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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Hijos de la mente (31 page)

BOOK: Hijos de la mente
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Pero en algún momento las preguntas dejaron de interesarle y se quedó dormido.

Eso le apetecía ahora: quedarse dormido.

Las tres mujeres que estaban alrededor de su cama lo vieron cerrar los ojos. Novinha incluso suspiró, pensando que había fracasado. Incluso empezó a darse la vuelta. Pero entonces Plikt gimió. Novinha se giró. A Ender se le había caído el cabello. Ella extendió la mano, queriendo tocarlo, hacer que todo volviera a ser como antes, pero sabiendo que lo mejor era no tocarlo, no despertarlo, dejarlo ir.

—No miréis —murmuró Valentine. Pero ninguna de las tres hizo un movimiento por marcharse. Observaron, sin tocar, sin volver a hablar, mientras a Ender la piel se le pegaba a los huesos, se secaba y desmoronaba, mientras se volvía polvo bajo las sábanas, sobre la almohada; luego el polvo mismo se redujo hasta que no quedó nada que ver. Nada. No había nadie allí, excepto el cabello muerto que se le había caído con anterioridad.

Valentine extendió la mano y empezó a recoger el cabello muerto. Por un momento Novinha se molestó. Luego comprendió. Tenía que enterrar algo. Había que celebrar un funeral y entregar a la tierra lo que quedara de Andrew Wiggin. Novinha la ayudó. Y cuando Plikt recogió también unos cuantos cabellos dispersos, Novinha no se lo impidió, sino que tomó los que le entregaba como tomaba los que Valentine había reunido. Ender era libre. Novinha lo había liberado. Había dicho las cosas que tenía que decir para dejarlo marchar.

¿Tenía razón Valentine? ¿Sería distinto, a la larga, de los otros que había amado y perdido? Más adelante lo sabría. Pero ahora, hoy, en este momento, lo único que Novinha sentía era el peso de la pena en su interior. No, quiso lamentarse. No, Ender, no era verdad. Todavía te necesito, todavía te quiero conmigo, ya sea por deber o por cumplimiento de un juramento; nadie me amó como tú me amaste y necesito eso, te necesito a ti, ¿dónde estás ahora, dónde estás cuando te amo tanto?

‹Se está soltando›, dijo la Reina Colmena.

‹¿Pero puede encontrar el camino a otro cuerpo? —preguntó Humano—. ¡No dejes que se pierda!

‹Depende de él —dijo la Reina Colmena—. De él y de Jane.›

‹¿Lo sabe ella?›

‹No importa dónde esté, sigue sintonizada con él. Sí, lo sabe. Lo está buscando incluso ahora. Sí, y allá va.›

Saltó de la red que tan amablemente la había contenido; se aferró a ella. Volveré, pensó, volveré a ti pero no para quedarme tanto tiempo; duele cuando me quedo tanto.

Saltó y se encontró de nuevo con aquel aiúa familiar con el que había estado mezclada durante tres mil años. Parecía perdido, confuso. Faltaba uno de los cuerpos, eso era. El anciano. La vieja forma familiar. Apenas se aferraba a los otros dos. No tenía raíz ni ancla. No sentía que perteneciera a ninguno de ellos. Era un extraño en su propia carne.

Se acercó a él. Esta vez sabía mejor que antes lo que hacía, cómo controlarse. Esta vez se contuvo, no tomó nada que fuera de él. No le disputó su posesión. Solamente se acercó.

A él, desorientado, le resultó familiar. Desarraigado de su hogar más antiguo notó que sí, la conocía, la conocía desde hacía mucho tiempo. Se acercó, sin temerla. Sí, más cerca, más cerca.

Sígueme.

Saltó al cuerpo de Valentine. Él la siguió. Ella lo atravesó sin tocar, sin saborear la vida: era él quien tenía que tocarla, él quien tenía que saborearla. Él se notó los miembros, los labios y la lengua; abrió los ojos y miró; pensó sus pensamientos; oyó sus recuerdos.

Lágrimas en los ojos, mejilla abajo. Profunda pena en el corazón. No puedo soportar estar aquí, pensó. No pertenezco a este lugar. Nadie me quiere aquí. Todos quieren que salga y me vaya.

La pena le desgarraba, le empujaba. Era un lugar insoportable para él.

El aiúa que había sido Jane se extendió, tanteando, y tocó un solo punto, una sola célula.

El se alarmó, pero un instante nada más. Esto no es mío, pensó. No pertenezco a esto. Es tuyo. Puedes tenerlo.

Ella le condujo aquí y allá dentro de aquel cuerpo, siempre tocando, dominándolo; pero esta vez, en lugar de combatirla, él le ofreció repetidamente el control. No me quieren aquí. Tómalo. Disfruta. Es tuyo. Nunca ha sido mío.

Sintió la carne volverse ella misma, más y más. Las células, a centenares, a millares, trasladaban su lealtad del antiguo amo que ya no quería estar allí a la nueva ama que las adoraba. Ella no les dijo, sois mías, como había intentado hacer anteriormente en una ocasión. Su grito de ahora fue soy toda vuestra; y luego, finalmente, sois yo.

Se sorprendió por la totalidad de este cuerpo. Se dio cuenta de que, hasta entonces, nunca había tenido un yo. Lo que había sido durante todos estos siglos era un aparato, no un yo. Había estado en un soporte vital, esperando una vida. Pero ahora, al probarse los brazos como si fueran mangas, descubrió que sí, que sus brazos eran así de largos; sí, esta lengua, estos labios se movían justo donde su lengua y labios debían moverse.

Y luego, brotando en su consciencia, llamando su atención (que antes había estado dividida en diez mil pensamientos simultáneos), llegaron recuerdos para ella desconocidos. Recuerdos de habla con labios y aliento. Recuerdos de cosas vistas, de sonidos oídos. Recuerdos de caminar, de correr.

Y luego recuerdos de personas. Se vio de pie en aquella primera nave estelar, mirando por primera vez… a Andrew Wiggin; la expresión de su rostro, su asombro al verla, su modo de mirar de un lado a otro, de ella a…

Peter.

Ender.

Peter.

Se había olvidado. Estaba tan absorta en este nuevo yo que descubrió que había olvidado el aiúa perdido que se lo había dado. ¿Dónde estaba?

Perdido, perdido. No en el otro, ni en ninguna parte, ¿cómo podía haberlo perdido? ¿Cuántos segundos, minutos, horas había estado ella fuera? ¿Dónde estaba él?

Salió del cuerpo, del yo que se llamaba a sí misma Val, y sondeó, buscó, pero no pudo encontrarlo.

Está muerto. Lo he perdido. Me dio esta vida y no tuvo forma de sujetarse; sin embargo me olvidé de él y ha muerto.

Pero entonces recordó que ya había estado fuera antes. Cuando lo persiguió por los tres cuerpos acabó por saltar, y ese salto la condujo al entramado de la red de árboles. Él lo haría de nuevo, por supuesto. Saltaría al único lugar al que ya había saltado.

Lo siguió y allí estaba, pero no donde había estado ella, no entre las madres-árbol, ni siquiera entre los padres-árbol. Ni entre los árboles. No, había seguido hasta donde ella no había querido continuar, a lo largo de las densas y tupidas lianas que conducían a ellas; no, no, a ella: la Reina Colmena. La que había llevado en su seca crisálida durante tres mil años, de un mundo a otro, hasta que por fin le encontró un hogar. Ahora ella le devolvía por fin su regalo. Cuando el aiúa de Jane sondeó entre las lianas que conducían hasta ella, allí estaba él, inseguro, perdido.

La reconoció. Aislado como estaba, resultaba sorprendente que supiera nada; pero la reconoció. Y una vez más la siguió. Esta vez no lo condujo al cuerpo que le había dado: ahora era suyo; no, era ella. Lo condujo a un cuerpo distinto de un lugar diferente.

Pero él reaccionó igual que con el cuerpo que ahora era de ella; parecía encontrarse extraño. Aunque los millones de aiúas del cuerpo lo buscaron, ansiosos de que los sostuviera, él se mantuvo apartado. ¿Tan terrible le había resultado lo visto y sentido en el otro cuerpo? ¿O era que este cuerpo, el de Peter, representaba para él todo lo que más temía de sí mismo? No lo tomaría. Era suyo y no podría, no…

Pero debía hacerlo. Ella lo guió, le entregó cada una de sus partes. Ahora tú eres esto. No importa lo que una vez significara para ti, ahora es diferente… en él puedes ser completo, puedes ser tú mismo.

No la entendió; desconectado de cualquier cuerpo, ¿hasta qué punto era capaz de pensar? Sólo sabía que no quería aquel cuerpo. Había entregado los cuerpos que quería.

Sin embargo, ella tiró de él y él la siguió. Esta célula, este tejido, este órgano, este miembro son tú; mira cómo te ansían, mira cómo te obedecen. Y lo hacían, le obedecían a pesar de su reluctancia. Le obedecieron hasta que por fin él empezó a pensar los pensamientos de la mente y a sentir las sensaciones del cuerpo. Jane esperaba, observando, reteniéndolo, deseando que se quedara lo suficiente para aceptar el cuerpo; pues sabía que sin ella se soltaría, se escaparía. No pertenezco a este lugar, decía su aiúa en silencio. No pertenezco a él, no pertenezco.

Wang-mu acunaba su cabeza en el regazo, lo arrullaba, sollozaba. A su alrededor los samoanos se congregaban para ver su pena. Sabía lo que significaba cuando lo vio desplomarse, cuando se quedó tan flácido, cuando se le cayó el cabello. Ender había muerto en algún lugar lejano y no encontraba su camino hasta aquí.

—Se ha perdido —lloró—. Se ha perdido.

Vagamente, oyó a Malu hablar en samoano. Y luego la traducción de Grace.

—No se ha perdido. Ella le ha guiado hasta aquí. La deidad le ha traído, pero él tiene miedo de quedarse.

¿Cómo podía tener miedo? ¿Peter asustado? ¿Ender asustado? Ridículo en ambos casos. ¿En qué aspecto había sido un cobarde? ¿Qué había temido?

Y entonces lo recordó: Ender temía a Peter, y Peter siempre había temido a Ender.

—No —dijo. No expresaba su pena sino su frustración, su furia, su necesidad—. ¡No, escúchame, perteneces a este lugar! ¡Éste eres tú, el auténtico tú! ¡No me importa si tienes miedo! No me importa lo perdido que puedas estar. Te quiero aquí. Éste es tu hogar y siempre lo ha sido. ¡Conmigo! Estamos bien juntos. Nos pertenecemos. ¡Peter! Ender… quienquiera que creas ser… ¿acaso me importa? Siempre has sido tú mismo, el mismo hombre que eres ahora, y éste ha sido siempre tu cuerpo. ¡Vuelve a casa! ¡Regresa!

Y entonces él abrió los ojos, y sus labios esbozaron una sonrisa.

—Eso sí que ha sido una buena actuación —dijo.

Furiosa, ella le rechazó.

—¿Cómo puedes reírte de mí de esta forma?

—Entonces no hablabas en serio. No te gusto, después de todo.

—Nunca he dicho que me gustaras —respondió ella.

—Sé lo que has dicho.

—Bueno —aceptó ella—. Bueno.

—Y era verdad. Lo era y lo es.

—¿Quieres decir que he dicho algo acertado, que me he tropezado con la verdad?

—Has dicho que pertenezco a este lugar —contestó Peter—. Y es cierto.

Extendió la mano para tocarle la mejilla, pero no se detuvo allí. Rodeó su cuello, y la atrajo hacia sí, y la abrazó. A su alrededor, dos docenas de enormes samoanos rieron y rieron.

Eres tú ahora, le dijo Jane. Eres tú entero. Una vez más. Eres el único.

Lo que él había experimentado mientras controló reacio el cuerpo fue suficiente. No hubo más timidez, ni más inseguridad. El aiúa que ella había dirigido a través del cuerpo tomó el control, ansioso como si éste fuera el primer cuerpo que poseía. Y quizá lo era. Al haber sido desconectado, aunque brevemente, ¿recordaría haber sido Ender Wiggin? ¿O había desaparecido la antigua vida? El aiúa era el mismo, brillante, poderoso; ¿pero quedaría alguno de los recuerdos, más allá de los que habían sido cartografiados por la mente de Peter Wiggin?

Ya no es mi problema, pensó ella. Él ya tiene su cuerpo. No morirá, por ahora. Y yo tengo el mío, tengo la diáfana red entre las madres-árbol, y en algún lugar, algún día, tendré de nuevo mis ansibles. No he sabido lo limitada que estaba hasta ahora, lo pequeña y diminuta que era; pero ahora me siento como mi amiga se siente: sorprendida por lo viva que estoy.

De vuelta a su nuevo cuerpo, a su nuevo yo, dejó que los pensamientos y los recuerdos volvieran a fluir, y esta vez no retuvo nada. Su consciencia-aiúa se abrumó en seguida por todo lo que sentía y experimentaba y pensaba y recordaba. Todo volvería a ella, del mismo modo en que la Reina Colmena advertía su propio aiúa y sus conexiones filóticas; volvía incluso ahora, en destellos, como una habilidad infantil en otro tiempo dominada y luego olvidada. Era también vagamente consciente, en el fondo de su mente, de que aún saltaba varias veces por segundo para completar el circuito de los árboles; pero lo hacía tan rápido que no perdía ninguno de los pensamientos que pasaban por su mente como Valentine.

Como Val.

Una Val que lloraba con las terribles palabras pronunciadas por Miro todavía resonando en sus oídos. Nunca me amó. Quería a Jane. Todos quieren a Jane y no a mí.

Pero yo soy Jane. Y soy yo. Soy Val.

Dejó de llorar. Se movió.

¡Se movió! Los músculos se tensaron y se relajaron, flexión y extensión; células milagrosas trabajando en equipo para mover pesados huesos y bolsas de piel y órganos, para agitarlos y equilibrarlos delicadamente.

La alegría que sentía era enorme. Brotaba de ella en… ¿qué era este espasmo compulsivo de su diafragma? ¿Qué era esta explosión de sonido que surgía de su propia garganta?

Era risa. Cuántas veces había simulado mediante chips informáticos el habla y la risa; pero nunca, nunca supo lo que significaba, cómo se sentía. No quería parar.

—Val —dijo Miro.

¡Oh, escuchar su voz a través de los oídos!

—Val, ¿te encuentras bien?

—Sí —dijo ella. Su lengua se movió, sus labios; respiraba, jadeaba, algo habitual para Val, pero fresco y nuevo y maravilloso para ella—. Y sí, debes seguir llamándome Val. Jane era otra cosa. Otra persona. Antes de ser yo, fui Jane. Pero ahora soy Val.

Le miró y vio (¡con los ojos!) cómo las lágrimas corrían por sus mejillas. Comprendió de inmediato.

—No —dijo—. No tienes que llamarme Val. Porque no soy la Val que conociste, y no me importa lo que sientes por ella. Sé lo que le dijiste. Sé cómo te dolió decirlo; recuerdo cómo a ella le dolió escucharlo. Pero no lo lamentes, por favor. Fue un gran regalo el que me hicisteis, tú y ella. Y fue también un regalo que tú le hiciste a ella. Vi su aiúa pasar a Peter. No está muerta. Y más importante aún, creo… al decir lo que le dijiste, la liberaste para hacer lo que mejor expresaba quién era realmente. La ayudaste a morir por vosotros. Y ahora es una con ella misma, una con él mismo. Siéntelo por ella, pero no lo lamentes. Y siempre puedes llamarme Jane.

Y entonces supo, la parte Val de ella supo, el recuerdo del yo que Val había sido supo lo que tenía que hacer. Se levantó de la silla, flotó hacia donde estaba Miro, lo rodeó con sus brazos (¡lo tocó con aquellas manos!), y dejó que apoyara la cabeza en su hombro y que sus lágrimas, primero calientes, luego frías, empaparan su camisa, su piel. Quemaba. Quemaba.

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