Hija de la fortuna (22 page)

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Authors: Isabel Allende

Tags: #Drama

BOOK: Hija de la fortuna
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Ebanizer Hobbs estaba tan consciente de las limitaciones de su oficio, como lo estaba Tao Chi'en de las suyas. El primero deseaba aprender los secretos de la medicina oriental, vislumbrados en sus viajes por Asia, especialmente el control del dolor mediante agujas insertadas en los terminales nerviosos y el uso de combinaciones de plantas y yerbas para el tratamiento de diversas enfermedades que en Europa se consideraban fatales. El segundo sentía fascinación por la medicina occidental y sus métodos agresivos de curar, lo suyo era un arte sutil de equilibrio y armonía, una lenta tarea de enderezar la energía desviada, prevenir las enfermedades y buscar las causas de los síntomas. Tao Chi'en nunca había practicado cirugía y sus conocimientos de anatomía, muy precisos en lo referente a los diversos pulsos y a los puntos de acupuntura, se reducían a lo que podía ver y palpar. Sabía de memoria los dibujos anatómicos de la biblioteca de su antiguo maestro, pero no se le había ocurrido abrir un cadáver. La costumbre era desconocida en la medicina china; su sabio maestro, quien había practicado el arte de sanar toda su vida, rara vez había visto los órganos internos y era incapaz de diagnosticar si se topaba con síntomas que no calzaban en el repertorio de los males conocidos. Ebanizer Hobbs en cambio, abría cadáveres y buscaba la causa, así aprendía. Tao Chi'en lo hizo por vez primera en el sótano del hospital de los ingleses, en una noche de tifones, como ayudante del doctor Hobbs, quien esa misma mañana había colocado sus primeras agujas de acupuntura para aliviar una migraña en el consultorio donde Tao Chi'en atendía a su clientela. En Hong Kong había algunos misioneros tan interesados en curar el cuerpo como en convertir el alma de sus feligreses, con quienes el doctor Hobbs mantenía excelentes relaciones. Estaban mucho más cerca de la población local que los médicos británicos de la colonia y admiraban los métodos de la medicina oriental. Abrieron las puertas de sus pequeños hospitales al
zhong yi
. El entusiasmo de Tao Chi'en y Ebanizer Hobbs por el estudio y la experimentación los condujo inevitablemente al afecto. Se juntaban casi en secreto, porque de haberse conocido su amistad, arriesgaban su reputación. Ni los pacientes europeos ni los chinos aceptaban que otra raza tuviera algo que enseñarles.

El anhelo de comprar una esposa volvió a ocupar los sueños de Tao Chi'en apenas se le acomodaron un poco las finanzas. Cuando cumplió veintidós años sumó una vez más sus ahorros, como hacía a menudo, y comprobó encantado que le alcanzaban para una mujer de pies pequeños y carácter dulce. Como no disponía de sus padres para ayudarlo en la gestión, tal como exigía la costumbre, debió recurrir a un agente. Le mostraron retratos de varias candidatas, pero le parecieron todas iguales; le resultaba imposible adivinar el aspecto de una muchacha —y mucho menos su personalidad— a partir de esos modestos dibujos a tinta. No le estaba permitido verla con sus propios ojos o escuchar su voz, como hubiera deseado; tampoco tenía un miembro femenino de su familia que lo hiciera por él. Eso sí, podía ver sus pies asomando bajo una cortina, pero le habían contado que ni siquiera eso era seguro, porque los agentes solían hacer trampa y mostrar los
lirios dorados
de otra mujer. Debía confiar en el destino. Estuvo a punto de dejar la decisión a los dados, pero el tatuaje en su mano derecha le recordó sus pasadas desventuras en los juegos de azar y prefirió encomendar la tarea al espíritu de su madre y al de su maestro de acupuntura. Después de recorrer cinco templos haciendo ofrendas, echó la suerte con los palitos del I Chin, donde leyó que el momento era propicio, y así escogió la novia. El método no le falló. Cuando levantó el pañuelo de seda roja de la cabeza de su flamante esposa, después de cumplir las ceremonias mínimas, pues no tenía dinero para un casamiento más espléndido, se encontró ante un rostro armonioso, que miraba obstinadamente al suelo. Repitió su nombre tres veces antes que ella se atreviera a mirarlo con los ojos llenos de lágrimas, temblando de pavor.

—Seré bueno contigo —le prometió él, tan emocionado como ella.

Desde el instante en que levantó esa tela roja, Tao adoró a la joven que le había tocado en suerte. Ese amor lo tomó por sorpresa: no imaginaba que tales sentimientos pudieran existir entre un hombre y una mujer. Jamás había oído manifestar tal clase de amor, sólo había leído vagas referencias en la literatura clásica, donde las doncellas, como los paisajes o la luna, eran temas obligados de inspiración poética. Sin embargo, creía que en el mundo real las mujeres eran sólo criaturas de trabajo y reproducción, como las campesinas entre las cuales se había criado, o bien objetos caros de decoración. Lin no correspondía a ninguna de esas categorías, era una persona misteriosa y compleja, capaz de desarmarlo con su ironía y desafiarlo con sus preguntas. Lo hacía reír como nadie, le inventaba historias imposibles, lo provocaba con juegos de palabras. En presencia de Lin todo parecía iluminarse con un fulgor irresistible. El prodigioso descubrimiento de la intimidad con otro ser humano fue la experiencia más profunda de su vida. Con prostitutas había tenido encuentros de gallo apresurado, pero nunca había dispuesto del tiempo y del amor para conocer a fondo a ninguna. Abrir los ojos por las mañanas y ver a Lin durmiendo a su lado lo hacía reír de dicha y un instante después temblar de angustia. ¿Y si una mañana ella no despertaba? El dulce olor de su transpiración en las noches de amor, el trazo fino de sus cejas elevadas en un gesto de perpetua sorpresa, la esbeltez imposible de su cintura, toda ella lo agobiaba de ternura. ¡Ah! Y la risa de los dos. Eso era lo mejor de todo, la alegría desenfadada de ese amor. Los
libros de almohada
de su viejo maestro, que tanta exaltación inútil le habían causado en la adolescencia, probaron ser de gran provecho a la hora del placer. Como correspondía a una joven virgen bien criada, Lin era modesta en su comportamiento diario, pero apenas perdió el temor de su marido emergió su naturaleza femenina espontánea y apasionada. En corto tiempo esa alumna ávida aprendió las doscientas veintidós maneras de amar y siempre dispuesta a seguirlo en esa alocada carrera, sugirió a su marido que inventara otras. Por fortuna para Tao Chi'en, los refinados conocimientos adquiridos en teoría en la biblioteca de su preceptor incluían innumerables formas de complacer a una mujer y sabía que el vigor cuenta mucho menos que la paciencia. Sus dedos estaban entrenados para percibir los diversos pulsos del cuerpo y ubicar a ojos cerrados los puntos más sensibles; sus manos calientes y firmes, expertas en aliviar los dolores de sus pacientes, se convirtieron en instrumentos de infinito gozo para Lin. Además había descubierto algo que su honorable
zhong yi
olvidó enseñarle: que el mejor afrodisíaco es el amor. En la cama podían ser tan felices, que los demás inconvenientes de la vida se borraban durante la noche. Pero esos inconvenientes eran muchos, como fue evidente al poco tiempo.

Los espíritus invocados por Tao Chi'en para ayudarlo en su decisión matrimonial cumplieron a la perfección: Lin tenía los pies vendados y era tímida y dulce como una ardilla. Pero a Tao Chi'en no se le ocurrió pedir también que su esposa tuviera fortaleza y salud. La misma mujer que parecía inagotable por las noches, durante el día se transformaba en una inválida. Apenas podía caminar un par de cuadras con sus pasitos de mutilada. Es cierto que al hacerlo se movía con la gracia tenue de un junco expuesto a la brisa, como hubiera escrito el anciano maestro de acupuntura en algunas de sus poesías, pero no era menos cierto que un breve viaje al mercado a comprar un repollo para la cena significaba un tormento para sus
lirios dorados
. Ella no se quejaba jamás en alta voz, pero bastaba verla transpirar y morderse los labios para adivinar el esfuerzo de cada movimiento. Tampoco tenía buenos pulmones. Respiraba con un silbido agudo de jilguero, pasaba la estación de las lluvias moquillando y la temporada seca ahogándose porque el aire caliente se le quedaba atascado entre los dientes. Ni las yerbas de su marido ni los tónicos de su amigo, el doctor inglés, lograban aliviarla. Cuando quedó encinta sus males empeoraron, pues su frágil esqueleto apenas soportaba el peso del niño. Al cuarto mes dejó de salir por completo y se sentó lánguida frente a la ventana a ver pasar la vida por la calle. Tao Chi'en contrató dos sirvientas para hacerse cargo de las tareas domésticas y acompañarla, porque temía que Lin muriera en su ausencia. Duplicó sus horas de trabajo y por primera vez acosaba a sus pacientes para cobrarles, lo cual lo llenaba de vergüenza. Sentía la mirada crítica de su maestro recordándole el deber de servir sin esperar recompensa, pues «quien más sabe, más obligación tiene hacia la humanidad». Sin embargo, no podía atender gratis o a cambio de favores, como había hecho antes, pues necesitaba cada centavo para mantener a Lin con comodidad. Para entonces disponía del segundo piso de una casa antigua, donde instaló a su mujer con refinamientos que ninguno de los dos había gozado antes, pero no estaba satisfecho. Se le puso en la mente conseguir una vivienda con jardín, así ella tendría belleza y aire puro. Su amigo Ebanizer Hobbs le explicó —en vista que él mismo se negaba a contemplar las evidencias— que la tuberculosis estaba muy avanzada y no habría jardín capaz de curar a Lin.

—En vez de trabajar de la madrugada hasta la medianoche para comprarle vestidos de seda y muebles de lujo, quédese con ella lo más posible, doctor Chi'en. Debe gozarla mientras la tenga —le aconsejaba Hobbs.

Los dos médicos acordaron, cada uno desde la perspectiva de su propia experiencia, que el parto sería para Lin una prueba de fuego. Ninguno era entendido en esa materia, pues tanto en Europa como en China había estado siempre en manos de comadronas, pero se propusieron estudiar. No confiaban en la pericia de una mujerona burda, como juzgaban a todas las de ese oficio. Las habían visto trabajar, con sus manos asquerosas, sus brujerías y sus métodos brutales para desprender al niño de la madre, y decidieron librar a Lin de tan funesta experiencia. La joven, sin embargo, no quería dar a luz frente a dos hombres, especialmente si uno de ellos era un
fan güey
de ojos desteñidos, quien ni siquiera podía hablar la lengua de los seres humanos. Le rogó a su marido que acudiera a la partera del barrio, porque la decencia más elemental le impedía separar las piernas delante de un diablo extranjero, pero Tao Chi'en, dispuesto siempre a complacerla, esta vez se mostró inflexible. Por último transaron en que él la atendería personalmente, mientras Ebanizer Hobbs permanecía en la habitación del lado para darle apoyo verbal, en caso de necesitarlo.

El primer anuncio del alumbramiento fue un ataque de asma que por poco le cuesta la vida a Lin. Se confundieron los esfuerzos por respirar con los del vientre por expeler a la criatura y tanto Tao Chi'en, con todo su amor y su ciencia, como Ebanizer Hobbs con sus textos de medicina, fueron impotentes para ayudarla. Diez horas más tarde, cuando los gemidos de la madre se habían reducido al áspero borboriteo de un ahogado y el crío no daba señales de nacer, Tao Chi'en salió volando a buscar a la comadrona y, a pesar de su repulsión, la trajo prácticamente a la rastra. Tal como Chi'en y Hobbs temían, la mujer resultó ser una vieja maloliente con la cual fue imposible intercambiar ni el menor conocimiento médico, porque lo suyo no era ciencia, sino larga experiencia y antiguo instinto. Empezó por apartar a los dos hombres de un empellón, prohibiéndoles asomarse por la cortina que separaba los dos aposentos. Tao Chi'en nunca supo lo ocurrido tras aquella cortina, pero se tranquilizó cuando oyó a Lin respirar sin ahogarse y gritar con fuerza. En las horas siguientes, mientras Ebanizer Hobbs dormía extenuado en un sillón y Tao Chi'en consultaba desesperadamente al espíritu de su maestro, Lin trajo al mundo a una niña exangüe. Como se trataba de una criatura de sexo femenino, ni la comadrona ni el padre se preocuparon de revivirla, en cambio ambos se dieron a la tarea de salvar a la madre, quien iba perdiendo sus escasas fuerzas a medida que la sangre se escurría entre sus piernas.

Lin escasamente lamentó la muerte de la niña, como si adivinara que no le alcanzaría la vida para criarla. Se repuso con lentitud del mal parto y por un tiempo intentó ser otra vez la compañera alegre de los juegos nocturnos. Con la misma disciplina empleada en disimular el dolor de los pies, fingía entusiasmo por los apasionados abrazos de su marido. «El sexo es un viaje, un viaje sagrado», le decía a menudo, pero ya no tenía ánimo para acompañarlo. Tanto deseaba Tao Chi'en ese amor, que se las arregló para ignorar uno a uno los signos delatorios y seguir creyendo hasta el final que Lin era la misma de antes. Había soñado por años con hijos varones, pero ahora sólo pretendía proteger a su esposa de otra preñez. Sus sentimientos por Lin se habían transformado en una veneración que sólo a ella podía confesar; pensaba que nadie podría entender ese agobiante amor por una mujer, nadie conocía a Lin como él, nadie sabía de la luz que ella traía a su vida. Soy feliz, soy feliz, repetía para apartar las premoniciones funestas, que lo asaltaban apenas se descuidaba. Pero no lo era. Ya no se reía con la liviandad de antes y cuando estaba con ella apenas podía gozarla, salvo en algunos momentos perfectos del placer carnal, porque vivía observándola preocupado, siempre pendiente de su salud, consciente de su fragilidad, midiendo el ritmo de su aliento. Llegó a odiar sus
lirios dorados
, que al principio de su matrimonio besaba transportado por la exaltación del deseo. Ebanizer Hobbs era partidario de que Lin diera largos paseos al aire libre para fortalecer los pulmones y abrir el apetito, pero ella apenas lograba dar diez pasos sin desfallecer. Tao no podía quedarse junto a su mujer todo el tiempo, como sugería Hobbs, porque debía proveer para ambos. Cada instante separado de ella le parecía vida gastada en la infelicidad, tiempo robado al amor. Puso al servicio de su amada toda su farmacopea y los conocimientos adquiridos en muchos años de practicar medicina, pero un año después del parto Lin estaba convertida en la sombra de la muchacha alegre que antes fuera. Su marido intentaba hacerla reír, pero la risa les salía falsa a los dos.

Un día Lin ya no pudo salir de la cama. Se ahogaba, las fuerzas se le iban tosiendo sangre y tratando de aspirar aire. Se negaba a comer, salvo cucharaditas de sopa magra, porque el esfuerzo la agotaba. Dormía a sobresaltos en los escasos momentos en que la tos se calmaba. Tao Chi'en calculó que llevaba seis semanas respirando con un ronquido líquido, como si estuviera sumergida en agua. Al levantarla en brazos comprobaba cómo iba perdiendo peso y el alma se le encogía de terror. Tanto la vio sufrir, que su muerte debió llegar como un alivio, pero la madrugada fatídica en que amaneció abrazado junto al cuerpo helado de Lin, creyó morir también. Un grito largo y terrible, nacido del fondo mismo de la tierra, como un clamor de volcán, sacudió la casa y despertó al barrio. Llegaron los vecinos, abrieron a patadas la puerta y lo encontraron desnudo al centro de la habitación con su mujer en los brazos, aullando. Debieron separarlo a viva fuerza del cuerpo y dominarlo, hasta que llegó Ebanizer Hobbs y lo obligó a tragar una cantidad de láudano capaz de tumbar a un león.

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