la falda, y también yo, sí, quizá también yo esté ahí con ella.
[1]
Algunos pretenden que «comer la alfombra» es una expresión comparable en alemán a la francesa de «comerse su sombrero», y que las expresiones extranjeras equivalentes, en esa época, no acertaron a comprender el verdadero sentido de la frase, lo que le valió a Hitler ser recompensado con esa leyenda burlesca. Sin embargo, me he informado bien y no he encontrado por ninguna parte el menor rastro de esa expresión idiomática.
<<