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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

Hijos de la mente (40 page)

BOOK: Hijos de la mente
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Si pudiera encontrarse algún medio…, pensaba una y otra vez. Si cuando pase a tiempo real el Congreso nos enviara la noticia de que se ha encontrado un antídoto eficaz o una vacuna útil para detener la descolada… Cualquier cosa que demostrara que ya no había peligro. Cualquier cosa que pudiera mantener al Pequeño Doctor, desarmado, en su sitio, en la nave insignia.

Esos deseos, sin embargo, apenas podían ser considerados esperanzas. No había ninguna posibilidad. Aunque se hubiera encontrado una cura en la superficie de Lusitania, ¿cómo se sabría? No, Lands tendría que hacer conscientemente lo que Ender Wiggin hizo con toda su inocencia.

Y lo haría. Soportaría las consecuencias.

Bajaría la cabeza ante quienes lo vilipendiaran. Pues sabría que hizo lo que era necesario para el bien de la humanidad; y comparado con eso, ¿qué importaba que un individuo fuera honrado o injustamente odiado?

En el momento en que la red ansible se restauró, Yasujiro Tsu-tsumi envió sus mensajes; luego se acomodó en la instalación ansible de la novena planta de su edificio y esperó con impaciencia. Si la familia decidía que su idea tenía mérito suficiente para que valiera la pena discutirla, sus miembros querrían una conferencia en tiempo real, y estaba decidido a no ser él quien los hiciera esperar. Y si le respondían con una negativa, quería ser el primero en leerla, para que sus ayudantes y colegas de Viento Divino la oyeran de sus labios y no como un rumor a sus espaldas.

¿Comprendía Aimaina Hikari lo que le había pedido que hiciera? Yasujiro estaba en la cima de su carrera. Si lo hacía bien, empezaría a moverse de mundo en mundo, formaría parte de la elite cuyos miembros, liberados del tiempo, eran enviados al futuro a través del efecto de dilatación temporal del viaje interestelar. Pero si le consideraban un segundón, sería trasladado o degradado en la organización de Viento Divino. Nunca saldría de aquí, y se enfrentaría siempre a la piedad de aquellos que sabían que fue uno que no tuvo lo que hacía falta para pasar de una vida pequeña a la libre eternidad flotante de la dirección superior.

Probablemente Aimaina sabía todo esto. Pero aunque no supiera lo frágil que era la posición de Yasujiro, descubrirlo no lo habría detenido. Salvar otra especie de una aniquilación innecesaria… eso merecía unas cuantas carreras. ¿Podía evitar Aimaina que su propia carrera quedara arruinada? Era un honor que hubiera escogido a Yasujiro, que le hubiera considerado lo bastante sabio para reconocer el peligro moral que corría el pueblo de Yamato y lo suficientemente valiente para actuar según ese conocimiento sin importarle el coste personal.

Un honor semejante… Yasujiro esperaba que fuera suficiente para hacerle feliz si todo lo demás fallaba. Pues pensaba dejar la compañía Tsutsumi si era rechazado. Si no actuaban para impedir el peligro, no podría quedarse. Ni podría tampoco permanecer en silencio. Hablaría e incluiría a los Tsutsumi en su condena. No amenazaría con hacerlo, pues la familia desdeñaba cualquier amenaza. Simplemente hablaría. Entonces, por su deslealtad, ellos actuarían para destruirlo. Ninguna compañía lo contrataría. Ningún cargo público permanecería mucho tiempo en sus manos. No bromeaba cuando le dijo a Aimaina que se iría a vivir con él. Cuando la familia Tsutsumi decidía castigar, el descreído no tenía más remedio que acudir a la piedad de sus amigos… si tenía algún amigo que no se sintiera aterrado por la ira Tsutsumi.

Todas estas sombrías perspectivas tenía en mente Yasujiro mientras esperaba y esperaba, hora tras hora. Sin duda no habrían ignorado su mensaje. Debían de estar leyéndolo y discutiéndolo.

Finalmente, se quedó dormido. La operadora ansible, una mujer que no estaba de servicio antes, lo despertó.

—¿Es usted por casualidad el honorable Yasujiro Tsutsumi?

La conferencia estaba ya en curso; a pesar de sus mejores intenciones, fue el último en llegar. El coste de una reunión semejante en tiempo real era impresionante, por no mencionar la molestia. Con el nuevo sistema informático cada participante en una conferencia tenía que estar presente ante el ansible, ya que ninguna reunión era posible con la espera que implicaba el desfase temporal insertado entre cada comentario y su respuesta.

Cuando Yasujiro vio los rótulos identificativos bajo los rostros que aparecían en el terminal se sintió a la vez excitado y horrorizado. Este asunto no había sido delegado a burócratas de segunda de la oficina principal de Honshu. El propio Yoshiaki-Seiji Tsutsumi, el anciano que había dirigido la Tsutsumi durante toda la vida de Yasujiro, estaba allí. Esto debía de ser una buena señal. Yoshiaki-Seiji (o «Sí Señor», como le llamaban, aunque no a la cara, por supuesto) nunca perdería el tiempo colocándose frente a un ansible simplemente para rechazar una propuesta sorprendente.

Sí Señor no habló, desde luego. Fue el viejo Eiichi quien tomó la palabra. Eiichi era la voz de la conciencia de los Tsutsumi… lo que, a decir de muchos cínicos, implicaba que debía de ser sordomudo.

—Nuestro joven hermano ha sido atrevido, pero fue sabio al transmitirnos los pensamientos y sentimientos de nuestro honrado maestro Aimaina Hikari. Aunque ninguno de nosotros en Honshu ha tenido el privilegio de conocer personalmente al Custodio del Yamato, hemos sido todos conscientes de sus palabras. No estábamos preparados para pensar que los japoneses fueran responsables, como pueblo, de la Flota Lusitania; ni para pensar que los Tsutsumi tuvieran ninguna responsabilidad especial en una situación política sin conexión evidente con las finanzas o la economía en general.

»Las palabras de nuestro joven hermano fueron sentidas y valientes; de no proceder de alguien que ha sido convenientemente modesto y respetuoso durante todos sus años de trabajo con nosotros, cuidadoso pero atrevido para correr riesgos en el momento adecuado, tal vez no hubiésemos escuchado su mensaje. Pero lo escuchamos; lo estudiamos y descubrimos por nuestras fuentes gubernamentales que la influencia japonesa sobre el Congreso Estelar fue y continúa siendo básica en este tema concreto. Y a nuestro juicio no hay tiempo para tratar de formar coalición con otras compañías o de cambiar la opinión pública. La flota puede llegar en cualquier momento. Nuestra flota, si Aimaina Hikari tiene razón; y aunque no la tenga, es una flota humana, y nosotros somos humanos, y quizás esté en nuestras manos detenerla. Una cuarentena sería más que suficiente para proteger a la especie humana de la aniquilación producida por el virus de la descolada. Por tanto, deseamos que sepas, Yasujiro Tsutsumi, que has demostrado ser digno del nombre que se te impuso al nacer. Dedicaremos todos los recursos de la familia Tsutsumi a la tarea de convencer a un número suficiente de congresistas de que se opongan a la flota… tan vigorosamente que fuercen una votación inmediata para retirarla y prohibir que ataque Lusitania. Puede que tengamos éxito o puede que fracasemos en esta tarea, pero sea como fuere, nuestro joven hermano Yasujiro Tsutsumi nos ha servido bien, no sólo con sus muchos logros en la dirección de la compañía, sino también porque supo escuchar a un extraño, supo cuándo las cuestiones morales debían primar sobre las consideraciones financieras y cuándo arriesgarlo todo para ayudar a los Tsutsumi a hacer y ser lo que es adecuado. Por tanto llamamos a Yasujiro Tsutsumi a Honshu, donde servirá a los Tsutsumi como mi ayudante. —Con esto, Eiichi inclinó la cabeza—. Me honra que un joven tan distinguido vaya a ser entrenado para convertirse en mi sustituto cuando yo me jubile o muera.

Yasujiro inclinó gravemente la cabeza. Se sentía aliviado, sí, de ser llamado directamente a Honshu: nunca habían convocado a nadie tan joven. Pero ser ayudante de Eiichi, ser educado para sustituirlo… ése no era el trabajo con el que soñaba. No había trabajado tan duro y servido tan fielmente para ser un filósofo-portavoz. Quería estar metido en el meollo de la dirección de las empresas familiares.

Pero pasarían años de vuelo estelar antes de que llegara a Honshu. Eiichi podría estar muerto. Sí Señor sin duda lo estaría. En vez de sustituir a Eiichi bien podrían ofrecerle una misión distinta, más acorde con sus habilidades reales. Así que Yasujiro no rechazaría este extraño regalo. Abrazaría su destino y lo seguiría a donde lo condujera.

—Oh, Eiichi, padre mío, me inclino ante ti y ante todos los grandes padres de nuestra compañía, sobre todo ante Yoshiaki-Seiji-san. Me honráis más allá de lo que pudiera merecer. Rezo para no decepcionaros demasiado. Y también doy las gracias de que en este tiempo difícil el espíritu Yamato esté en tan buenas manos protectoras como las vuestras.

Con su acatamiento público de las órdenes, la reunión terminó. Era cara, después de todo, y la familia Tsutsumi no malgastaba nada si podía evitarlo. La conferencia ansible se acabó. Yasujiro se echó hacia atrás en su asiento y cerró los ojos. Estaba temblando.

—Oh, Yasujiro-san —decía el asistente ansible—. Oh, Yasujiro-san.

Oh, Yasujiro-san, pensó Yasujiro. ¿Quién habría pensado que la visita de Aimaina me llevaría a esto? Con la misma facilidad podría haber sido lo contrario. Ahora sería uno de los hombres de Honshu. Fuera cual fuese su papel, estaría entre los líderes supremos de los Tsutsumi. No podía haber resultado más feliz. Quién lo habría imaginado.

Antes de que se levantara de su asiento ante el ansible, los representantes de Tsutsumi hablaron con todos los congresistas japoneses, y con muchos que no lo eran pero que seguían la filosofía necesaria. Y mientras el grupo de políticos que estaban de acuerdo crecía, quedó claro que el apoyo a la flota era débil. Después de todo, no sería tan caro detenerla.

El pequenino que estaba de guardia ante el sistema de seguimiento de los satélites que orbitaban Lusitania oyó sonar la alarma y al principio no entendió qué sucedía. Que él supiera, nunca antes había sonado. Al principio supuso que había detectado algún peligroso cambio climatológico. Pero no era nada de eso. Los telescopios exteriores la habían hecho saltar. Docenas de naves armadas acababan de aparecer; viajaban a velocidades muy altas pero no relativistas, siguiendo una ruta que les permitiría lanzar el Pequeño Doctor al cabo de una hora.

El oficial de guardia transmitió el urgente mensaje a sus colegas, y muy rápidamente se notificó al alcalde de Milagro y empezó a extenderse el rumor por lo que quedaba de la aldea. Todo aquel que no se marche antes de una hora será destruido, ése era el mensaje y, en cuestión de minutos, cientos de familias humanas se congregaron en torno a las naves estelares, esperando ansiosamente subir a ellas. Curiosamente, fueron sólo los humanos los que insistieron en estos viajes de último minuto. Enfrentados a la inevitable muerte de sus bosques de padres, madres y hermanos-árbol, los pequeninos no sentían ninguna urgencia por salvar sus propias vidas. ¿Qué serían sin sus bosques? Mejor morir entre los seres amados que hacerlo como perpetuos desconocidos en un bosque lejano que no era y nunca podría ser suyo.

En cuanto a la Reina Colmena, ya había enviado a su última hija-reina y no tenía ningún interés concreto en tratar de marcharse. Era la última de las reinas colmena que vivió antes de que Ender destruyera su planeta natal. Le parecía adecuado sucumbir también ella a la misma muerte de tres mil años antes. Además, se dijo, ¿cómo soportaría vivir lejos cuando su gran amigo, Humano, estaba enraizado en Lusitania y no podía abandonar el planeta? No era un pensamiento muy regio, pero hasta entonces ninguna reina colmena había tenido ningún amigo. Era una cosa nueva tener a alguien con quien hablar que no fuera substancialmente ella misma. Sería demasiado doloroso vivir sin Humano. Y puesto que su supervivencia no era ya crucial para la perpetuación de su especie, haría lo más grandioso, valiente, trágico, romántico y menos complicado: se quedaría. Le agradaba la idea de ser noble en términos humanos; y eso demostraba, para su propia sorpresa, que no había quedado completamente intacta tras su relación con humanos y pequeninos. La habían transformado a pesar de sus expectativas. No había habido ninguna Reina Colmena como ella en toda la historia de su pueblo.

‹Desearía que te marcharas —le dijo Humano—. Prefiero pensar que estás viva.›

Pero por una vez ella no le contestó.

Jane fue inflexible. El equipo que trabajaba en el idioma de los descoladores tenía que dejar Lusitania y volver a la órbita del planeta de la descolada. Naturalmente, eso la incluía a ella misma; pero nadie era lo bastante idiota para poner en duda la necesidad de que sobreviviera la persona que hacía que todas las naves viajaran, ni de que lo hiciera el equipo que tal vez salvara a toda la humanidad de los descoladores. Sin embargo, Jane pisó un terreno moral más inestable cuando insistió también en que Novinha, Grego y Olhado y su familia fueran llevados a lugar seguro. Se le comunicó a Valentine que, si no iba con su marido y sus hijos y su tripulación a la nave de Jakt, Jane se vería obligada a gastar preciosos recursos mentales para transportarlos contra su voluntad, sin nave si era necesario.

—¿Por qué nosotros? —preguntó Valentine—. No hemos pedido ningún trato especial.

—No me importa —dijo Jane—. Eres la hermana de Ender. Novinha es su viuda, y adoptó a sus hijos. No me quedaré cruzada de brazos dejándoos morir cuando tengo el poder de salvar a la familia de mi amigo. Si eso te parece injusto o un favoritismo, quéjate más tarde, pero ahora meteos en la nave de Jakt para que pueda sacaros de este mundo. Y salvarás más vidas si no me haces perder otro momento de atención con discusiones inútiles.

Sintiéndose avergonzados por tener privilegios especiales, pero agradecidos de que ellos y sus seres amados pudieran sobrevivir las siguientes horas, los miembros del equipo de descoladores se reunieron en la lanzadera convertida en astronave que Jane había situado lejos de la abarrotada zona de aterrizaje; los demás corrieron hacia la nave de Jakt, que también había trasladado a un punto alejado.

En cierto modo, para muchos de ellos al menos, la aparición de la flota era casi un alivio. Habían vivido tanto tiempo bajo su sombra que tenerla aquí por fin les proporcionaba un respiro a su interminable ansiedad. Dentro de una hora o dos, el asunto quedaría zanjado.

En la lanzadera que orbitaba el planeta de los descoladores, Miro contemplaba aturdido su terminal.

—No puedo trabajar —dijo por fin—. No puedo concentrarme en el lenguaje cuando mi pueblo y mi hogar están al borde de la destrucción.

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