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Al final de ese período, amplió su séquito personal invitando a caballeros de gran mérito venidos de lejanas tierras, y tanta cortesía desplegó en su palacio que hasta los pueblos más distantes querían imitar los usos y costumbres que allí imperaban. Así estimulados, hasta los nobles de más alta cuna pensaban que nada valían a menos que llevasen las armas o se vistieran como los caballeros de Arturo. La fama de su generosidad y valor se divulgó por los cuatro puntos cardinales, y los reyes de los países de ultramar temblaban ante la posibilidad de que Arturo los atacara o invadiese, haciéndoles perder el dominio de las naciones a ellos sometidas. Tan angustiados se encontraban que optaron por reconstruir sus ciudades y las torres que las protegían, y erigieron castillos en lugares cuidadosamente elegidos a fin de que, si Arturo conducía una expedición contra ellos, pudieran refugiarse dentro, si fuere menester.
A Arturo lo animaba el hecho de que todos lo temiesen, y comenzó a acariciar la idea de conquistar Europa. Preparadas sus naves, se dirigió primero a Noruega, pues deseaba coronar rey de aquel país a Lot, su cuñado. Lot era sobrino de Siquelino, rey de los Noruegos, y éste había muerto recientemente, legándole su reino; sin embargo, los Noruegos no aceptaban a Lot y habían promovido al trono a un tal Riculfo, pues creían poder resistir a Arturo con sus ciudades fortificadas. Tenía entonces Gawain, hijo del mencionado Lot, doce años de edad, y había sido enviado por su tío al servicio del Papa Sulpicio, quien lo armó caballero. Tan pronto como Arturo —había comenzado a decíroslo— desembarcó en las costas noruegas, le salió al encuentro el rey Riculfo con todos sus compatriotas y trabó batalla con él. Mucha sangre se derramó por uno y otro bando hasta que, al fin, en furiosa embestida, los Britanos dieron muerte a Riculfo y a muchos de los suyos. Una vez obtenida esta victoria, arremetieron contra las ciudades y les prendieron fuego, dispersando a la población rural, y continuaron dando rienda suelta a su ferocidad hasta haber sometido toda Noruega y toda Dinamarca al dominio de Arturo.
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Conquistadas dichas naciones, tras coronar a Lot como rey de Noruega, navegó rumbo a las Galias y, una vez allí, ordenando a su ejército en compañías, comenzó a devastar el país en todas direcciones. La provincia de Galia se hallaba en aquel tiempo bajo la jurisdicción del tribuno Flolón, que gobernaba en nombre del emperador León. Enterado Flolón de la llegada de Arturo, reúne a todos los soldados que tiene bajo su mando y, presentando batalla a los Britanos, intenta resistir a todo trance. Pero Arturo ha venido acompañado de los jóvenes de todas las islas que ha sometido. Tiene un ejército tan poderoso que ningún otro podría llegar a vencerlo. Además, lo mejor de la hueste gala se encuentra ya al servicio de Arturo: los ha comprado a fuerza de regalos. En cuanto Flolón ve que está llevando la peor parte del combate, abandona rápidamente el campo y se refugia en París con los pocos hombres que le quedan. Allí reagrupa a su dispersa hueste, fortifica la ciudad y se prepara para enfrentarse con Arturo de nuevo. Mientras está pensando cómo reforzar su ejército con la ayuda de los pueblos vecinos, llega inesperadamente Arturo y pone sitio a la ciudad.
Transcurrió un mes, y Flolón, afligido al ver que su pueblo se moría de hambre, mandó decir a Arturo que lo desafiaba a singular combate, y que aquel de los dos que resultara vencedor obtendría el reino del vencido. Flolón era de gran estatura, valor y fuerza, y, fiado en estas cualidades, propuso el duelo con la esperanza de salir victorioso. Mucho le agradó a Arturo la sugerencia de Flolón, y le comunicó a su vez que aceptaba encantado la pelea que le había propuesto. Así, pues, ambas partes estuvieron de acuerdo en que el encuentro se celebrase en una isla fuera de la ciudad, ante la expectante muchedumbre de sus respectivos ejércitos. Ambos se hallan completamente armados, sobre cabalgaduras maravillosamente veloces, y no resulta fácil predecir quién se hará con el triunfo. Por un instante se mantienen inmóviles uno enfrente del otro, con las lanzas apuntando hacia el cielo. En seguida, espolean a sus caballos y se acometen con gran violencia. Arturo, que maneja la lanza con más destreza, alcanza a Flolón en la parte superior del pecho y, evitando el arma enemiga, derriba a su rival. Desenvaina al punto la espada y se dispone a herir a Flolón cuando éste, incorporándose con presteza, corre hacia él empuñando su lanza y descarga un mortífero golpe sobre el corcel de Arturo, abatiendo a caballo y caballero. Los Britanos, que ven morder el polvo a su señor, temen por su vida y a duras penas consiguen no arrojarse sobre los Galos, rompiendo la tregua acordada. A punto están de rebasar los límites de la paz cuando Arturo se pone rápidamente en pie y, protegiéndose con su escudo, se va en veloz carrera contra Flolón. Luchan ahora cuerpo a cuerpo, redoblando los golpes, y cada uno pone todo su empeño en dar muerte al contrario. Finalmente, Flolón, en un descuido de su rival, golpea a Arturo en la frente, y habría sido un golpe mortal de no mediar el yelmo del monarca. Cuando Arturo ve su loriga y su escudo teñidos en su propia sangre, se enfurece y, blandiendo a Caliburn con todas sus fuerzas, la hunde a través del casco en la cabeza de Flolón, seccionándola en dos partes iguales. Fulminado por el impacto, Flolón se desploma, batiendo el suelo con sus talones, y exhala su alma al viento.
Cuando su ejército dio a conocer las tristes nuevas, los ciudadanos de París abrieron las puertas de la ciudad y se la entregaron a Arturo. Conseguida así la victoria, divide Arturo en dos su tropa y encomienda una de las partes al duque Hoel, ordenándole que marche contra Güitardo, duque de los Pictavenses, mientras él, con la otra mitad, se dedica a someter las demás provincias. Entrando en Aquitania, Hoel expugna las ciudades del país y, tras derrotar a Güitardo en varios encuentros, lo obliga a rendirse. Después invade a sangre y ruego la Gascuña y somete a sus príncipes. Pasaron nueve años. Cuando Arturo hubo conquistado todas las naciones de Galia, volvió a París y allí celebró cortes en las que, reunidos el clero y el pueblo, confirmó la paz y el imperio de la ley en el reino. Fue entonces cuando donó la Neustria, que ahora se llama Normandía, a su copero Bedevere, y la provincia de los Andegavenses
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a Kay, su senescal, y muchas otras provincias a los nobles que lo habían servido. Luego de haber pacificado todas estas ciudades y pueblos, regresó a Britania al despuntar la primavera.
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Se aproximaba la solemnidad de Pentecostés
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, y
Arturo, exultante de alegría por sus victorias, quiso reunir allí a su corte y colocar sobre sus sienes la diadema del reino, invitando a la festividad a los reyes y duques a él sometidos, para celebrarla juntos con todos los honores y renovar los pactos de paz sólida y firme con sus más distinguidos vasallos.
Explicó a los miembros de su casa lo que se proponía hacer y aceptó su propuesta de llevarlo a cabo en Ciudad de las Legiones. Situada en un delicioso lugar a orillas del río Usk, en la región de Glamorgan, no lejos de la desembocadura del Severn, Ciudad de las Legiones era la más rica de las ciudades de Britania. Aconsejaba su elección, por una parte, el hecho de que la bañase el noble río arriba mencionado, pues, surcando sus aguas, los reyes y príncipes de ultramar podían llegar en sus naves hasta la ciudad; por otra, la circunstancia de que se hallase rodeada de bosques y praderas, y fuesen magníficos sus palacios, que imitaban a los romanos en las cenefas doradas de sus techos. Era también famosa por sus dos iglesias. La primera se construyó en honor de Julio Mártir, y constituía su gala más preciada el virginal coro de jóvenes consagradas a Dios que albergaba en su interior. La segunda, fundada bajo la advocación de San Aarón, compañero de Julio, había sido confiada a una congregación de canónigos y era la iglesia catedral de la tercera sede metropolitana de Britania. Ciudad de las Legiones poseía, además, un colegio de doscientos filósofos, versados en astronomía y en las demás artes liberales, que observaban con atención el curso de las estrellas y predecían el porvenir al rey Arturo valiéndose de cálculos infalibles.
Tal era la ciudad, rica en todo género de delicias, donde iba a celebrarse la fiesta de la coronación. Fueron enviados mensajeros a todos los reinos, para invitar a aquellos que debían acudir a la corte desde las Galias y desde las islas cercanas.
Vino Angusel, rey de Albania, ahora llamada Escocia; Urián, rey de Moray; Cadvalón Lauir, rey de Venedocia, que ahora se llama Gales del Norte; Estater, rey de Demecia, esto es, Gales del Sur; Cador, rey de Cornubia. Vinieron también los arzobispos de las tres sedes metropolitanas, a saber, el de Londres, el de Eboraco y Dubricio, titular de Ciudad de las Legiones. Este último, primado de Britania y legado de la sede apostólica, brillaba tanto por su piedad que con sus preces podía sanar a los enfermos.
Acudieron los condes de las principales ciudades: Morvid, señor de Gloucester; Mauron de Wigornia; Anaraut de Salisbury; Artgal de Cargüeir, que ahora es llamada Warwick; Jugein de Leicester: Cursalem de Caicester
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; Kinmarco, duque de Dorobernia; Galuc de Salisbury; Urbgenio de Bath; Jonatal de Dorchester, y Bosón de Ridichen, esto es, de Oxford.
Además de estos condes, vinieron otros héroes de rango no inferior: Donaut, hijo de Papo; Queneo, hijo de Coil; Peredur, hijo de Eridur; Grifuz, hijo de Nogoid; Regin, hijo de Claud; Edelein, hijo de Cledauc; Kincar, hijo de Bangan; Kinmarco; Gorboniano, hijo de Goit; Clofaut; Run, hijo de Neton; Cimbelino, hijo de Trunat; Catleo, hijo de Catel; Kinlit, hijo de Neton, y muchos otros más, cuyos nombres sería largo enumerar.
De las islas vecinas vino Gilomaur, rey de Hibernia; Malvasio, rey de Islandia; Doldavio, rey de Gotland, y Gunvasio, rey de las Oreadas. También vinieron Lot, rey de Noruega, y Asquilo, rey de los Daneses.
De ultramar llegó Holdino, duque de los Rutenos; Leodegario, conde de Boulogne; Bedevere el copero, a la sazón duque de Normandía; Borel de Cenomania
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; el senescal Kay, duque de los Andegavenses; Güitardo el Pictavense; los doce pares de las Galias, conducidos por Gerín de Chartres; y Hoel, duque de los Britanos de Armórica, con los barones de su séquito, que avanzaban con tal magnificencia, y con tantos caballos y muías, que enmudece la lengua al intentar describir su paso. Además de los ya citados, hay que decir que no hubo príncipe de mérito a este lado de Hispania que no acudiera al llamado de Arturo. Y no es maravilla, que su generosidad era bien conocida en el mundo entero y hacía que todos lo amasen.
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Finalmente, cuando se hubieron reunido todos en la ciudad y llegó el día de la ceremonia, los arzobispos se dirigieron a palacio para coronar al rey con la diadema real. Como la corte se encontraba en su diócesis, Dubricio fue quien se encargó de colocar la corona sobre las sienes del monarca. Una vez coronado, el rey fue conducido con la debida pompa a la iglesia de la sede metropolitana. Dos arzobispos lo acompañaban, uno a su derecha y otro a su izquierda. Cuatro reyes, a saber, los de Albania y Cornubia, Demecia y Venedocia, lo precedían, llevando por derecho propio cuatro espadas de oro, e iba con ellos un nutrido grupo de clérigos de todos los grados entonando cánticos admirables. En cuanto a la reina, una vez investida de las insignias regias, la condujeron prelados y sacerdotes a la iglesia de las vírgenes consagradas. Iban delante de ella las cuatro reinas de los reyes arriba mencionados, llevando cuatro palomas blancas, según la costumbre. La seguían, con gran regocijo, todas las damas que habían asistido a la ceremonia. Cuando hubo terminado la procesión, brotaron tantos sones de los instrumentos y tantos himnos de las gargantas, que los caballeros presentes no sabían en cuál de las iglesias entrar primero, debido a la gran calidad de la música que ambas ofrecían, y se precipitaban en tropel unas veces a un templo y otras a otro; aunque hubiese durado la celebración todo el día, no habrían dado muestras de cansancio.
Una vez celebrado el servicio divino en ambas iglesias, el rey y la reina se quitan sus coronas y se visten con ropas más ligeras. Acto seguido, él se dirige a la sala de banquetes de su palacio con los caballeros, y ella a la del suyo con las damas; pues los Britanos todavía observaban una antigua costumbre de Troya según la cual hombres y mujeres celebraban las fiestas por separado. Ya están todos acomodados de acuerdo con el rango de cada uno. El senescal Kay, vestido de armiño, y asistido por un millar de jóvenes nobles que, como él, se visten de armiño, sirve los distintos manjares. Por su parte, al copero Bedevere lo acompañan otros mil jóvenes, revestidos con pieles de marta, y lo ayudan a servir bebidas de todas clases en copas de todos los tipos imaginables. Entretanto, en el palacio de la reina innumerables sirvientes, luciendo diferentes libreas, atienden a las comensales, ejerciendo cada uno su oficio. Si me extendiera en describirlo todo, haría esta historia demasiado prolija. En aquel tiempo Britania había alcanzado un grado tal de esplendor, que superaba a los demás reinos en la abundancia de sus riquezas, en la magnificencia de sus galas y en la cortesía de sus habitantes. Cualquier caballero del reino que hubiese adquirido renombre por su valor llevaba todos sus vestidos y armas de un mismo color. Las damas elegantes también mostraban en su indumentaria un color distintivo, y no se dignaban conceder su amor a nadie que no hubiese participado por lo menos tres veces en batalla. De ese modo, las damas de aquel tiempo eran castas y su amor hacía más valientes a los caballeros.
Vigorizados por el banquete, se dirigieron a unas praderas fuera de la ciudad y se repartieron en grupos para competir en diversos juegos. Los caballeros miden sus fuerzas en viriles juegos ecuestres que imitan los combates reales, mientras las damas los contemplan desde lo alto de las murallas, estimulándolos a combatir y apasionándose ellas mismas por el juego y sus protagonistas. Otros pasan el resto de la jornada tirando con arco, arrojando la jabalina o lanzando piedras de mucho peso. Los hay que prefieren el ajedrez, los dados o una infinidad de otros juegos. El hecho es que todos compiten en el marco de la más exquisita cortesía, y Arturo premia luego con su acostumbrada generosidad a los vencedores. Tres días transcurrieron en medio de estas distracciones y, en el curso del cuarto, fueron llamados a presencia del rey todos aquellos que, en función de su cargo, le debían homenaje, siendo recompensados con posesiones, esto es, ciudades y castillos, arzobispados, obispados, abadías y otros honores.