—¿Estás pensando en volar un planeta poblado por una especie inteligente? —preguntó Wang-mu.
—Ahora mismo no —dijo Quara, como si Wang-mu fuera la persona más estúpida con la que jamás había perdido el tiempo hablando—. Si determinamos que son, ya sabes, lo que Valentine los llamó: varelse. Imposible razonar con ellos. Imposible coexistir.
—Entonces, lo que estás diciendo es que…
—Estoy diciendo lo que digo —respondió Quara. Wang-mu continuó.
—Lo que estás diciendo es que el almirante Lands no estaba equivocado por principio, simplemente se confundía en este caso concreto. Si el virus de la descolada hubiera seguido siendo una amenaza en Lusitania, entonces su deber habría sido volar el planeta.
—¿Qué son las vidas de la gente de un planeta comparadas con toda la vida inteligente?
—¿Es ésta la misma Quara Ribeira que intentó impedirnos que destruyéramos el virus de la descolada porque podía ser inteligente? —dijo Miro. Parecía divertido.
—He pensado mucho desde entonces. Era infantil y sentimental. La vida es preciosa. La vida inteligente aún más. Pero cuando un grupo inteligente amenaza la supervivencia de otro, entonces el grupo amenazado tiene derecho a protegerse. ¿No es lo que hizo Ender? ¿Una y otra vez?
Quara miró de uno a otro, triunfante. Peter asintió.
—Sí —dijo—. Lo que hizo Ender.
—En un juego —añadió Wang-mu.
—En la lucha con dos niños que amenazaban su vida. Se aseguró de que nunca volvieran a hacerlo. Así es como se libra la guerra, por si alguno de vosotros piensa lo contrario. No se pelea con una fuerza mínima, sino con la fuerza máxima a un coste soportable. No se pellizca al enemigo, ni siquiera se le hace sangre, se destruye su capacidad de contraatacar. Es la estrategia que se utiliza con las enfermedades. No se trata de buscar una droga que mate el noventa y nueve por ciento de las bacterias o los virus. Si se hace así, lo único que se consigue es crear una nueva cepa resistente a la droga. Hay que matar el cien por cien.
Wang-mu trató de encontrar un argumento para rebatirla.
—¿Es la enfermedad una analogía válida?
—¿Cuál es tu analogía? —respondió Peter—. ¿Un combate de lucha libre? ¿Pelear hasta agotar la resistencia de tu oponente? Muy bien… siempre que tu oponente luche siguiendo las mismas reglas.
Pero si tú estás dispuesto a boxear y él saca un cuchillo o una pistola, ¿qué? ¿Y si es un partido de tenis? ¿Sigues jugando hasta que tu oponente hace estallar una bomba bajo tus pies? No hay ninguna regla. En la guerra.
—¿Pero es esto una guerra? —preguntó Wang-mu.
—Como dijo Quara —respondió Peter—, si descubrimos que no se puede tratar con ellos, entonces sí, es la guerra. Lo que hicieron con Lusitania, con los indefensos pequeninos, fue devastador, impío, guerra total sin que les importaran los derechos del otro bando. Ese es nuestro enemigo, a menos que podamos hacerles comprender las consecuencias de lo que hicieron. ¿No es eso lo que estabas diciendo, Quara?
—Exactamente.
Wang-mu sabía que había algo equivocado en este razonamiento, pero no podía detectarlo.
—Peter, si realmente piensas así, ¿por qué no te quedaste con el Pequeño Doctor?
—Porque podríamos estar equivocados, y el peligro no ser inminente.
Quara chasqueó la lengua, despreciativa.
—No estuviste aquí, Peter. No viste lo que nos lanzaron… un virus especialmente creado, hecho a medida para que nos quedáramos sentados como idiotas mientras ellos venían y se apoderaban de nuestra nave.
—¿Y cómo lo enviaron, en un hermoso sobre? ¿Enviaron un cachorro infectado, sabiendo que no podríais resistiros a cogerlo y abrazarlo?
—Emitieron el código. Pero esperaban que lo interpretáramos haciendo la molécula que luego tendría su efecto.
—No —dijo Peter—, especulasteis que así es como funciona su idioma, y luego empezasteis a actuar como si esa suposición fuera la verdad.
—¿Y cómo sabes que no lo es?
—No sé nada. Eso es lo que planteo. No lo sabemos. No podemos saberlo. Si los viéramos lanzar sondas, o si empezaran a intentar borrar esta nave del cielo, tendríamos que actuar. Tendríamos, por ejemplo, que mandar naves tras las sondas y estudiar detenidamente los virus que enviaran. O, si atacaran esta nave, emprender una acción evasiva y analizar sus armas y tácticas.
—Eso está muy bien ahora —dijo Quara—. Ahora que Jane está a salvo y las madres-árbol siguen intactas y puede controlar los vuelos estelares. Ahora podemos responder con sondas y esquivar los misiles o lo que sea. ¿Pero y antes, cuando estábamos indefensos aquí? ¿Cuando sólo nos quedaban unas cuantas semanas de vida, o eso pensábamos?
—Entonces tampoco tenías el Pequeño Doctor, así que no podrías haber volado este planeta —le contestó Peter—. No pusimos nuestras manos sobre el Artefacto D.M. hasta después de que el poder de vuelo de Jane fuera restaurado. Y con ese poder ya no es necesario destruir el planeta de la descolada hasta y a menos que suponga un peligro demasiado grande para evitarlo de otra forma.
Quara se echó a reír.
—¿Qué es esto? Pensaba que Peter era la parte desagradable de la personalidad de Ender. Resulta que eres todo luz y dulzura. Peter sonrió.
—Hay ocasiones en que tienes que defenderte o defender a otros de un mal implacable. Y en algunas de esas ocasiones la única defensa que tiene esperanza de éxito es el uso de la fuerza bruta. En tales ocasiones la buena gente actúa brutalmente.
—No empezaremos con las autojustificaciones, ¿verdad? —dijo Quara—. Eres el sucesor de Ender. Por tanto te parece conveniente creer que esos niños que Ender mató fueron excepciones a tu regla.
—Justifico a Ender por su ignorancia e indefensión. Nosotros no estamos indefensos. El Congreso Estelar y la Flota Lusitania no estaban indefensos. Y decidieron actuar antes de acabar con su ignorancia.
—Ender decidió emplear el Pequeño Doctor mientras era ignorante.
—No, Quara. Los adultos que le mandaban lo emplearon. Podrían haber interceptado y bloqueado su decisión. Tuvieron tiempo de sobra para anular la orden. Ender creía estar jugando. Pensaba que al usar el Pequeño Doctor en la simulación demostraría ser indigno de confianza, rebelde, o incluso demasiado brutal para que se le otorgara el mando. Intentaba que lo expulsaran de la Escuela de Mando. Eso es todo. Hacía lo necesario para que dejaran de torturarlo. Los adultos fueron quienes decidieron lanzar su arma más poderosa: Ender Wiggin. No más esfuerzos por intentar hablar con los insectores, por comunicarse. Ni siquiera al final, cuando supieron que Ender iba a destruir el mundo natal de los insectores. Habían decidido ir a matar, no importaba lo que pasase. Como el almirante Lands. Como tú, Quara.
—¡He dicho que esperaría hasta que lo averiguáramos!
—Bien —dijo Peter—. Entonces no estamos en desacuerdo.
—¡Pero deberíamos tener el Pequeño Doctor aquí!
—El Pequeño Doctor no debería existir. Nunca fue necesario.
Nunca fue apropiado. Porque el coste es demasiado alto.
—¡Coste! —se burló Quara—. ¡Es más barato que las antiguas armas nucleares!
—Hemos tardado tres mil años en superar la destrucción del planeta natal de las reinas colmena. Ése es el coste. Si usamos el Pequeño Doctor, entonces somos el tipo de gente que aniquila otras especies. El almirante Lands era igual que los hombres que utilizaron a Ender Wiggin. Habían decidido ya. Ése fue el peligro. Ése fue el mal. Había que destruir. Pensaban haber decidido bien. Estaban salvando a la raza humana. Pero no era así. Había un montón de diferentes motivos implicados, pero al decidir utilizar el arma, también decidieron no intentar comunicarse con el enemigo. ¿Por qué no hubo una demostración del Pequeño Doctor en una luna cercana? ¿Dónde estuvo el intento de Lands de verificar que la situación de Lusitania no había cambiado? Y tú, Quara… ¿qué metodología planeabas usar exactamente para decidir si los descoladores eran demasiado malignos para que se les permitiera vivir? ¿Hasta qué punto sabes que son un peligro insoportable para todas las otras especies inteligentes?
—Míralo al revés, Peter. ¿Hasta qué punto sabes tú que no lo son?
—Tenemos armas mejores que el Pequeño Doctor. Ela diseñó una vez una molécula para bloquear los efectos dañinos de la descolada sin destruir su capacidad para contribuir a las transformaciones de la flora y fauna de Lusitania. ¿Quién dice que no podemos hacer lo mismo con cada plaga que nos envíen hasta que se rindan? ¿Quién dice que no están ya tratando desesperadamente de comunicarse con nosotros? ¿Cómo sabes que la molécula que enviaron no era un intento de que estuviéramos contentos con ellos de la única forma en que sabían, enviándonos una molécula que eliminara nuestra ira? ¿Cómo sabes que no están temblando de terror en ese planeta porque tenemos una nave que puede desaparecer y reaparecer en cualquier otra parte? ¿Estamos nosotros intentando hablar con ellos?
Peter los abarcó a todos con la mirada.
—¿No lo comprendéis? Sólo hay una especie que conozcamos que haya tratado deliberada, conscientemente de destruir otra raza inteligente sin ningún intento serio de mandar una advertencia o en blar comunicación. Nosotros. El primer xenocidio falló porque las víctimas del ataque consiguieron esconder a una hembra preñada. La segunda vez falló por un motivo mejor… porque algunos miembros de la raza humana decidieron detenerlo. No sólo algunos, muchos. El Congreso. Una gran corporación. Un filósofo de Viento Divino. Un santón samoano y sus amigos creyentes de Pacífica. Wang-mu y yo. Jane. Y los propios hombres y oficiales del almirante Lands, cuando finalmente entendieron la situación. Estamos mejorando, ¿no lo veis? Pero sigue en pie un hecho: los humanos somos la raza inteligente que ha mostrado más tendencia a rechazar deliberadamente la comunicación con otras especies y que en cambio las ha destruido por completo. Tal vez los descoladores sean varelse y tal vez no. Pero me asusta mucho más la idea de que los varelse seamos nosotros. Ése es el coste de emplear el Pequeño Doctor cuando no es necesario y nunca lo será, dadas las otras herramientas de que disponemos. Si decidimos usar el Artefacto D.M., entonces no somos ramen. Nunca se podrá confiar en nosotros. Somos la especie que merecería morir por el bien de toda la otra vida inteligente.
Quara sacudió la cabeza, pero su desdén había desaparecido.
—Me parece que alguien está intentando ganarse el perdón por sus propios crímenes.
—Ése era Ender —dijo Peter—. Se pasó la vida intentando convertirse a sí mismo y a todos los demás en ramen. Miro a mi alrededor en esta nave, pienso en lo que he visto, en la gente que he conocido en los últimos meses, y pienso que la raza humana no lo está haciendo del todo mal. Nos movemos en la dirección adecuada. Unos cuantos tropiezos aquí y allá. Un poco de charla ruidosa. Pero empezamos a ser dignos de asociarnos con las reinas colmena y los pequeninos. Y si los descoladores están un poco más lejos de ser ramen que nosotros, eso no significa que tengamos derecho a destruirlos. Significa que con más motivo debemos ser pacientes con ellos y tratar de educarlos. ¿Cuántos años hemos tardado en llegar aquí desde que marcábamos los sitios de las batallas con pilas de cráneos humanos? Miles. Y todo el tiempo tuvimos maestros tratando de hacernos cambiar, señalando el camino. Poco a poco, aprendimos. Enseñémosles… si no saben ya más que nosotros.
—Podríamos tardar años en aprender su lenguaje —dijo Ela.
—El transporte es barato ahora —repuso Peter—. No pretendía ofenderte, Jane. Podemos mantener equipos de trabajo yendo y viniendo durante mucho tiempo sin que resulte pesado para nadie. Podemos hacer que una flota vigile este planeta. Con pequeninos, reinas colmena, investigadores humanos. Durante siglos. Durante milenios. No hay prisa.
—Creo que eso es peligroso —dijo Quara.
—Y yo creo que tú sientes el mismo deseo instintivo que todos nosotros, el que nos causa tantos problemas constantemente. Sabes que vas a morir, y quieres verlo todo resuelto antes de que eso suceda.
—¡No soy tan vieja todavía! —dijo Quara. Miro intervino.
—Tiene razón, Quara. Desde que murió Marcáo, la muerte ha pesado sobre ti. Pensadlo, todos. Los humanos somos la especie que vive poco tiempo. Las reinas colmena suponen que vivirán para siempre. Los pequeninos tienen la esperanza de muchos siglos en la tercera vida. Nosotros somos los que siempre tenemos prisa. Somos los que estamos empeñados en tomar decisiones sin obtener suficiente información, porque queremos actuar ahora, mientras aún tenemos tiempo.
—¿Y qué? ¿Esa es tu decisión? —dijo Quara—. ¿Dejar que esta grave amenaza para todo tipo de vida siga ahí, pergeñando planes mientras nosotros miramos desde el cielo?
—Nosotros no —dijo Peter.
—No, es verdad. Tú no participas en este proyecto.
—Yo sí, pero tú no. Vas a regresar a Lusitania, y Jane nunca te traerá de vuelta. No hasta que hayas pasado años demostrando que controlas tus recelos personales.
—¡Arrogante hijo de puta! —gritó Quara.
—Todo el mundo sabe que tengo razón. Eres como Lands. Estás demasiado dispuesta a tomar una decisión de alcances devastadores y luego te niegas a dejar que ningún argumento te haga cambiar de opinión. Hay mucha gente como tú, Quara. Pero no podemos dejar que ninguno de ellos se acerque a este planeta hasta que sepamos más. Puede que un día todas las especies inteligentes lleguen a la conclusión de que los descoladores son en efecto varelse y deben ser destruidos. Pero me parece poco probable que alguno de los presentes, excepto Jane, siga vivo cuando llegue ese día.
—¿Qué, crees que viviré eternamente? —dijo Jane.
—Será mejor que sí. A menos que Miro y tú podáis tener hijos que sepan lanzar naves estelares cuando crezcan.
Se volvió hacia Jane.
—¿Puedes llevarnos a casa ahora?
—Dicho y hecho.
Abrieron la puerta. Salieron de la nave, a la superficie de un mundo que no iba a ser destruido después de todo. Todos excepto Quara.
—¿No viene con nosotros? —preguntó Wang-mu.
—Tal vez necesite estar un rato a solas —dijo Peter. —Seguid vosotros.
—¿Crees que puedes tratar con ella?
—Creo que puedo intentarlo.
Peter la besó.
—He sido duro con ella. Dile que lo siento.
—Tal vez más tarde puedas decírselo tú mismo.
Entró en la nave. Quara estaba sentada ante su terminal. Los últimos datos que analizaba antes de la llegada de Peter y Wang-mu todavía flotaban en el aire.