Gracias a uno de esos eventos fortuitos que a menudo habrían de hacerlo cambiar de rumbo, ese tiempo de esclavitud, que pudo ser un infierno para el muchacho, resultó en realidad mucho mejor que los años transcurridos bajo el techo paterno. Dos mulas arrastraban una carreta donde iba la carga más pesada de la caravana. Un enervante quejido acompañaba cada vuelta de las ruedas, que adrede no engrasaban con el fin de espantar a los demonios. Para evitar que escapara, ataron al Cuarto Hijo, que lloraba desconsolado desde que se separó de su padre y hermanos, con una cuerda a uno de los animales. Descalzo y sediento, con la bolsa de sus escasas pertenencias a la espalda, vio desaparecer los techos de su aldea y el paisaje familiar. La vida en esa choza era lo único que conocía y no había sido mala, sus padres lo trataban con dulzura, su madre le contaba historias y cualquier pretexto había servido para reírse y celebrar, aún en los tiempos de mayor pobreza. Trotaba tras la mula convencido de que cada paso lo adentraba más y más en el territorio de los espíritus malignos y temía que el chirrido de las ruedas y las campanillas colgadas de la carreta no fueran suficientes para protegerlo. Apenas lograba entender el dialecto de los viajeros, pero las pocas palabras agarradas al vuelo le iban metiendo en los huesos un miedo pavoroso. Comentaban de los muchos genios descontentos que deambulaban por la región, almas perdidas de muertos sin recibir un funeral apropiado. La hambruna, el tifus y el cólera habían sembrado la región de cadáveres y no quedaban vivos suficientes para honrar a tantos difuntos. Por suerte los espectros y demonios tenían reputación de lerdos: no sabían voltear una esquina y se distraían fácilmente con ofrecimientos de comida o regalos de papel. A veces, sin embargo, nada lograba apartarlos y podían materializarse dispuestos a ganar su libertad asesinando a los forasteros o introduciéndose en sus cuerpos para obligarlos a realizar impensables fechorías. Habían pasado unas horas de marcha; el calor del verano y la sed eran intensos, el chiquillo tropezaba cada dos pasos y sus nuevos amos impacientes lo azuzaban sin verdadera maldad con varillazos por las piernas. Al ponerse el sol decidieron detenerse y acampar. Aliviaron a los animales de la carga, hicieron un fuego, prepararon té y se dividieron en pequeños grupos para jugar
fan tan
y
mah jong
. Por fin alguien se acordó del Cuarto Hijo y le pasó una escudilla con arroz y un vaso de té, que él atacó con la voracidad acumulada en meses y meses de hambre. En eso los sorprendió un clamor de aullidos y se vieron rodeados por una polvareda. Al griterío de los asaltantes se sumó el de los viajeros y el chiquillo aterrorizado se arrastró bajo la carreta hasta donde dio la cuerda que llevaba atada. No se trataba de una legión infernal, como se supo de inmediato, sino una banda de salteadores de las muchas que, burlándose de los ineficientes soldados imperiales, azotaban los caminos en esos tiempos de tanta desesperanza. Apenas los mercaderes se recuperaron del primer impacto, cogieron sus armas y enfrentaron a los forajidos en una batahola de gritos, amenazas y disparos que duró tan sólo unos minutos. Al asentarse el polvo uno de los bandidos había escapado y los otros dos yacían por tierra mal heridos. Les quitaron los trapos de la cara y comprobaron que se trataba de adolescentes cubiertos de harapos y armados de garrotes y primitivas lanzas. Entonces procedieron a decapitarlos a toda prisa, para que sufrieran la humillación de dejar este mundo en pedazos y no enteros como llegaron, y empalaron las cabezas en picotas a ambos lados del camino. Cuando se tranquilizaron los ánimos, se vio que un miembro de la caravana se revolcaba por tierra con una brutal herida de lanza en un muslo. El Cuarto Hijo, quien había permanecido paralizado de terror bajo la carreta, salió reptando de su escondrijo y pidió respetuosamente permiso a los honorables comerciantes para atender al herido y, como no había alternativa, lo autorizaron a proceder. Pidió té para lavar la sangre, luego abrió su bolso y produjo un pomo con
bai yao
. Aplicó esa pasta blanca en la herida, vendó la pierna apretadamente y anunció sin la menor vacilación que en menos de tres días el corte habría cerrado. Así fue. Ese incidente lo salvó de pasar los diez años siguientes trabajando como esclavo y tratado peor que un perro, porque dada su habilidad, los comerciantes lo vendieron en Cantón a un afamado médico tradicional y maestro de acupuntura —un
zhong yi
— que necesitaba un aprendiz. Con ese sabio el Cuarto Hijo adquirió los conocimientos que jamás habría obtenido de su rústico padre.
El anciano maestro, era un hombre plácido, con la cara lisa de la luna, voz lenta y manos huesudas y sensibles, sus mejores instrumentos. Lo primero que hizo con su sirviente fue darle un nombre. Consultó libros astrológicos y adivinos para averiguar el nombre correspondiente al muchacho: Tao. La palabra tenía varios significados, como vía, dirección, sentido y armonía, pero sobre todo representaba el viaje de la vida. El maestro le dio su propio apellido.
—Te llamarás Tao Chi'en. Ese nombre te inicia en el camino de la medicina. Tu destino será aliviar el dolor ajeno y alcanzar la sabiduría. Serás un
zhong yi
, como yo.
Tao Chi'en… El joven aprendiz recibió su nombre agradecido. Besó las manos a su amo y sonrió por primera vez desde que saliera de su hogar. El impulso de alegría, que antes lo hacía bailar de contento sin motivo ninguno, volvió a palpitar en su pecho y la sonrisa no se le borró en semanas. Andaba por la casa a saltos, saboreando su nombre con fruición, como un caramelo en la boca, repitiéndolo en voz alta y soñándolo, hasta que se identificó plenamente con él. Su maestro, seguidor de Confucio en los aspectos prácticos y de Buda en materia ideológica, le enseñó con mano firme, pero con gran suavidad, la disciplina conducente a hacer de él un buen médico.
—Si logro enseñarte todo lo que pretendo, algún día serás un hombre ilustrado —le dijo.
Sostenía que los ritos y ceremonias son tan necesarios como las normas de buena educación y el respeto por las jerarquías. Decía que de poco sirve el conocimiento sin sabiduría, no hay sabiduría sin espiritualidad y la verdadera espiritualidad incluye siempre el servicio a los demás. Tal como le explicó muchas veces, la esencia de un buen médico consiste en la capacidad de compasión y el sentido de la ética, sin los cuales el arte sagrado de la sanación degenera en simple charlatanería. Le gustaba la sonrisa fácil de su aprendiz.
—Tienes un buen trecho ganado en el camino de la sabiduría, Tao. El sabio es siempre alegre —sostenía.
El año entero Tao Chi'en se levantaba al amanecer, como cualquier estudiante, para cumplir con una hora de meditación, cánticos y oraciones. Contaba con un solo día de descanso para la celebración del Año Nuevo, trabajar y estudiar eran sus únicas ocupaciones. Antes que nada, debió dominar a la perfección el chino escrito, medio oficial de comunicación en ese inmenso territorio de centenares de pueblos y lenguas. Su maestro era inflexible respecto a la belleza y precisión de la caligrafía, que distinguía al hombre refinado del truhán. También insistía en desarrollar en Tao Chi'en la sensibilidad artística que, según él, caracterizaba al ser superior. Como todo chino civilizado, sentía un desprecio irreprimible por la guerra y se inclinaba, en cambio, hacia las artes de la música, pintura y literatura. A su lado Tao Chi'en aprendió a apreciar el encaje delicado de una telaraña perlada de gotas de rocío a la luz de la aurora y expresar su deleite en inspirados poemas escritos en elegante caligrafía. En opinión del maestro, lo único peor que no componer poesía, era componerla mal. En esa casa el muchacho asistió a frecuentes reuniones donde los invitados creaban versos en la inspiración del instante y admiraban el jardín, mientras él servía té y escuchaba, maravillado. Se podía obtener la inmortalidad escribiendo un libro, sobre todo de poesía, decía el maestro, quien había escrito varios. A los rústicos conocimientos prácticos que Tao Chi'en había adquirido viendo trabajar, a su padre, añadió el impresionante volumen teórico de la ancestral medicina china. El joven aprendió que el cuerpo humano se compone de cinco elementos, madera, fuego, tierra, metal y agua, que están asociados a cinco planetas, cinco condiciones atmosféricas, cinco colores y cinco notas. Mediante el uso adecuado de las plantas medicinales, acupuntura y ventosas, un buen médico podía prevenir y curar diversos males, y controlar la energía masculina, activa y ligera, y la energía femenina, pasiva y oscura —
yin
y
yang
. Sin embargo, el propósito de ese arte no era tanto eliminar enfermedades como mantener la armonía. «Debes escoger tus alimentos, orientar tu cama y conducir tu meditación según la estación del año y la dirección del viento. Así estarás siempre en resonancia con el universo», le aconsejaba el maestro.
El
zhong yi
estaba contento de su suerte, aunque la falta de descendientes pesaba como una sombra en la serenidad de su espíritu. No había tenido hijos, a pesar de las yerbas milagrosas ingeridas regularmente durante una vida entera para limpiar la sangre y fortalecer el miembro, y de los remedios y encantamientos aplicados a sus dos esposas, muertas en la juventud, así como a las numerosas concubinas que las siguieron. Debía aceptar con humildad que no había sido culpa de esas abnegadas mujeres, sino de la apatía de su licor viril. Ninguno de los remedios para la fertilidad que le habían servido para ayudar a otros dio resultado en él y por fin se resignó al hecho innegable de que sus riñones estaban secos. Dejó de castigar a sus mujeres con exigencias inútiles y las gozó a plenitud, de acuerdo con los preceptos de los hermosos
libros de almohada
de su colección. Sin embargo, el anciano se había alejado de esos placeres hacía mucho tiempo, más interesado en adquirir nuevos conocimientos y explorar el angosto sendero de la sabiduría, y se había deshecho una a una de las concubinas, cuya presencia lo distraía en sus afanes intelectuales. No necesitaba tener ante sus ojos a una muchacha para describirla en elevados poemas, le bastaba el recuerdo. También había desistido de los hijos propios, pero debía ocuparse del futuro. ¿Quién lo ayudaría en la última etapa y a la hora de morir? ¿Quién limpiaría su tumba y veneraría su memoria? Había entrenado aprendices antes y con cada uno alimentó la secreta ambición de adoptarlo, pero ninguno fue digno de tal honor. Tao Chi'en no era más inteligente ni más intuitivo que los otros, pero llevaba por dentro una obsesión por aprender que el maestro reconoció al punto, porque era idéntica a la suya. Además era un chiquillo dulce y divertido, resultaba fácil encariñarse con él. En los años de convivencia le tomó tanto aprecio, que a menudo se preguntaba cómo era posible que no fuese hijo de su sangre. Sin embargo, la estima por su aprendiz no lo cegaba, en su experiencia los cambios en la adolescencia suelen ser muy profundos y no podía predecir qué clase de hombre sería. Como dice el proverbio chino: «Si eres brillante de joven, no significa que de adulto sirvas para algo.» Temía equivocarse de nuevo, como le había sucedido antes, y prefería esperar con paciencia que la verdadera naturaleza del chico se revelara. Entretanto lo guiaría, tal como hacía con los árboles jóvenes de su jardín, para ayudarlo a crecer derecho. Al menos éste aprende rápido, pensaba el anciano médico, calculando cuántos años de vida le quedaban. De acuerdo a los signos astrales y a la observación cuidadosa de su propio cuerpo, no tendría tiempo para entrenar a otro aprendiz.
Pronto Tao Chi'en supo escoger los materiales en el mercado y en las tiendas de yerbas —regateando como correspondía— y pudo preparar los remedios sin ayuda. Observando trabajar al médico llegó a conocer los intrincados mecanismos del organismo humano, los procedimientos para refrescar a los afiebrados y a los de temperamento fogoso, dar calor a los que padecían el frío anticipado de la muerte, promover los jugos en los estériles y secar a aquellos agotados por flujos. Hacía largas excursiones por los campos buscando las mejores plantas en su punto preciso de máxima eficacia, que luego transportaba envueltas en trapos húmedos para preservar frescas durante el camino a la ciudad. Cuando cumplió los catorce años su maestro lo consideró maduro para practicar y lo mandaba regularmente a atender prostitutas, con la orden terminante de abstenerse de comercio con ellas, porque tal como él mismo podía comprobarlo al examinarlas, llevaban la muerte encima.
—Las enfermedades de los burdeles matan más gente que el opio y el tifus. Pero si cumples con tus obligaciones y aprendes a buen ritmo, en su debido momento te compraré una muchacha virgen —le prometió el maestro.
Tao Chi'en había pasado hambre de niño, pero su cuerpo estiró hasta alcanzar mayor altura que cualquier otro miembro de su familia. A los catorce años no sentía atracción por las muchachas de alquiler, sólo curiosidad científica. Eran tan diferentes a él, vivían en un mundo tan remoto y secreto, que no podía considerarlas realmente humanas. Más tarde, cuando el súbito asalto de su naturaleza lo sacó de quicio y andaba como un ebrio tropezando con su sombra, su preceptor lamentó haberse desprendido de las concubinas. Nada distraía tanto a un buen estudiante de sus responsabilidades como el estallido de las fuerzas viriles. Una mujer lo tranquilizaría y de paso serviría para darle conocimientos prácticos, pero como la idea de comprar una le resultaba engorrosa —estaba cómodo en su universo únicamente masculino— obligaba a Tao a tomar infusiones para calmar los ardores. El
zhong yi
no recordaba el huracán de las pasiones carnales y con la mejor intención daba a leer a su alumno los
libros de almohada
de su biblioteca como parte de su educación, sin medir el efecto enervante que tenían sobre el pobre muchacho. Lo hacía memorizar cada una de las doscientas veintidós posturas del amor con sus poéticos nombres y debía identificarlas sin vacilar en las exquisitas ilustraciones de los libros, lo cual contribuía notablemente a la distracción del joven.
Tao Chi'en se familiarizó con Cantón tan bien como antes había conocido su pequeña aldea. Le gustaba esa antigua ciudad amurallada, caótica, de calles torcidas y canales, donde los palacios y las chozas se mezclaban en total promiscuidad y había gente que vivía y moría en botes en el río, sin pisar jamás tierra firme. Se acostumbró al clima húmedo y caliente del largo verano azotado por tifones, pero agradable en el invierno, desde octubre hasta marzo. Cantón estaba cerrado a los forasteros, aunque solían caer de sorpresa piratas con banderas de otras naciones. Existían algunos puestos de comercio, donde los extranjeros podían intercambiar mercancía solamente de noviembre a mayo, pero eran tantos los impuestos, regulaciones y obstáculos, que los comerciantes internacionales preferían establecerse en Macao. Temprano en las mañanas, cuando Tao Chi'en partía al mercado, solía encontrar niñas recién nacidas tiradas en la calle o flotando en los canales, a menudo destrozadas a dentelladas por perros o ratas. Nadie las quería, eran desechables. ¿Para qué alimentar a una hija que nada valía y cuyo destino era terminar sirviendo a la familia de su marido? «Preferible es un hijo deforme que una docena de hijas sabias como Buda», sostenía el dicho popular. De todos modos había demasiados niños y seguían naciendo como ratones. Burdeles y fumaderos de opio proliferaban por todas partes. Cantón era una ciudad populosa, rica y alegre, llena de templos, restaurantes y casas de juego, donde se celebraban ruidosamente las festividades del calendario. Incluso los castigos y ejecuciones se convertían en motivo de fiesta. Se juntaban multitudes a vitorear a los verdugos, con sus delantales ensangrentados y colecciones de afilados cuchillos, rebanando cabezas de un solo tajo certero. La justicia se aplicaba en forma expedita y simple, sin apelación posible ni crueldad innecesaria, excepto en el caso de traición al emperador, el peor crimen posible, pagado con muerte lenta y relegación de todos los parientes, reducidos a la esclavitud. Las faltas menores se castigaban con azotes o con una plataforma de madera ajustada al cuello de los culpables por varios días, así no podían descansar ni tocarse la cabeza con las manos para comer o rascarse. En plazas y mercados se lucían los contadores de historias que, como los monjes mendicantes, viajaban por el país preservando una milenaria tradición oral. Los malabaristas, acróbatas, encantadores de serpientes, travestís, músicos itinerantes, magos y contorsionistas se daban cita en las calles, mientras bullía a su alrededor el comercio de seda, té, jade, especias, oro, conchas de tortuga, porcelana, marfil y piedras preciosas. Los vegetales, las frutas y las carnes se ofrecían en alborotada mezcolanza: repollos y tiernos brotes de bambú junto a jaulas de gatos, perros y mapaches que el carnicero mataba y descueraba de un solo movimiento a pedido de los clientes. Había largos callejones sólo de pájaros, pues en ninguna casa podían faltar aves y jaulas, desde las más simples hasta las de fina madera con incrustaciones de plata y nácar. Otros pasajes del mercado se destinaban a peces exóticos, que atraían la buena suerte. Tao Chi'en siempre curioso, se distraía observando y haciendo amigos y luego debía correr para cumplir su cometido en el sector donde se vendían los materiales de su oficio. Podía identificarlo a ojos cerrados por el penetrante olor de especias, plantas y cortezas medicinales. Las serpientes disecadas se apilaban enrolladas como polvorientas madejas; sapos, salamandras y extraños animales marinos colgaban ensartados en cuerdas, como collares; grillos y grandes escarabajos de duras conchas fosforescentes languidecían en cajas; monos de todas clases aguardaban turno de morir; patas de oso y de orangután, cuernos de antílopes y rinocerontes, ojos de tigre, aletas de tiburón y garras de misteriosas aves nocturnas se compraban al peso.