Hija de Humo y Hueso (23 page)

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Authors: Laini Taylor

Tags: #Fantasía

BOOK: Hija de Humo y Hueso
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—No comprendía quién eras. Quién
eres
. Un humano tatuado con los ojos del diablo.

Karou contempló las palmas de sus manos, y luego levantó la mirada hacia él, con expresión confusa, vulnerable.

—¿Qué es… lo que provocan en ti?

Él entrecerró los ojos. ¿Sería posible que no lo supiera?

Los ojos tatuados eran solo un ejemplo de la esencia diabólica de Brimstone. Su magia golpeaba como un vendaval, un viento cargado de malestar y debilidad, y Akiva se había entrenado para resistirlo —todos los soldados serafines lo hacían—, pero solo podía soportarlo durante un tiempo. Si hubiera estado en el campo de batalla, habría rebanado las manos al enemigo antes de permitir que le lanzara tanta energía maligna. Pero Karou…, lo último que deseaba era herirla de nuevo, así que había soportado todo lo posible.

Ahora más que nunca se le apareció como el hada de un cuento —un hada embrujada con los ojos sombríos y el aguijón de un escorpión—. La quemadura provocada por la mano de Karou en su cuello le dolía como una salpicadura de ácido, y a ello se unían las náuseas provocadas por su ataque sin tregua. Sintió que se debilitaba y temió desvanecerse otra vez.

—Son las marcas de los resucitados —explicó Akiva con cautela—. Seguramente ya lo sabes.

—¿Los resucitados?

Akiva estudió el rostro de Karou.

—¿No sabes lo que son?

—Saber ¿el qué? ¿Lo que es un resucitado? Alguien que regresa de la muerte, ¿no?

—Es un soldado quimérico —respondió, aunque aquello era solo parte de la verdad—. Las
hamsas
están reservadas para ellos —calló un instante—. Únicamente.

Ella cerró los puños con fuerza.

—Como verás, no
solo
para ellos.

Él no respondió.

Todo lo que había impregnado el ambiente mientras permanecían el uno frente al otro sobre los tejados, todo había surgido de ellos mismos. Estar cerca de Karou era como buscar el equilibrio en un mundo que se tambalea, como tratar de afianzarse sobre un punto de apoyo mientras la tierra intenta hacerte caer, arrojarte a una espiral para la que no existe escapatoria, solo un golpe al final, un impacto anhelado, una colisión dulce y que te hace señales.

Ya había sentido aquello antes, y jamás quiso volver a sentirlo. Solo podría apagar el recuerdo de Madrigal;
ya
lo había hecho. De nuevo su mente fue incapaz de evocar su rostro. Era como intentar recordar una melodía mientras se escucha otra canción. El rostro de Karou era todo lo que podía ver —sus ojos luminosos, los pómulos suaves, el perfil de sus dulces labios cerrados con consternación—.

Había cercenado los sentimientos; ni siquiera debería haber surgido todo aquello —la confusión, el apremio, la agitación, aquel
repiqueteo
—. Y por debajo de todo, una sensación atrofiada que había mantenido prisionera en las profundidades de su mente, sin poder reconocer de qué se trataba: esperanza. Una ligerísima esperanza. Y en su centro: Karou.

Ella se mantenía alejada de él, caminando todavía arriba y abajo. Ambos merodeaban en los límites de sus mutuas compulsiones, temerosos de acercarse el uno al otro.

—¿Por qué incendiaste los portales? —preguntó ella.

Akiva dejó escapar un profundo suspiro. ¿Qué podía decir? ¿Por venganza? ¿Para conseguir la paz? Ambas razones eran ciertas a su modo.

—Para acabar con la guerra —respondió con cautela.


¿Guerra?
¿Hay una guerra?

—Sí, Karou. La guerra es lo
único
que existe.

De nuevo se sintió desconcertada al escucharle pronunciar su nombre.

—Brimstone y los demás… ¿están bien?

Su voz sonó entrecortada y Akiva reconoció en ella el miedo —temor a lo que él pudiera contestar—.

Bajo las náuseas provocadas por las
hamsas
, sintió otro malestar más profundo —atisbos de terror—.

—Están en la Fortaleza Negra —respondió.

—La Fortaleza —su voz se llenó de esperanza—. Con los barrotes. La vi, la noche en que me atacaste.

Akiva desvió la mirada. Una oleada de malestar lo recorrió. Las punzadas en la cabeza eran cada vez más intensas; solo había soportado tanta exposición a las marcas del diablo otra vez, una tortura a la que no pensó sobrevivir, y aún no comprendía cómo lo había logrado. Le resultaba difícil mantener los ojos abiertos y notaba su cuerpo como un ancla que trataba de arrastrarlo.

Voces.

Karou miró a su alrededor. Akiva levantó los ojos. Parte de su público los había localizado y los señalaba con el dedo.

—Ven conmigo —dijo Karou.

Como si hubiera tenido otra elección.

30


Karou lo condujo hasta su apartamento, pensando por el camino:
Estúpida, estúpida, ¿qué estás haciendo?

Respuestas
, se dijo a sí misma.
Busco respuestas.

Al llegar al ascensor vaciló, recelosa de entrar en un espacio tan reducido con el serafín, pero Akiva no estaba en condiciones de subir escaleras, así que apretó el botón. Él la siguió, extrañado ante aquella maquinaria desconocida, y se sobresaltó un poco cuando el mecanismo se puso en marcha.

Ya en el piso, Karou dejó las llaves en un cestillo junto a la puerta y miró a su alrededor. En la pared, se encontraban sus alas de Ángel de la Extinción, increíblemente parecidas a las de él. Si Akiva percibió la similitud, su rostro no lo dejó traslucir. La habitación era demasiado pequeña para extender totalmente las alas, así que estaban suspendidas como un dosel, cubriendo la mitad de la cama, que era un ancho banco de teca cubierto con colchones de plumas, como en el cuento de la princesa y el guisante. Estaba deshecha y enterrada bajo una avalancha de antiguos cuadernos de bocetos que Karou había estado hojeando la noche anterior, acompañándose de su familia de la única manera posible.

Uno de los cuadernos estaba abierto por un retrato de Brimstone. Karou notó que el ángel apretaba los dientes al verlo, así que lo cogió y lo abrazó contra su pecho. Él se acercó a la ventana y miró hacia la calle.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Karou.

—Akiva.

—¿Y cómo sabes mi nombre?

Una larga pausa.

—El anciano me lo dijo.

Izîl, por supuesto. Pero… un pensamiento la asaltó. ¿No había dicho Razgut que Izîl había saltado para protegerla?

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó.

Fuera era noche cerrada, y los anaranjados ojos de Akiva se reflejaban en el cristal de la ventana.

—No fue difícil —fue todo lo que respondió.

Karou iba a pedirle más concreción, pero él cerró los párpados y apoyó la frente contra el cristal.

—Puedes sentarte —dijo Karou señalando con un gesto su amplio sillón de terciopelo verde—. Si no quemas nada, claro.

Akiva curvó los labios de forma sombría, en lo que parecía el pariente triste de una sonrisa.

—No quemaré nada.

Desabrochó la hebilla que sujetaba las correas de cuero cruzadas sobre su pecho, y las espadas, envainadas entre sus omóplatos, cayeron al suelo de golpe, algo que seguramente, pensó Karou, no agradaría a sus vecinos de abajo. Akiva se sentó, o más bien se derrumbó en el sillón. Karou apartó los cuadernos de dibujo para hacerse un hueco sobre la cama, y se acomodó frente a él, con las piernas cruzadas.

El piso era diminuto. El espacio suficiente para la cama, el sillón y un conjunto de mesas nido talladas, todo colocado sobre la alfombra persa en la que Karou había derrochado una fortuna, y por la que había regateado cuando aún estaba colocada sobre un telar en Tabriz. Había una pared cubierta de estanterías, frente a una hilera de ventanas, y junto al vestíbulo de entrada: una pequeña cocina, un armario aún más pequeño y un baño cuyo tamaño apenas superaba el de una mampara de ducha. Los techos alcanzaban una absurda altura de casi tres metros y medio, por lo que incluso la habitación principal era más alta que ancha. Karou había construido un altillo sobre las estanterías, al que accedía trepando, que era suficientemente profundo como para recostarse sobre cojines turcos y disfrutar de la vista que ofrecían las altas ventanas: línea directa sobre los tejados del casco viejo hasta el castillo.

Karou contempló a Akiva. Tenía la cabeza reclinada hacia atrás y los ojos cerrados. Parecía tan cansado… Movió un hombro con cuidado y se estremeció, como si le doliera. Pensó en ofrecerle un té —a ella también le apetecía—, pero le pareció una actitud demasiado cortés, y se obligó a recordar la dinámica que existía entre ellos: eran enemigos.

¿De acuerdo?

Estudió sus rasgos, corrigiendo mentalmente los dibujos que había hecho de memoria. Sus dedos ansiaban coger un lápiz para poder dibujarlo del natural. Estúpidos dedos.

Él abrió los ojos y notó su mirada. Ella se ruborizó.

—No te pongas demasiado cómodo —comentó, turbada.

Akiva se incorporó con dificultad.

—Lo siento. Siempre es así después de una batalla.

Una batalla
. Akiva la observó con cautela, mientras ella procesaba la idea.

—Batalla. Con las quimeras. Porque sois enemigos.

Él asintió con la cabeza.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —repitió él como si la noción de enemigo no necesitara justificación.

—Sí. ¿Por qué sois enemigos?

—Siempre ha sido así. La guerra comenzó hace mil años…

—Esa razón es muy pobre. Dos razas no pueden haber nacido como enemigas, ¿no crees? Tuvo que empezar en algún momento.

Akiva asintió con un ligero gesto.

—Sí. Hubo un comienzo —se frotó la cara con las manos—. ¿Qué sabes de las quimeras?

¿Qué
sabía
?

—No mucho —admitió—. Hasta la noche en que me atacaste, no sabía siquiera que hubiera más, aparte de las cuatro a las que yo conozco. Ignoraba que fueran una raza.

Akiva sacudió la cabeza.

—No son una raza, sino muchas, aliadas.

—Claro —Karou supuso que aquello explicaba lo diferentes que eran—. ¿Significa eso que hay otros como Issa, o como Brimstone?

Akiva asintió. Aquella idea añadía nuevos matices de realidad al mundo que Karou había vislumbrado. Imaginó tribus repartidas por vastos paisajes, todo un pueblo de Issas, familias de Brimstones. Quería verlos. ¿Por qué la habían mantenido apartada de todo aquello?

—No comprendo cómo ha sido tu vida. Brimstone te crió, pero ¿solo en la tienda? ¿No en la Fortaleza? —preguntó Akiva.

—Yo no supe lo que había tras la otra puerta de la tienda hasta esa noche.

—¿Te llevó él al interior?

Karou frunció los labios al recordar la ira de Brimstone.

—Bueno, algo así.

—¿Y qué viste?

—¿Por qué crees que te lo contaría? Vosotros sois enemigos, en cuyo caso, tú eres mi enemigo también.

—Yo no soy tu enemigo, Karou.

—Son mi familia. Sus enemigos son también los míos.

—Tu familia —repitió Akiva sacudiendo la cabeza—. Pero ¿de dónde vienes? ¿Quién eres, en realidad?

—¿Por qué todo el mundo me pregunta eso? —exclamó Karou con rabia, aunque era algo que se había preguntado todos los días desde que tuvo suficiente edad para comprender la extremada rareza de sus circunstancias—. Yo soy
yo
. ¿Quién eres

?

Era una pregunta retórica, pero Akiva la tomó en serio y respondió:

—Soy un soldado.

—Entonces, ¿qué haces aquí? Tu guerra está en otra parte. ¿Por qué has venido?

Él respiró hondo, con un estremecimiento, y se hundió de nuevo en el sillón.

—Necesitaba… algo —respondió—. Algo distinto. Llevo medio siglo sumergido en la guerra…

Karou lo interrumpió:

—¿Tienes
cincuenta
años?

—En mi mundo, la vida es larga.

—Tenéis suerte —dijo Karou—. Aquí, si quieres asegurarte muchos años de vida, tienes que arrancarte los dientes con unas tenazas.

La mención de los dientes encendió una chispa de peligro en los ojos de Akiva, pero solo añadió:

—Una vida larga resulta una carga cuando está llena de sufrimiento.

Sufrimiento. ¿Se refería a sí mismo? Karou se lo preguntó.

Sus ojos se cerraron, como si hubiera estado luchando por mantenerlos abiertos y de repente se hubiera rendido. Permaneció tanto tiempo en silencio que Karou pensó que se había dormido, así que renunció a su pregunta. De todas maneras, parecía una intromisión en su vida. Y Karou presentía que estaba hablando de
sí mismo
. Recordó el aspecto que tenía en Marrakech. ¿Qué podría arrancar la vida de los ojos de alguien de aquella manera?

De nuevo se sintió invadida por un impulso protector, quiso ofrecerle algo, pero se resistió. Siguió contemplándolo —sus rasgos, sus negrísimas cejas y pestañas, las líneas tatuadas en sus manos, que descansaban abiertas sobre los brazos del sillón—. Tenía la cabeza recostada hacia atrás, y Karou podía distinguir la quemadura del cuello y, algo más arriba, el pulso acompasado en la yugular.

Una vez más la sorprendió su presencia física, que fuera de carne y hueso, aunque de una manera distinta a la de cualquiera a quien ella hubiera visto o tocado. Era una combinación de elementos: fuego y tierra. Ella habría supuesto que un ángel contendría algo de aire, pero no era así. Era totalmente sólido: poderoso y fuerte y real.

Akiva abrió los ojos y Karou se sobresaltó al darse cuenta de que de nuevo la había descubierto con la mirada clavada en él. ¿Cuántas veces iba a ruborizarse?

—Lo siento —se disculpó Akiva con voz débil—. Creo que me he dormido.

—Sí —sin poder evitarlo, añadió—: ¿Quieres un poco de agua?

—Por favor —pronunció aquellas palabras con tanto agradecimiento que Karou sintió una punzada de culpabilidad, por no habérselo ofrecido antes.

Descruzó las piernas, se levantó y le llevó el vaso de agua, que él bebió de un trago.

—Gracias —dijo Akiva con una extraña sinceridad, como si le agradeciera algo mucho más profundo que un poco de agua.

—De nada —respondió ella, un tanto incómoda. Allí de pie, tenía la sensación de estar revoloteando a su alrededor. En la habitación no había otro lugar donde colocarse, aparte de la cama, así que volvió a subirse a ella. Le apetecía quitarse las botas, pero era algo que no se debía hacer cuando existía la más remota posibilidad de tener que huir apresuradamente o defenderse con una patada. A juzgar por el agotamiento de Akiva, no corría ningún riesgo. El único peligro era el olor a pies.

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