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Authors: Geoffrey de Monmouth

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Historia de los reyes de Britania (20 page)

BOOK: Historia de los reyes de Britania
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Por aquel tiempo Pascencio, hijo de Vortegirn, que se había refugiado en Germania, incitaba a los hombres de armas de ese reino contra Aurelio Ambrosio, deseoso de vengar a su padre, y les prometía cantidades ingentes de oro y plata, si lo ayudaban a conquistar Britania. Finalmente, cuando hubo corrompido a toda la juventud del país con sus promesas, preparó una escuadra formidable, desembarcó en las zonas septentrionales de la isla y comenzó a devastar las. Tan pronto como el rey lo supo, reunió a sus soldados y salió al encuentro del cruel invasor, desafiándolo a mantener batalla con él. No rehuyeron los Sajones el combate con los locales, pero Dios quiso que fueran vencidos y obligados a huir.

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Puesto en fuga, Pascencio no se atrevió a volver a Germania, sino que, volviendo velas, puso proa hacia Hibernia y allí fue recibido por Gilomán. Tuvo éste piedad de él al tener conocimiento de su desgracia y le ofreció su ayuda, recordando la injuria que él mismo había recibido de Úter, el hermano de Aurelio, cuando le robó el Círculo de los Gigantes. Confirmada, pues, la alianza entre ambos caudillos, dispusieron sus naves y, una vez a bordo, se dirigieron a Britania, desembarcando junto a la ciudad de Menevia. Cuando esto se supo, Úter Pendragón reunió una hueste de hombres armados y marchó a Cambria con ánimo de combatir, pues su hermano Aurelio yacía enfermo en la ciudad de Güintonia y no podía acaudillar sus tropas. Cuando se apercibieron de ello Pascencio, Gilomán y los Sajones que con ellos estaban, se alegraron sobremanera, pues pensaban que con Aurelio enfermo el reino caería fácilmente en sus manos. Todo el mundo hacía sus cábalas con la enfermedad del monarca, cuando uno de los Sajones, llamado Eopa, se acercó a Pascencio y le dijo:

—«¿Cuánto estarías dispuesto a pagar al hombre que eliminara a Aurelio Ambrosio?».

Pascencio respondió:

—«Si encontrase un hombre capaz de llevar a cabo esa empresa, le daría mil libras de plata y lo haría mi amigo por el resto de mis días. Y si llegase a obtener la diadema real, lo nombraría general de mi ejército. Estoy dispuesto a jurarlo».

Replicó Eopa:

—«He aprendido la lengua británica, conozco las costumbres de los Britanos y estoy versado en el arte médica. Si mantienes tus promesas, me fingiré cristiano y natural del país, conseguiré llegar a presencia del rey en calidad de médico y le prepararé una poción que lo matará. Para conseguir más fácilmente el acceso al monarca, aparentaré ser un monje muy devoto y, al mismo tiempo, muy experto en cuestiones de doctrina».

Tan pronto como Eopa se hubo comprometido a esto, Pascencio firmó un pacto con él y confirmó bajo juramento todo aquello que había prometido. Eopa se afeitó la barba, tonsuró su cabeza, se puso un hábito monacal y partió hacia Güintonia, cargado de vasijas llenas de medicinas. Nada más llegar a la ciudad, presentó sus respetos a los servidores del rey y encontró favor a sus ojos, pues en aquellas circunstancias nadie podía ser tan bien venido como un médico. Así que lo recibieron de buena gana y lo condujeron a presencia de Aurelio. Una vez allí, prometió que el rey sanaría si tomaba sus bebedizos. Se le ordenó prepararlos sin tardanza. Eopa mezcló el veneno y se lo dio al monarca. Tomó Aurelio la copa y la apuró de un trago; entonces el maldito traidor le recomendó meterse en el lecho y dormir, para que así la detestable poción cumpliese mejor su cometido. El rey obedeció al punto el consejo de aquel miserable y se durmió pensando que recuperaría la salud. Corrió rápidamente el veneno a través de las venas de Aurelio y de los poros de su cuerpo, y la muerte, que no acostumbra a respetar a nadie, lo sorprendió mientras dormía. En el ínterin, el maldito traidor se escabulló entre la muchedumbre y desapareció de la corte.

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Mientras estos sucesos tenían lugar en Güintonia, apareció en el cielo una estrella, prodigiosa por su magnitud y su brillo, que emitía un único rayo. En un extremo del rayo había un globo de fuego, desparramado en forma de dragón, y de la boca del dragón procedían dos rayos, uno de los cuales parecía extender su longitud más allá de la región de Galia, mientras que el otro apuntaba hacia el mar de Hibernia y concluía en siete rayos menores. Ante la aparición de semejante astro, el estupor y el miedo se adueñaron de aquellos que lo habían visto. Úter, el hermano del rey, que se encontraba en Cambria, en campaña contra Gilomán, se quedó tan estupefacto como los demás y recurrió a sus sabios para que le explicaran el sentido de aquel prodigio. Entre ellos estaba Merlín, que había acompañado al ejército como asesor bélico. Cuando estuvo en presencia de su caudillo y le fue transmitida la orden de desentrañar el misterio de la estrella, prorrumpió en llanto y después, recobrando el ánimo, exclamó:

—«¡Ah, irreparable pérdida! ¡Ah, pueblo huérfano de Britania! Ha muerto Aurelio Ambrosio, ínclito rey de los Britanos, y con él moriremos todos, si Dios no nos ayuda. Apresúrate, Úter, caudillo nobilísimo, apresúrate y no retrases el choque con el enemigo. Obtendrás la victoria y serás rey de toda Britania. Ese astro te representa a ti, lo mismo que el dragón de fuego de su cola. El rayo que se extiende hacia las regiones de Galia anuncia al hijo poderosísimo que te nacerá y que ejercerá su dominio sobre todos los reinos que el rayo cubre. El segundo rayo representa a tu hija, cuyos hijos y nietos gobernarán sucesivamente el reino de Britania».

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Dudando si dar crédito o no a lo que Merlín acababa de revelarle, continuó Úter su avance hacia las líneas enemigas. Se encontraba ya a media jornada de Menevia. Tan pronto como Gilomán, Pascencio y sus Sajones se apercibieron de su llegada, le salieron al encuentro con ánimo de combatir. Cuando ambos ejércitos se avistaron, dispusieron sus respectivas formaciones y empezaron a pelear. Soldados de uno y otro bando cayeron muertos en la refriega, como suele ocurrir en casos tales. Finalmente, cuando hubo transcurrido una buena parte del día, Úter fue a más y, muertos Gilomán y Pascencio, se alzó con la victoria. Los bárbaros huyeron presurosos a sus naves, perseguidos por los Britanos, que dieron muerte a muchos de los fugitivos. De esta manera, nuestro caudillo obtuvo un triunfo completo con la ayuda de Cristo y, después de tantos trabajos, marchó a Güintonia lo más rápidamente que pudo. Habían llegado, en efecto, mensajeros anunciándole el óbito de Aurelio y comunicándole que estaba a punto de ser enterrado por los obispos del país junto al monasterio de Ambrio, en el Círculo de los Gigantes, que él mismo, en vida, había ordenado trasladar allí desde Hibernia. Al conocer la muerte del monarca, los obispos, abades y todo el clero de la región se dieron cita en la ciudad de Güintonia, disponiendo su funeral como correspondía a tan gran rey; y ya que en vida había ordenado que se depositaran sus restos en el cementerio que él mismo había preparado, trasladaron allí su cadáver y allí lo inhumaron, dispensándole las honras fúnebres debidas.

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Así que, reunidos el clero y el pueblo de su reino, Úter, hermano del rey difunto, tomó la corona de la isla y, con el asentimiento general, fue promovido a la dignidad regia. Y, recordando la interpretación que diera Merlín del astro que arriba mencioné, mandó fabricar dos dragones de oro, a semejanza del que había visto en el rayo de la estrella. Tan pronto como fueron fabricados con admirable arte, depositó uno en la iglesia catedral de Güintonia, y se quedó con el segundo, para poder llevarlo consigo en los combates. Fue a partir de entonces cuando se le llamó Úter Pendragón, que en lengua británica significa «cabeza de dragón». Le fue dado ese apelativo porque fue por medio de un dragón como Merlín profetizó que sería rey.

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Entretanto, Octa, hijo de Hengist, y su pariente Eosa, libres del pacto que concluyeran con Aurelio Ambrosio, hacían todo lo posible por hostigar al rey y devastar sus dominios. Se aliaron con los Sajones que había traído Pascencio y enviaron mensajeros a Germania en busca del resto. De manera que Octa, rodeado de una colosal muchedumbre, invadió las provincias septentrionales, dando libre curso a su crueldad, hasta que hubo destruido todas las ciudades y plazas fuertes desde Albania a Eboraco. Finalmente, cuando empezaba a asediar esta última ciudad, llegó Úter Pendragón con todas las fuerzas de su reino y le presentó batalla. Los Sajones se mantuvieron firmes y resistieron, derrochando coraje, los ataques de los Britanos, a quienes terminaron por poner en fuga.

Una vez obtenida la victoria, persiguieron a los fugitivos hasta el monte Damen, mientras lo permitió la luz del sol. Era este monte alto y escarpado, con una espesura de avellanos en la cumbre y con abruptas peñas en su falda, aptas para servir de cubil a las fieras. Los Britanos lo ocuparon y permanecieron toda la noche entre las peñas y los matorrales. Luego, cuando la Osa comenzó a hacer girar su carro, ordenó Úter a sus condes y príncipes que se reunieran con él para decidir, mediante su consejo, cómo podrían atacar al enemigo. Llegaron todos en seguida a presencia del rey, y éste mandó que expusieran su parecer. Fue Gorlois, duque de Cornubia, el primero en dar su opinión. Era un hombre de gran experiencia y edad madura. Dijo así:

—«No es momento de vanos circunloquios o discursos inútiles. Mientras nos quede algo de noche debemos actuar con audacia y valor, si es que queremos seguir disfrutando de nuestra vida y nuestra libertad. Elevado es el número dé los paganos, y están deseando pelear. Nosotros somos sólo un puñado. Si aguardamos que llegue el día, no veo ninguna ventaja en combatir con ellos. ¡Vamos! Mientras dure la oscuridad, podemos descender en cerrada formación e irrumpir con súbito ataque en su campamento. Lo último que esperan es vernos llegar de ese modo. Con tal que nuestra acometida sea unánime y no ahorremos coraje, la victoria se inclinará, sin asomo de duda, de nuestro lado».

Pareció bien al rey y a todos los presentes el consejo de Gorlois, y se dispusieron a llevar a término el plan. De manera que, armados y formados en compañías, llegan al campamento del enemigo y, como un solo hombre, se disponen a asaltarlo. Pero, al aproximarse, descubren su llegada los centinelas, que despiertan a sus soñolientos camaradas con el sonido de sus cuernos. Los enemigos se hallan aturdidos y estupefactos. Unos se apresuran a armarse; otros, completamente aterrorizados, corren en desbandada hacia cualquier parte. Los Britanos, moviéndose en formación compacta, invaden el campamento. Fácilmente encuentran la entrada y, con las espadas desnudas, acometen a los Sajones. Éstos, cogidos de improviso, no ofrecen apenas resistencia, en tanto que la audacia de nuestros hombres crece sin cesar, al ver que todo va cumpliéndose según el plan fijado de antemano. Más y más saña ponen los Britanos en la pelea, degollando enemigos, dando muerte por miles a los paganos. Finalmente, Octa y Eosa son hechos prisioneros, y los Sajones completamente derrotados.

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Después de la victoria, Úter se dirigió a la ciudad de Alclud para arreglar los asuntos de la región y restablecer la paz en toda Albania. Recorrió las distintas tribus de los Escotos e hizo que esa raza rebelde desechara sus hábitos feroces. Implantó la justicia a lo largo del país como ninguno de sus predecesores había sido capaz de hacerlo. En sus días el pánico cundió entre los malhechores, pues eran castigados sin piedad. Finalmente, pacificadas por completo las provincias septentrionales, marchó a Londres y ordenó que Octa y Eosa fuesen encarcelados allí. Se acercaba la Pascua, y Úter Pendragón convocó a los grandes del reino para la ceremonia de su coronación, que tendría lugar en día tan señalado y con los máximos honores. De muy diversas partes acudieron a Londres, y allí se reunieron todos la víspera de Pascua. Así celebró el rey fiesta tan solemne, y desbordaba de alegría en compañía de sus barones, que a su vez se sentían pictóricos de júbilo al ver que él los recibía con espíritu placentero. Muchos nobles se dieron cita allí, dignos todos de una festividad tan alegre, y los acompañaban sus esposas e hijas.

Se contaba entre ellos Gorlois, duque de Cornubia, con su mujer, Igerna, que superaba en hermosura a todas las damas de Britania. Cuando el rey la vio, en medio de las otras mujeres, se enamoró al punto de ella y le consagró toda su atención, haciendo caso omiso de las demás: le ofrecía constantemente los mejores bocados de la mesa y, por medio de sus criados, le presentaba el vino en espléndidas copas de oro; le sonreía con frecuencia, manteniendo con ella una conversación alegre y chispeante. Se apercibió de ello el marido y, furioso, abandonó la corte sin pedir licencia al monarca. Ninguno de los presentes pudo hacerle volver, y es que él temía perder con el regreso a aquella a la que amaba sobre todas las cosas. Enfurecido, el rey le ordenó que volviera a la corte, pues quería obtener satisfacción del ultraje inferido. Gorlois se negó a obedecerlo. Entonces Úter, fuera de sí, juró solemnemente devastar las tierras de Gorlois, a menos que éste reparase inmediatamente su agravio.

No hubo solución. La querella creció entre ambos. Sin tardanza, reunió el rey un gran ejército y, dirigiéndose al ducado de Cornubia, prendió fuego a ciudades y castillos. Gorlois no se atrevió a enfrentarse con Úter, pues no tenía muchos soldados, y prefirió fortificar sus castillos y ganar tiempo hasta que vinieran en su ayuda tropas de Hibernia. Como el destino de su esposa lo angustiaba más que el suyo propio, decidió enviarla al castillo de Tintagel, a la orilla del mar, considerado como el lugar más seguro de Cornubia, y él se refugió en la fortaleza de Dimilioc
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para que, si llegara el desastre, no corriesen peligro al mismo tiempo. Cuando el rey lo supo, se dirigió al castillo donde se hallaba Gorlois y le puso sitio, cortando todo acceso al mismo.

Finalmente, al cabo de una semana, no olvidando su amor por Igerna, llamó Úter a Ulfin de Ridcaradoc
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, compañero de armas y amigo íntimo, y le confió sus sentimientos:

—«Me consumo en amor por Igerna, y estoy seguro de que mi vida corre un serio peligro si no consigo poseerla. Dime tú cómo puedo satisfacer mi voluntad, pues, de otro modo, moriré, víctima de mi propio deseo».

Ulfin respondió:

—«¿Qué consejo podría serte útil, cuando no existe fuerza en el mundo que nos permita llegar donde está ella, en el inexpugnable castillo de Tintagel? El mar lo rodea por todas partes, y no hay más entrada a la fortaleza que un angosto pasillo de roca: bastan tres hombres para defenderlo, aunque te presentes allí con todo el reino de Britania. No obstante, si el profeta Merlín toma cartas en el asunto, pienso que con su ayuda bien podrías conseguir tu propósito».

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