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Authors: Geoffrey de Monmouth

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Historia de los reyes de Britania (15 page)

BOOK: Historia de los reyes de Britania
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2. Vortegirn: los Sajones

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Tan pronto como Vortegirn se apercibió de que no tenía par en el reino, se colocó sobre la cabeza la diadema real y asumió la primacía sobre los demás príncipes de Britania. Pero se divulgó su traición y se sublevaron contra él los pueblos de las islas vecinas a los que los Pictos habían conducido a Albania. Los Fictos, en efecto, estaban indignados con él a causa de los compatriotas asesinados por la muerte de Constante, y no pensaban más que en vengarse. Día a día, Vortegirn se angustiaba más ante los continuos desastres de su ejército en el campo de batalla, atenazándolo también el miedo que le inspiraban Aurelio Ambrosio y su hermano Úter Pendragón, quienes, como se dijo más arriba, habían huido por su causa a Britania la Menor; día a día llenaba sus oídos el rumor de que ya eran hombres crecidos y habían construido una flota enorme para reconquistar el reino que por derecho les pertenecía.

Entretanto, desembarcaron en distintos lugares de Cantia tres navíos de guerra repletos de hombres armados a los que dos hermanos, Horsa y Hengist, acaudillaban. Se hallaba entonces Vortegirn en Dorobernia, la actual Cantuaria, pues acostumbraba a visitar esa ciudad muy a menudo. Cuando sus mensajeros le dijeron que unos hombres desconocidos de gran estatura habían desembarcado en grandes naves, el usurpador les ofreció la paz y ordenó que fuesen conducidos a su presencia. Tan pronto como estuvieron ante él, Vortegirn fijó sus ojos en los dos hermanos, pues sobresalían claramente de los demás tanto en el noble porte como en la gentileza de su aspecto. Pasó revista al resto y preguntó desde qué país habían viajado y qué motivo los había llevado a su reino. Fue Hengist quien respondió en nombre de sus compañeros, pues así lo aconsejaba su mayor madurez e inteligencia:

—«Oh tú, el más noble de los reyes, sabe que nuestra patria es Sajonia, una de las regiones de Germania, y el motivo de nuestra llegada no es otro que ofrecerte a ti nuestros servicios o, en su defecto, a algún otro príncipe. Hemos sido expulsados de nuestro país por la simple razón de que la tradición de aquel reino así lo demandaba. Pues es costumbre en nuestra patria, cuando la población es demasiado numerosa, que los príncipes de las distintas provincias se reúnan y ordenen a los jóvenes de todo el reino que acudan a su presencia; después, echando suertes, eligen a los más capaces y vigorosos para que se dirijan a reinos extranjeros y se procuren por sí mismos el sustento, librando así al país en el que nacieron de un número excesivo de habitantes. Recientemente, la población de nuestro reino ha crecido en exceso; nuestros príncipes se reunieron y, echando suertes, eligieron a estos jóvenes que aquí ves y les ordenaron obedecer la tradición establecida desde antiguo. Nos designaron a mí, Hengist, y a mi hermano Horsa como sus capitanes, pues procedemos de una estirpe de caudillos. Acatando, pues, normas sancionadas por el paso del tiempo, nos hicimos a la mar y, con Mercurio como guía, alcanzamos las costas de tu reino».

Cuando oyó mencionar el nombre de Mercurio, el rey mudó el semblante y les preguntó qué religión profesaban. Hengist contestó:

—«Rendimos culto a nuestros dioses patrios, a Saturno, a Júpiter y a los demás que gobiernan el mundo, y especialmente a Mercurio, a quien llamamos Woden en nuestra lengua; nuestros ancestros le consagraron el cuarto día de la semana, que hasta hoy se ha llamado
Wodenesdei
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, de su nombre. Tras él, rendimos culto a la diosa más potente de todas, a Frea, en cuyo honor consagraron el sexto día de la semana, que llamamos
Fridei
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, de su nombre».

Replicó Vortegirn:

—«De corazón deploro vuestras creencias, que deberían llamarse con más propiedad descreencias. Me alegro, en cambio, de vuestra llegada, pues se diría que Dios mismo os ha traído aquí en el momento oportuno para aliviar mi necesidad. Pues habéis de saber que el enemigo me acosa por todas partes, y, si compartís conmigo la fatiga de mis batallas, os instalaré en mi reino con todos los honores y os enriqueceré con regalos de todo tipo y con tierras en propiedad».

Convinieron en ello los bárbaros y, confirmado el pacto, permanecieron en la corte de Vortegirn. Inmediatamente después, los Fictos, viniendo de Albania, reunieron un colosal ejército y comenzaron a devastar las zonas septentrionales de la isla. En cuanto Vortegirn lo supo, reunió a sus soldados y, cruzando el Humber, marchó al encuentro del enemigo. Cuando ambos bandos estuvieron frente a frente, trabaron encarnizadísima batalla. Pero no les fue necesario pelear mucho a los Britanos, pues los Sajones combatían con tal denuedo que los enemigos, acostumbrados a vencer, se vieron obligados a emprender vergonzosa huida.

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Una vez obtenida la victoria con ayuda de los Sajones, Vortegirn multiplicó sus dádivas. A Hengist, su caudillo, le dio muchas tierras en la región de Lindsey para su propio mantenimiento y el de sus camaradas. Pero Hengist, que era un hombre sagaz y astuto, cuando se apercibió de la gran amistad que el rey le profesaba, se dirigió a él en estos términos:

—«Señor, por todas partes te hostiga el enemigo, y son pocos, de entre tus compatriotas, los que te aman. Todos te amenazan con traer a Aurelio Ambrosio desde el país de Armórica y promoverlo a la dignidad real, deponiéndote a ti. Si te parece bien, enviemos mensajeros a mi patria y hagamos venir aquí nuevos guerreros, para así incrementar el número de nuestros combatientes. Y hay una última gracia que solicitaría de tu clemencia, pero temo que rehúses concedérmela».

Vortegirn respondió:

—«Envía legados a Germania e invita a venir a cuantos hombres te parezca oportuno. Y dime qué otra cosa quieres de mí. No rehusaré concedértela».

Hengist inclinó la cabeza y, dándole las gracias, dijo:

—«Me has enriquecido con vastas mansiones y tierras, pero no con aquellos honores que a un caudillo se deben, en atención a la noble sangre de mis antepasados. Me deberías haber dado, además, alguna ciudad o plaza fuerte, y así aumentaría mi dignidad entre los próceres de tu reino. Me podías haber ofrecido el rango de conde o de príncipe, a mí que procedo de una familia que ha ostentado ambos títulos nobiliarios».

Vortegirn respondió:

—«Me está vedado haceros regalos de ese género, pues sois paganos y extranjeros, y no conozco todavía vuestros hábitos y costumbres lo suficiente como para igualaros con mis compatriotas. Incluso si os considerase como connacionales míos, yo solo no podría daros algo que luego fuese desaprobado por los barones de mi reino».

Replicó Hengist:

—«Concédeme entonces a mí, tu humilde siervo, tanto terreno como pueda ser abarcado por una correa, dentro de la hacienda que me has dado, a fin de construir allí una fortaleza a la que retirarme, si hubiere precisión de ello. Soy tu leal vasallo, lo he sido y lo seré, y no dejaré de serte fiel haciendo lo que me propongo llevar a cabo».

Conmovido por estas palabras, el rey accedió a la petición de Hengist y ordenó enviar legados a Germania en busca de guerreros sajones con los que regresar rápidamente a la isla. Sin tardanza, una vez enviados los mensajeros a Germania, Hengist tomó una piel de toro e hizo de ella una sola y larga tira de cuero. Después ciñó con la correa un lugar rocoso, que había elegido con la mayor de las cautelas, y dentro del espacio así delimitado comenzó a construir un castillo que, una vez terminado, tomó el nombre de la correa con que había sido circunscrito: el lugar, conocido en latín como
Castrum Corrigiae
, se llamó después Kaercarrei en lengua británica y Thanecastre
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en sajón.

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En el ínterin, volvieron los legados de Germania, trayendo consigo dieciocho naves repletas de guerreros cuidadosamente elegidos. Traían también a la hija de Hengist, llamada Ronwen, cuya belleza no tenía par en el mundo. Una vez llegados, Hengist invitó al rey Vortegirn a su casa, para que viese el nuevo edificio y los nuevos soldados que acababan de desembarcar. El rey viajó hasta allí de incógnito, no escatimó elogios a una obra tan rápidamente llevada a cabo y tomó a su servicio a los guerreros recién llegados. Mientras reponía sus fuerzas con un banquete digno de reyes, salió de su cámara Ronwen con una copa de oro llena de vino en las manos; se acercó a Vortegirn, se hincó de hinojos ante él y le dijo:

—«¡
Lauerd king, wasseil
!».

Cuando el rey vio el rostro de la joven, se quedó admirado de su belleza y ardió en deseos de poseerla. Preguntó, por fin, a su intérprete qué es lo que había dicho la muchacha y qué debía responder él. El intérprete dijo:

—«Te ha llamado “Señor rey” y te ha honrado bebiendo a tu salud. Lo que tú debes responder es “Drincheil”.»

Vortegirn dijo al punto «¡Drincheil!» y mandó a Ronwen que bebiese; tomó la copa de sus manos, besó a la joven y bebió a su vez. Desde aquel día hasta el de hoy se ha conservado la costumbre en Britania de que el primero que bebe en un banquete diga «¡Wasseil!» al siguiente, y el que recibe la bebida responda «¡Drincheil!». De manera que Vortegirn se embriagó mezclando bebidas y, entrando Satanás en su corazón, se enamoró de la muchacha y pidió a Hengist la mano de su hija. Y digo que Satanás había entrado en su corazón porque, cristiano como era, deseaba unirse a una mujer pagana. Hengist, que era un hombre prudente, descubierta la ligereza de carácter del rey, consultó a su hermano Horsa y a las demás personas de edad que con él estaban qué debía hacerse con la petición del rey. El consejo unánime fue darle la doncella a Vortegirn y pedirle a cambio de ella la provincia de Cantia. Ronwen fue entregada sin tardanza al monarca y la provincia de Cantia a Hengist, a espaldas del conde Gorangón, que allí gobernaba. Aquella misma noche desposó el rey a la mujer pagana, y a fe que quedó complacido más allá de toda medida. Pero este matrimonio le supuso la enemistad inmediata de sus barones y de sus propios hijos, pues había engendrado con anterioridad tres de ellos, llamados Vortimer, Katigern y Pascencio.

En aquel tiempo llegó San Germán, obispo de Auxerre, y Lupo, obispo de Troyes, a predicar la palabra de Dios a los Britanos. El cristianismo se había corrompido en la isla no sólo a causa de los paganos que el rey había aceptado en su comunidad, sino también a causa de la herejía pelagiana, cuyo veneno había infectado Britania durante mucho tiempo.

Sin embargo, la predicación de estos santos varones les devolvió la religión de la verdadera fe, que resplandecía a diario en los muchos milagros obrados. Que muchas maravillas realizó Dios a través de ellos, como Gildas nos ha descrito con estilo brillante en su tratado
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Tan pronto como Ronwen fue entregada al rey, Hengist le dijo a Vortegirn:

—«Ahora yo soy tu padre. Debo, por tanto, ser tu consejero. No menosprecies mi consejo, pues con el valor de mi pueblo vencerás a todos tus enemigos. Invitemos a mi hijo Octa a venir aquí, junto con Ebisa, su hermano: son ambos valientes guerreros. Dales las tierras que hay en las zonas septentrionales de Britania, cerca de la muralla entre Deira y Escocia. Contendrán allí las embestidas de los bárbaros, y tú podrás vivir en paz a este lado del Humber».

Asintió Vortegirn y le dijo que invitaría a todo aquel que fuese lo bastante fuerte como para ayudarlo. Se enviaron legados, y llegaron Octa, Ebisa y Cerdic con trescientas naves llenas de hombres armados. Vortegirn los recibió a todos con gentileza y los colmó de regalos. Con su ayuda, vencía siempre a sus enemigos y no había combate en que no resultara victorioso. Hengist invitaba más y más naves, y cada día aumentaba el número de Sajones. Cuando los Britanos se apercibieron de ello, temerosos de una traición, se dirigieron al rey, pidiéndole que los expulsara del reino. Los paganos no debían, en efecto, tener relación alguna con los cristianos ni mezclarse con ellos, pues lo prohibía la ley cristiana. Tan numerosos eran, además, los llegados que infundían terror a los habitantes del país. Nadie sabía ya quién era pagano y quién cristiano, pues los paganos se habían casado con sus propias hijas y parientas. Poniendo tales objeciones, instaron al rey a que no los mantuviese más a su lado, no fuera que sus compatriotas se viesen sorprendidos por alguna traición. Vortegirn se negó a seguir el consejo de sus súbditos, pues a causa de su esposa amaba a los Sajones más que a ningún otro pueblo. Cuando los Britanos se apercibieron de ello, abandonaron al punto a Vortegirn y, unánimemente indignados, eligieron rey a su hijo Vortimer. Éste, de acuerdo en todo con su pueblo, comenzó a expulsar a los bárbaros, atacándolos y acosándolos con sangrientas incursiones. Cuatro batallas sostuvo contra ellos y en las cuatro salió victorioso: la primera tuvo lugar a la vera del río Derwent; la segunda, en el vado de Episford, y en ella Horsa y Katigern, el segundo hijo de Vortegirn, se dieron muerte mutuamente en combate singular; la tercera, a orillas del mar, adonde el enemigo había huido, embarcando cobardemente en sus navíos y buscando refugio en la isla de Thanet. Allí les puso sitio Vortimer y los hostigaba a diario con ataques navales. Cuando no pudieron soportar por más tiempo el asalto de los Britanos, enviaron al rey Vortegirn —que había estado junto a ellos en todos los combates— como emisario a su hijo Vortimer, pidiéndole licencia para partir y regresar sanos y salvos a Germania. Mientras padre e hijo celebraban estas conversaciones, los Sajones aprovecharon la ocasión para embarcar en sus naves de guerra y, abandonando a sus mujeres y a sus hijos, volvieron a Germania
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Tan pronto como Vortimer hubo obtenido la victoria, comenzó a devolver a sus primitivos propietarios las posesiones que les habían sido arrebatadas, y a tratar a sus súbditos con afecto y honor, y a restaurar sus iglesias a petición de San Germán. Pero el diablo miró con malos ojos su bondad y, entrando en el corazón de su madrastra Ronwen, la indujo a maquinar su asesinato. De manera que Ronwen se hizo con una amplísima colección de venenos y le dio a beber uno de ellos a Vortimer por medio de un sirviente a quien había corrompido con innumerables regalos. Cuando aquel famoso guerrero lo hubo bebido, se vio afectado por una repentina debilidad que le negaba toda esperanza de supervivencia. Sin tardanza, ordenó que acudieran a su presencia todos sus soldados y, diciéndoles que se estaba muriendo, distribuyó entre ellos su oro y su plata, y cuanto habían acumulado sus ancestros. Como sus hombres lloraran y se lamentaran, él los consolaba afirmándoles que el camino que estaba a punto de emprender era el que esperaba a toda carne mortal. Y a sus bravos y jóvenes guerreros, a los que había tenido siempre a su lado en sus campañas militares, los exhortó a pelear por su patria y a defenderla de los ataques enemigos. Movido, en fin, por un impulso de audacia y osadía, ordenó construir una pirámide de bronce y colocarla en el puerto donde los Sajones solían desembarcar. Al morir él, su cuerpo sería sepultado en la parte superior de esa pirámide, para que, al ver su tumba, los bárbaros volvieran velas y regresasen a Germania. Y decía que ninguno de ellos se atrevería a acercarse después de contemplar su tumba. ¡Qué gran coraje el de este hombre que deseó ser temido después de muerto por aquellos a quienes había aterrorizado en vida! Sin embargo, una vez difunto, los Britanos obraron de manera completamente diferente y sepultaron su cuerpo en la ciudad de Trinovanto.

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