—Eso es —dijo Ela.
—¿Es qué? —preguntó Quara. Ahora le tocó el turno de molestarse, porque obviamente Ela se le había adelantado en algo.
—Sus señales no están hechas para ser representadas en una pantalla. Nosotros las representamos así porque tenemos un lenguaje escrito con símbolos que vemos a simple vista. Pero ellos deben de leer estas señales emitidas de forma más directa. El código llega, y de algún modo lo interpretan siguiendo las instrucciones para construir la molécula descrita en la emisión. Luego la «leen»… ¿cómo?, ¿Oliéndola? ¿Tragándosela? La cuestión es que, si las moléculas genéticas son su lenguaje, entonces deben de tomarlas en su cuerpo de algún modo igual que nosotros llevamos a nuestros ojos las imágenes de nuestra escritura en el papel.
—Ya veo —dijo Jane—. Tu hipótesis es que ellos esperan que construyamos una molécula a partir de lo que envían, no que nos limitemos a leerlo en una pantalla y a tratar de entenderlo en abstracto.
—Por lo que sabemos, quizá sea ése su modo de meter en cintura a la gente o de atacarla. Envían un mensaje. Para «escuchar», los otros tienen que leer la molécula en sus cuerpos y dejar que surta efecto sobre ellos. Así, si el efecto es el envenenamiento o una enfermedad mortal, con oír el mensaje basta para que se sometan. Es como si todo nuestro lenguaje tuviera que ser transmitido a base de golpecitos en la nuca. Para escuchar, tendríamos que tendernos y descubrirnos ante cualquiera que sea la herramienta que elijan para enviar el mensaje. Si es un dedo o una pluma, muy bien… pero si es un hacha o un machete o un martillo pilón, lo tenemos claro.
—No tiene por qué ser fatal —dijo Quara, olvidada su rivalidad con Ela mientras desarrollaba mentalmente la idea—. A lo mejor las moléculas tienen recursos para alterar la conducta y oír es sinónimo de obedecer.
—No sé si tenéis razón en los detalles —dijo Jane—. Pero eso da al experimento mucho más potencial de éxito. Y sugiere que quizá no tenga un sistema para atacarnos directamente. Eso cambia las probabilidades de riesgo.
—Y la gente dice que no se puede pensar bien sin un ordenador —dijo Miro.
De inmediato, se sintió avergonzado. Inadvertidamente, le había hablado como solía hacerlo cuando subvocalizaba para que ella le oyera a través de la joya. Pero ahora le pareció desalmado burlarse de ella por haber perdido su red informática. Podía bromear así con Jane-en-la-joya. Pero Jane-en-la-carne era un asunto diferente. Ahora era una persona, un ser humano por cuyos sentimientos había que preocuparse.
Jane siempre tuvo sentimientos, pensó Miro. Pero yo no los tenía demasiado en cuenta porque… porque no tenía que hacerlo. Porque no la veía. Porque, en cierto sentido, no era real para mí.
—Sólo quería decir… —se excusó Miro—. Sólo quería decir que está muy bien pensado.
—Gracias —respondió Jane. No había ningún atisbo de ironía en su voz, pero Miro sabía que estaba allí igualmente, porque era inherente a la situación. Miro, este humano lineal, le estaba diciendo a aquel ser brillante que había pensado bien… como si estuviera en disposición de juzgarla.
De repente se sintió furioso, no con Jane, sino consigo mismo.
¿Por qué tenía que cuidar cada palabra que decía sólo porque ella no había adquirido este cuerpo de forma normal? Puede que antes no fuera humana, pero desde luego lo era ahora, y se le podía hablar como a tal. Si fuera de algún modo distinta a los demás seres humanos, ¿qué? Todos los seres humanos eran distintos unos de otros y, sin embargo, se suponía que para ser educado y amable, había que tratarlos a todos básicamente como a iguales. ¿No diría «Ves lo que quiero decir» a un ciego, esperando que el uso metafórico de «ver» fuera tomado sin segundas? Bien, ¿por qué no decir entonces «bien pensado» a Jane? El hecho de que los procesos de pensamiento de Jane fueran insondablemente profundos para un humano no significaba que no se pudiera emplear una expresión común de acuerdo y aprobación cuando se hablaba con ella.
Al mirarla ahora, notó una especie de tristeza en sus ojos. Sin duda procedía de su obvia confusión: después de bromear con ella como siempre, de pronto se sentía cohibido, se echaba atrás. Por eso su agradecimiento había sido irónico. Porque quería que fuera natural con ella, y no podía.
No, no había sido natural, pero desde luego que podía.
¿Y qué importaba, de todas formas? Estaban aquí para resolver el problema de los descoladores, no para limar las asperezas en sus relaciones personales tras el cambio de cuerpos.
—¿He de entender que estamos de acuerdo —preguntó Ela en enviar mensajes codificados con la información contenida en el virus de la descolada?
—El primero solamente —dijo Jane—. Al menos para empezar. —Y cuando respondan, trataré de hacer una simulación de lo que sucedería si construyéramos e ingiriéramos la molécula que nos envíen —dijo Ela.
—Si nos envían una —repuso Miro—. Si vamos por buen camino.
—Sí que eres Don Optimista —dijo Quara.
—Soy Don Asustado de la cabeza a los pies. Mientras que tú eres solamente Doña Latosa.
—¿No podemos llevarnos bien? —gimió Jane—. ¿No podemos ser todos amigos?
Quara se volvió hacia ella.
—¡Escucha, tú! No importa qué clase de supercerebro fueras, pero manténte al margen de las conversaciones familiares, ¿me oyes?
—¡Mira a tu alrededor, Quara! —le gritó Miro—. Si se mantuviera fuera de las conversaciones familiares, ¿cuándo podría hablar?
Apagafuegos levantó la mano.
—Yo he permanecido al margen. ¿Nadie me agradece eso? Jane hizo un leve gesto para mandar callar a Miro y a Apaga fuegos.
—Quara —dijo tranquilamente—. Voy a explicarte la auténtica diferencia entre tus hermanos y yo. Ellos están acostumbrados ti porque te conocen de toda la vida. Te son leales porque atravesasteis juntos algunas experiencias terribles en vuestra familia. Son pacientes con tus infantiles estallidos y tu tozudez de mula porque se dicen, una y otra vez, que no puedes evitarlo, que tuviste una infancia problemática. Pero yo no soy un miembro de la familia, Quara. Y al ser alguien que te ha observado en tiempos de crisis, no tengo miedo de exponerte mis cándidas conclusiones. Eres bastante brillante y buena en lo que haces. A menudo eres perceptiva y creativa, y te diriges hacia las soluciones con sorprendente rectitud y perseverancia.
—Discúlpame —dijo Quara—, ¿me estás reprendiendo o qué?
—Pero no eres lo bastante lista y creativa y brillante y directa y perseverante como para que merezca la pena soportar más de quince segundos toda la soberana mierda que viertes cada minuto que estás despierta sobre tu familia y sobre cuantos te rodean. Claro que pasaste una infancia terrible, pero de eso hace unos cuantos años, y tendrías que haberlo superado y llevarte bien con los demás como una adulta educada normal.
—En otras palabras —dijo Quara—, no te gusta tener que admitir que alguien pueda ser lo bastante listo para tener una idea que a ti no se te ha ocurrido.
—No me comprendes… No soy tu hermana. Ni siquiera soy humana, técnicamente hablando. Si esta nave vuelve alguna vez a Lusítania será porque yo, con mi mente, la envíe allí. ¿Lo entiendes? ¿Entiendes la diferencia entre nosotras? ¿Puedes enviar siquiera una mota de polvo de tu regazo al mío?
—No veo que estés enviando naves espaciales a ninguna parte ahora mismo —dijo Quara, triunfante.
—Sigues intentando anotarte puntos a mi costa sin entender que no estoy discutiendo contigo. Lo que me dices es irrelevante. Lo único que importa es lo que yo te estoy diciendo a ti. Y te estoy diciendo que mientras tus hermanos soportan por ti lo insoportable, yo no lo haré. Sigue así, niña malcriada, y cuando esta nave vuelva a Lusítania tal vez no estés a bordo.
La expresión del rostro de Quara casi consiguió que Miro soltara una carcajada. Sabía, no obstante, que no era un buen momento para expresar su alegría.
—Me está amenazando —dijo Quara a los demás—. ¿La oís? Intenta coaccionarme amenazando con matarme.
—Yo nunca te mataría —dijo Jane—. Pero puedo ser incapaz de concebir tu presencia en esta nave cuando la lleve al Exterior y la traiga de vuelta al Interior. Pensar en ti podría resultarme tan insoportable que mi yo inconsciente rechazara esa idea y te excluyera. En realidad no comprendo, conscientemente, cómo funciona todo esto. No sé cómo está relacionado con mis sentimientos. Nunca he intentado transportar a alguien a quien odie. Sin duda intentaría llevarte con los demás, aunque sólo fuera porque, por razones que escapan a la comprensión, Miro y Ela seguramente se enfadarían conmigo si no lo hiciera. Pero intentar no es necesariamente tener éxito. Así que te sugiero, Quara, que te esfuerces un poquito en tratar de ser menos repulsiva.
—Así que en esto consiste el poder para ti —dijo Quara—. Es una oportunidad para empujar a la gente y actuar como una reina.
—Realmente no eres capaz, ¿verdad? —preguntó Jane.
—¿De qué? ¿De inclinarme y besarte los pies?
—De cerrar la boca para salvar tu propia vida.
—Estoy intentando resolver nuestro problema de comunicación con una especie alienígena, y a ti te preocupa que no sea lo bastante simpática contigo.
—Pero Quara, ¿no se te ha ocurrido que, cuando lleguen a conocerte, incluso los alienígenas desearán que nunca hubieras aprendido su idioma?
—Desde luego, desearía que tú no hubieras aprendido el mío —dijo Quara—. Estás tan pagada de ti misma, ahora que tienes ese bonito cuerpo para jugar… Bueno, no eres la reina del universo y no voy a saltar aros en llamas por ti. No fue idea mía hacer este viaje, pero aquí estoy… aquí estoy, la gran molestia, y si hay algo en mí que no te gusta, ¿por qué no te lo callas? Y ya que estamos con las amenazas, creo que si me presionas demasiado te arreglaré la cara más a mi gusto. ¿Está eso claro?
Jane se soltó de su asiento y flotó de la cabina principal al corredor que conducía a los almacenes de la lanzadera. Miro la siguió, ignorando a Quara, que decía a los demás:
—¿Habéis visto cómo me ha hablado? ¿Quién se cree que es, que se atreve a juzgar quién es demasiado irritante para vivir?
Miro siguió a Jane al almacén. Estaba agarrada a un asidero de la otra pared del fondo, con la cabeza inclinada y sacudiéndose de tal forma que se preguntó si no estaría vomitando. Pero no. Estaba llorando. O más bien, estaba tan furiosa que su cuerpo sollozaba y producía lágrimas por la pura imposibilidad de contener la emoción. Miro le tocó el hombro para intentar calmarla. Ella se apartó.
Por un momento, él estuvo a punto de decir: «Muy bien, como quieras.» Luego se habría marchado, furioso consigo mismo, frustrado porque ella no quería aceptar su consuelo. Pero entonces recordó que nunca había estado así de enfadada, ni había tenido que vérselas con un cuerpo que respondiera de esa forma. Al principio, cuando había empezado a reprender a Quara, Miro se había dicho que ya era hora de que alguien le parara los pies. Pero al continuar y continuar la discusión, Miro se había dado cuenta de que no era Quara la que estaba fuera de control, sino Jane. No sabía cómo afrontar sus emociones. No sabía cuándo merecía la pena continuar. Sentía lo que sentía, y no sabía hacer otra cosa que expresarlo.
—Ha sido difícil —le dijo Miro—, cortar la discusión y venir aquí.
—Quería matarla —dijo Jane. Su voz era casi ininteligible por el llanto, por la salvaje tensión de su cuerpo—. Nunca había sentido nada parecido. Quería levantarme de la silla y destrozarla con las manos desnudas.
—Bienvenida al club.
—No comprendes. De verdad que quería hacerlo. Tenía los músculos en tensión; estaba dispuesta a hacerlo. Iba a hacerlo.
—Lo que digo. Quara nos hace sentir así a todos.
—No —dijo Jane—. No así. Todos conserváis la calma, todos os controláis.
—Y tú también lo harás, cuando tengas un poco más de práctica. Jane alzó la cabeza, la echó hacia atrás, la sacudió. Su cabello osciló ingrávido en el aire.
—¿Realmente te sientes igual?
—Todos nosotros —dijo Miro—. Para eso está la infancia… para aprender a superar las tendencias violentas. Pero todos nosotros las tenemos. Los chimpancés y los babuinos también. Todos los primates. Amagamos. Tenemos que expresar nuestra furia físicamente.
—Pero tú no lo haces. Te quedas tan tranquilo. La dejas farfullar y decir esas horribles…
—Porque no merece la pena detenerla. Ella paga su precio. Está desesperadamente sola y nadie busca a propósito una oportunidad para pasar el tiempo en su compañía.
—Y ése es el único motivo por el que no está muerta.
—Eso es —dijo Miro—. Eso es lo que hace la gente civilizada: evita lo que las enoja. O, si no puede, se inhibe. Eso es lo que Ela y yo hacemos casi siempre. Nos inhibimos. Dejamos que sus provocaciones nos pasen por encima.
—Yo no puedo. Era tan sencillo antes de que sintiera estas cosas… Podía dejarla fuera.
—Eso es. Es lo que hacemos. La dejamos fuera.
—Es más complicado de lo que pensaba. No sé si soy capaz.
—Sí, bueno, no tienes elección ahora mismo, ¿sabes?
—Miro, lo lamento mucho. Siempre sentí lástima por los humanos porque sólo podéis pensar en una cosa cada vez y vuestros recuerdos son tan imperfectos y… ahora me doy cuenta de que terminar el día sin matar a alguien puede ser todo un logro.
—Uno se acostumbra. La mayoría de nosotros consigue mantener reducido el cómputo de bajas. Es la convivencia vecinal.
Tardó un instante (un sollozo, y un hipido), pero luego ella se rió con una risa dulce y suave que Miro agradeció porque era un sonido que conocía y amaba, una risa que le gustaba oír. Y era su querida amiga quien reía. Su querida amiga Jane, con la risa y la voz de su amada Val. Una persona ahora. Después de todo aquel tiempo podía extender la mano y tocar a Jane, que siempre había estado imposiblemente lejos. Era como tener un amigo por teléfono y conocerlo por fin cara a cara.
La volvió a tocar, y ella cogió su mano y la sostuvo.
—Lamento que mis propias debilidades se interpongan en lo que estamos haciendo —dijo Jane.
—Sólo eres humana.
Ella lo miró, buscó en su rostro ironía, amargura.
—Hablo en serio —dijo él—. El precio de tener estas emociones, estas pasiones, es que hay que controlarlas, hay que soportarlas cuando son insoportables. Ahora eres humana. Nunca conseguirás que esos sentimientos desaparezcan. Sólo tienes que aprender a no actuar siguiéndolos.