«De parte del presidente. Soy muy feliz porque han conseguido mantener el contacto. Se lo agradezco sinceramente. Constato su absoluta determinación y la de sus amigos. Lo que me demuestra que la nación entera se solidariza. Puedo asegurarles que esto dará sus frutos. Los acontecimientos de Praga tienen un gran impacto aquí y contribuyen mucho al reconocimiento de la resistencia del pueblo checo.»
Pero Beneš no sabe que lo mejor está por llegar. Y también lo peor.
Anna Maruščáková es una joven y bonita obrera a la que han despedido hoy de su trabajo. Por eso, cuando el correo de la tarde trae una carta dirigida a ella, el director de la fábrica, sin ningún miramiento, la abre y la lee:
Querida Ania,
Perdona que te escriba con tanto retraso, pero espero que lo comprenderás, pues sabes que tengo mu chas preocupaciones. Lo que quería hacer, ya lo he hecho. Cuando pasó lo del día fatal, yo dormí en čabárna. Voy bien, pasaré a verte esta semana, y luego no nos volveremos a ver nunca más.
MILAN
El dueño de la fábrica es un simpatizante nazi, o quizá no, quizá sólo es un individuo habitado por esa mentalidad innoble que siempre abunda por todas partes y se encuentra tan a sus anchas en los países ocupados. Decide que tal vez haya algo sospechoso y remite la carta a quien corresponda. En la Gestapo, la investigación está tan atascada que buscan cualquier hueso que roer. Tratan esa historia con una diligencia mucho mayor que la de los otros tres mil arrestos que no han conducido a nada serio, y descubren enseguida que se trata de un asunto amoroso: el autor de la carta es un joven casado que sin duda desea poner término a una relación extraconyugal. Los detalles de la historia no están muy claros, pero ciertamente algunas frases de la carta pueden prestarse a equívoco. Quizá incluso ese hombre quisiera dar a entender con medias palabras un alistamiento imaginario en la Resistencia, con el fin de impresionar a su amante, o tal vez pretendiera simplemente crear un clima de misterio para romper sin tener que justificarse. Sea como fuere, no tenía nada que ver, ni por asomo, con Gabčík, Kubiš y sus amigos. Ellos jamás han oído hablar de él y él jamás ha oído hablar de ellos. Pero la Gestapo tiene tan pocas pistas que opta por seguir ésta, que conduce hasta Lidice.
Lidice es un pequeño pueblo apacible y pintoresco de donde proceden dos checos que se enrolaron en la RAF. Eso es todo lo lejos que los alemanes han podido llegar con esa pista. Es evidente incluso para ellos que van tras una pista falsa. Pero la lógica nazi tiene algo de impenetrable. O quizá es más sencillo: cuando patalean, necesitan sangre.
Contemplo mucho tiempo la foto de Anna. La pobre chica posa como para un retrato de Harcourt, aunque se trata de una foto de identidad para su cartilla de trabajo. Cuanto más escruto ese retrato, más bella la encuentro. Se parece un poco a Natacha, de frente alta, boca bien perfilada, con su mismo aire de dulzura y de amor en los ojos, muy ligeramente ensombrecido tal vez por la premonición de una felicidad frustrada.
«Señores, por favor…» Frank y Dalüge se sobresaltan. En el pasillo todo está en perfecto silencio y no sé cuánto tiempo llevan dando vueltas en redondo. Entran en la habitación del hospital conteniendo el aliento. El silencio ahí todavía es más agobiante. Está Lina, hierática, descolorida. Se acercan a la cama con sigilo, como si temieran despertar a una fiera o a una serpiente. Pero el rostro de Heydrich permanece impasible. En el registro del hospital han inscrito como hora del deceso las 4:30; y como causa de la muerte, infección debida a una herida.
«Ya que es la ocasión la que hace no sólo al ladrón sino también al asesino, los comportamientos heroicos consistentes en circular en un coche descubierto y sin blindaje o caminar por las calles sin escolta no son más que una solemne estupidez y no sirven ni lo más mínimo a los intereses del país. Que un hombre tan irreemplazable como Heydrich ponga tan inútilmente su persona en peligro, ¡es idiota y estúpido! Los hombres de la importancia de Heydrich deberían saber que son eternamente blancos de feria y que siempre hay unos cuantos que esperan la menor ocasión para abatirlos.»
Goebbels asiste a un espectáculo que habrá de contemplar cada vez con mayor frecuencia hasta el 2 de mayo de 1945: Hitler tratando de dominar su cólera mientras adopta un tono sentencioso para leerle la cartilla al planeta entero, sin conseguirlo. Himmler asiente en silencio. No tiene por costumbre contradecir a su Führer, y además él también está encolerizado contra los checos y contra Heydrich. Por supuesto, Himmler desconfiaba de la ambición de su brazo derecho. Pero sin él, privado de la capacidad de esa implacable máquina de terror y de muerte que era, se sabe más vulnerable. Con Heydrich, pierde un rival en potencia pero sobre todo un triunfo en su jugada maestra. Heydrich era su carta clave. Como dice la leyenda: cuando Lancelot abandonó el reino de Logres, fue el principio del fin.
Por tercera vez, Heydrich cubre solemnemente el trayecto que lo lleva al Hradchine, pero esta vez en su ataúd. Para la ocasión se ha orquestado una escenografía wagneriana. El ataúd, drapeado con un gigantesco estandarte de las SS, es depositado sobre un armón de artillería. Una procesión con antorchas sale del hospital. Una interminable fila de vehículos semiorugas avanza lentamente en la noche. En ellos, unos Waffen-SS armados llevan en alto hachones que iluminan la carretera. En los arcenes, unos soldados en posición de firmes saludan el convoy a lo largo del todo el camino. No se ha autorizado la presencia de ningún civil y, a decir verdad, nadie entre la población desea aventurarse ahí fuera. Frank, Dalüge, Böhme, Nebe, con casco y ropa de combate, forman parte de la guardia de honor que acompaña el ataúd a pie. Al cabo de un trayecto comenzado el 27 de mayo a las 10 horas, Heydrich llega por fin a su destino. Por última vez, cruza los batientes labrados, pasa bajo la estatua con la daga y penetra en las murallas del castillo de los reyes de Bohemia.
Me gustaría mucho pasar aquellos días con los paracaidistas en la cripta, reproducir sus discusiones, describir cómo organizan su vida cotidiana entre el frío y la humedad, lo que comen, lo que leen, qué ruidos de la ciudad escuchan, qué hacen con sus novias cuando van a visitarlos, sus proyectos, sus dudas, sus miedos, sus esperanzas, con qué sueñan, lo que piensan. Pero no es posible porque no tengo casi nada sobre eso. Ni siquiera sé cómo reaccionaron ante el anuncio de la muerte de Heydrich, cuando en realidad eso debería haber constituido uno de los momentos cumbres de mi libro. Sé que los paracaidistas tenían tanto frío en aquella cripta que al llegar la noche, algunos instalaban sus colchones en la galería superior que dominaba la nave de la iglesia donde hacía un poco más de calor. Es bastante estrecha. Sé incluso que Valčík estaba febril (sin duda a causa de su herida) y que Kubiš formaba parte de los que trataban de conciliar el sueño en la iglesia antes que en la cripta. Sé que lo intentó al menos una vez.
En cambio, dispongo de una documentación colosal sobre los funerales nacionales organizados para Heydrich, desde su salida del castillo de Praga hasta la ceremonia de Berlín, pasando por el transporte en tren. Decenas de fotos, decenas de páginas de discursos pronunciados en homenaje del gran hombre. Pero la vida es injusta, porque paso ampliamente de todo ello. No voy a copiar el elogio fúnebre de Dalüge (sabroso, a pesar de todo, porque los dos se odiaban), ni la interminable apología que Himmler hace de su subordinado. Prefiero seguir a Hitler, en su voluntad de ser breve:
Me ceñiré a unas pocas palabras para rendir homenaje al difunto. Era uno de los mejores nacionalsocialistas, uno de los más ardientes defensores de la idea del Reich alemán, uno de los mayores adversarios de todos los enemigos del Reich. Ha caído como un mártir por preservar y proteger el Reich. Como jefe del partido y
führer
del Reich alemán, yo te concedo, mi querido camarada Heydrich, la más alta condecoración que puedo otorgar: la medalla de la orden alemana.
Mi historia está agujereada como una novela, pero en una novela normal es el novelista quien decide la ubicación de esos agujeros, derecho que aquí he rechazado por considerarme esclavo de mis escrúpulos. Hojeo las fotos del cortejo fúnebre cruzando el puente de Carlos, subiendo hasta la plaza de Wenceslao, pasando por delante del Museum. Veo cómo las hermosas estatuas de piedra que bordean el puente se inclinan sobre las esvásticas y estoy ligeramente asqueado. Prefiero ir a poner mi colchón en la galería de la iglesia, todavía queda algo de sitio.
Es de noche y todo está en calma. Los hombres han vuelto del trabajo y en las exiguas casas, donde las luces se apagan una tras otra, todavía se desprenden los buenos olores de los platos de la cena, mezclados de vez en cuando con tufos de repollo un poco acre. La noche cae sobre Lidice. Sus habitantes van a acostarse temprano porque mañana, como todos los días, habrá que levantarse pronto para ir a la mina o a la fábrica. Mineros y metalúrgicos duermen ya cuando empieza a oírse un ruido lejano de motores en marcha. Lentamente el ruido se va aproximando. Unos camiones entoldados avanzan en fila india por el silencio del campo. Luego los motores se callan. Y se sucede un continuo golpeteo metálico. El golpeteo recorre las calles como un líquido precipitándose por unas tuberías. Unas sombras negras se extienden por todo el pueblo. Luego, cuando las siluetas se han aglutinado en grupos compactos y cada uno ha ocupado su posición, el golpeteo metálico cesa. Una voz humana desgarra la noche. Es una señal gritada en alemán. Entonces empieza la cosa.
Los habitantes de Lidice, sacados de su sueño, no comprenden nada de lo que ocurre, o no lo comprenden del todo. Se les arranca de sus camas, se les saca de sus casas a culatazos, se les reúne a todos en la plaza del pueblo, delante de la iglesia. Cerca de quinientos hombres, mujeres y niños, vestidos a toda prisa, se encuentran, con asombro y terror, cercados por unos hombres con el uniforme de la Schutzpolizei. No pueden saber que se trata de una unidad traída expresamente de Halle-an-der-Saale, la ciudad natal de Heydrich. Pero saben ya que mañana nadie irá al trabajo. Luego, los alemanes empiezan a efectuar lo que pronto pasará a ser su ocupación favorita: se ponen a seleccionar. Las mujeres y los niños son encerrados en la escuela. Los hombres son conducidos con dureza y apretujados en un sótano. Empieza entonces una interminable espera, y la angustia más absoluta devora sus rostros. En el interior de la escuela, los niños lloran. Fuera, los alemanes se desatan. Pillaje y saqueos, de manera consciente y frenética, en cada una de las noventa y seis casas y en todos los edificios públicos, incluida la iglesia. Los libros y los cuadros, considerados inútiles, son arrojados por las ventanas, amontonados en la plaza y quemados. En cuanto a lo demás, se apoderan de las radios, de las bicis, de las máquinas de coser… Este trabajo les lleva varias horas, al cabo de las cuales Lidice se ha transformado en un campo de ruinas.
A las 5 de la mañana vienen a buscarlos. Los habitantes descubren el espectáculo de su pueblo puesto patas arriba y de los policías corriendo por todas partes dando gritos y llevándose consigo cuanto pueden cargar. Las mujeres y los niños son subidos a unos camiones que toman la dirección de Kladno, la ciudad vecina. Para las mujeres será una etapa previa a Ravensbrück. Los niños serán separados de sus madres y gaseados en Chelmno, excepción hecha de un puñado de ellos juzgados aptos para la germanización, que serán adoptados por familias alemanas. Los hombres son llevados delante de un muro en el que han colocado unos colchones. El más joven tiene quince años, el más viejo ochenta y cuatro. Se alinea a cinco y se les fusila. Luego a otros cinco, y así sucesivamente. Los colchones sirven para evitar que las balas reboten. Pero los hombres de la Schupo no tienen la experiencia de los Einsatzgruppen. Con las pausas, la recogida de los cuerpos y la recomposición del pelotón, la cosa se dilata, las horas pasan, durante las cuales todos esperan su turno. Para ir más rápido se decide doblar la cadencia y se los mata de diez en diez. El alcalde, encargado de identificar a los habitantes uno por uno antes de ejecutarlos, forma parte de la última tanda. Gracias a él, los alemanes apartan a nueve hombres que no son del pueblo, sino que únicamente habían ido de visita a casa de algún amigo, o fueron sorprendidos por el toque de queda, o eran invitados de alguna familia y alojados por esa noche. No obstante, serán ejecutados en Praga. Cuando diecinueve trabajadores vuelven de su turno de noche, encuentran su pueblo destrozado, sus familias desaparecidas y los cadáveres de sus amigos todavía calientes. Y como los alemanes siguen todavía allí, también ellos son inmediatamente fusilados. Hasta los perros son abatidos.
Pero esto no ha acabado. Hitler ha decidido que Lidice sea la válvula de escape catártica y simbólica de su rabia vengativa. La frustración engendrada por la incapacidad del Reich de encontrar y castigar a los asesinos de Heydrich provoca una histeria colectiva sin medida. La orden es borrar Lidice del mapa, literalmente. Se profana el cementerio, se asolan los huertos, se incendian todos los edificios y se vierte sal en la tierra para asegurarse de que nada crecerá en ella. El pueblo se convierte en una hoguera infernal. Unas apisonadoras que van de camino aplastarán las ruinas. No debe quedar ningún rastro, ni siquiera el espacio que ocupó el pueblo.
Hitler quiere dar un escarmiento por desafiar al Reich, y Lidice sirve de víctima expiatoria. Pero acaba de cometer un grave error. Como hace ya tanto tiempo que han perdido el sentido de la medida, ni Hitler ni ningún miembro del aparato nazi han calculado qué repercusión mundial va a provocar la publicidad que voluntariamente ellos mismos han dado a la destrucción de Lidice. Hasta entonces, los nazis buscaban disimular sus crímenes con cierta desidia, pero aplicando una discreción un tanto de fachada que permitía, a quien quisiera, taparse la cara para no ver la auténtica naturaleza del régimen. Con Lidice, la máscara de la Alemania nazi cae para todo el mundo. Hitler lo comprenderá en los días siguientes. Por una vez, no son sus SS quienes van a enfurecerse, sino una entidad de la que, sin duda, él no alcanza a atisbar todo su poder: la opinión pública mundial. Los periódicos soviéticos declaran que, en adelante, la gente luchará pronunciando el nombre de Lidice. Y tiene razón. En Inglaterra, los mineros de Birmingham hacen una colecta a favor de la futura reconstrucción del pueblo e inventan un eslogan que va a dar la vuelta al mundo: «¡Lidice vivirá!» En los Estados Unidos, en México, en Cuba, en Venezuela, en Uruguay, en Brasil, se le pone el nombre de Lidice a plazas, barrios, incluso pueblos. Egipto y la India manifiestan oficialmente su solidaridad. Escritores, compositores, cineastas, dramaturgos rinden homenaje a Lidice en sus obras. Los periódicos, las radios, las televisiones toman el relevo. En Washington, el secretario de la Marina declara: «Las futuras generaciones nos preguntarán por qué hemos combatido en esta guerra, les contaremos la historia de Lidice.» En las bombas lanzadas por los Aliados sobre ciudades alemanas va pintado el nombre del pueblo mártir, y en el Este, sobre las torretas de los T34, los soldados soviéticos hacen algo parecido. Hitler, reaccionando como el vulgar psicópata que es, y no como el jefe de Estado que, sin embargo, también es, conocerá en Lidice la más extraordinaria derrota en un ámbito en el que pensaba ser el maestro: al acabar el mes, la guerra de la propaganda a nivel internacional está irremediablemente perdida.