En cuanto puso fin a su discurso, la muchedumbre lo aclamó tan ruidosamente que hubieras dicho que, de repente, se hallaban rebosando coraje.
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Los Romanos dan, después, a estas gentes medrosas enérgicos consejos, dejándoles modelos a partir de los cuales forjar armas. Además, a orillas del Océano, en la costa meridional, allí donde fondean los navíos britanos, les recomiendan construir torres a intervalos, mirando al mar, pues era allí donde eran más temidas las incursiones de los bárbaros. Pero se convierte más fácilmente a un milano en azor que a un patán en un hombre sabio: el que se esfuerza en transmitir sabiduría a ese tipo de gente hace lo mismo que si echara margaritas a puercos. En el preciso instante en que los Romanos dijeron adiós y se fueron, con la intención de no volver más, los antedichos enemigos Guanio y Melga surgieron de las naves que los habían conducido a Hibernia. Traían consigo hordas crueles de Escotos y de Fictos, con Noruegos, Daneses y demás pueblos bajo su mando, y se apoderaron de toda Albania hasta la muralla. Al enterarse de que los Romanos habían abandonado la isla y habían prometido no regresar jamás, cobraron confianza y se aplicaron a la tarea de devastar la isla una vez más. Frente a ellos, una cuadrilla de inútiles campesinos en lo alto de la muralla, cobardes a la hora de atacar, incapaces de huir por la angustia que les oprime el corazón, pasando día y noche agazapados estúpidamente en sus puestos, mientras los dardos del enemigo silban sin cesar, arrastrando con ellos desde los muros a estos misérrimos palurdos y estrellándolos contra el suelo. Lo repentino de este género de muerte representa, con todo, un golpe de fortuna para aquellos que la sufren, pues con su partida inmediata evitan los espantosos tormentos que aguardan a sus hermanos y a sus hijos. ¡Oh, venganza divina por las culpas pasadas! ¡Oh, vesania de Maximiano, que alejaste de Britania a tantos guerreros! ¡Ojalá hubiesen estado aquí en tan funesto trance! No existe pueblo a quien no hubieran puesto en fuga, como se vio a lo largo del tiempo en que permanecieron en la isla, pues no sólo era suya Britania en paz, sino que eran capaces de extender su poder a reinos lejanos. Pero así van las cosas cuando se deja un reino en manos de simples labriegos. ¿Qué os diré? Fueron abandonadas las ciudades y la alta muralla. Una vez más, el pueblo tuvo que huir; se dispersaron de una forma más desesperada que la usual, perseguidos por el enemigo, y sufrieron matanzas aún más sangrientas que las anteriores. Como el cordero por el lobo, así la triste plebe era despedazada por la horda enemiga. Y, una vez más, los miserables supervivientes enviaron legados con cartas a Agicio, representante del poder romano, dirigiéndose a él en estos términos:
A Agicio, tres veces cónsul, los gemidos de los Britanos.
Y, después de unas pocas palabras, continuaban así sus quejas:
El mar nos arroja a los bárbaros; los bárbaros nos arrojan al mar. Henos aquí en la disyuntiva de morir ahogados o degollados.
Pero no obtuvieron el auxilio que demandaban y regresaron, tristes, a anunciar a sus compatriotas el fracaso de su embajada.
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Así que celebraron asamblea y decidieron que Güetelino, arzobispo de Londres, cruzara el mar rumbo a Britania la Menor, que entonces se llamaba Armórica o Letavia, para pedir ayuda a sus consanguíneos. Reinaba entonces en aquel país Aldroeno, cuarto rey desde Conan, a quien Maximiano había dado aquel reino, como puede leerse más arriba. Cuando vio ante él a un hombre tan venerable, Aldroeno lo recibió con todos los honores y le preguntó el motivo de su llegada. Güetelino le dijo:
—«Tu nobleza debe estar ya lo suficientemente familiarizada con la miseria —una miseria que puede incluso llegar a provocar tus lágrimas— que nosotros, tus compatriotas Britanos, hemos sufrido desde que Maximiano despojó nuestra isla de soldados y les ordenó que colonizaran este reino que ahora posees y que ojalá poseas en paz perpetua. Pues todos los pueblos vecinos a la isla se han alzado contra nosotros, miserables reliquias de vuestro pueblo, y han saqueado por completo nuestra isla, antaño llena de todo género de riquezas, de manera que todas las naciones de Britania se han visto privadas del báculo del alimento, a excepción del que son capaces de obtener practicando la caza. Y no hay quien ponga fin a tan lamentable situación, pues no quedó ningún hombre fuerte ni ningún guerrero en todo el país. Los Romanos están cansados de nosotros y se niegan a prestarnos la más mínima ayuda. Así que, como último recurso, apelamos a tu misericordia, implorándote que nos des protección y defiendas el reino que por derecho te corresponde de las incursiones de los bárbaros. Pues si no eres tú, ¿quién podría ser coronado con la diadema de Constantino y de Maximiano, la misma que llevaron tus abuelos y bisabuelos? Dispón tu flota y ven. He aquí el reino de Britania: en tus manos lo deposito».
Respondió Aldroeno:
—«Hubo un tiempo en que no me hubiera negado a aceptar la isla de Britania, en el caso de que alguien me la hubiese ofrecido. Mientras gozó de paz y de tranquilidad, no creo que existiera en el mundo otra tierra más fértil. Pero ahora las desgracias se han cebado en ella y ha perdido valor, convirtiéndose en algo odioso para mí y para cualquier otro príncipe. Sobre todos los males, la ha perjudicado la dominación de los Romanos, pues nadie ha sido capaz de ejercer en ella el poder de una manera estable, sin perder la libertad ni tener que cargar con el yugo de la esclavitud. Pues ¿quién es el que no prefiere poseer menos cosas con libertad a tener todas las riquezas de Britania bajo el yugo de la servidumbre? Este reino, que ahora está sometido a mi autoridad, lo poseo con honor y sin la sujeción de rendir vasallaje a otro más poderoso que yo. Por eso lo prefiero a los demás, porque puedo gobernarlo con plena libertad. Sin embargo, puesto que mis abuelos y bisabuelos reinaron en la isla, te entrego a Constantino, mi hermano, y a dos mil soldados con él, para que, si Dios así lo quiere, libere el país de la invasión bárbara y sea coronado con la diadema real. Pues has de saber que tengo un hermano que lleva ese nombre, y es muy diestro en asuntos militares y de reconocido valor. A ti te lo encomiendo, junto con el número de hombres que te he dicho, si te place aceptarlo. Me es imposible ofrecerte más soldados, pues la posibilidad de un ataque por parte de los Galos me amenaza a diario».
Tan pronto como puso fin a sus palabras, el arzobispo le dio las gracias, llamaron a Constantino y Güetelino le dijo lo siguiente:
—«Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera.
»He aquí el rey de la desamparada Britania. Que Cristo nos valga: he aquí nuestra defensa, he aquí nuestra esperanza y nuestra alegría».
¿Qué os diré? Una vez listas las naves en la costa, son elegidos los soldados de entre las diversas partes del reino y puestos a disposición de Güetelino.
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Cuanto todo estuvo dispuesto, se hicieron a la mar y desembarcaron en el puerto de Totnes. Sin perder un instante reunieron a todos los jóvenes que aún permanecían en la isla y, trabando combate con el enemigo, obtuvieron la victoria merced a los merecimientos de su providencial caudillo. Los Britanos, hasta entonces dispersos, afluyeron de todas partes y, celebrando asamblea en Silchester, exaltaron a Constantino a la dignidad real e impusieron sobre su cabeza la diadema del reino. Además, le dieron como esposa a una joven nacida en el seno de una noble familia romana, de cuya educación se había encargado el propio arzobispo Güetelino. La conoció y engendró en ella tres hijos, cuyos nombres fueron Constante, Aurelio Ambrosio y Úter Pendragón. El rey entregó a su primogénito, Constante, a la iglesia de Anfíbalo, en Güintonia, donde abrazaría el orden monacal. La educación de los otros dos, a saber, Aurelio y Úter, se la encomendó a Güetelino. Finalmente, transcurridos diez años, llegó a la corte un Ficto que había estado al servicio de Constantino y, pretextando que deseaba mantener una conversación secreta con el rey, tan pronto como todos se hubieron alejado, lo mató a cuchilladas en cierto boscaje.
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Muerto Constantino, hubo disputas entre los nobles acerca de quién debía ser promovido al trono. Unos favorecían a Aurelio Ambrosio; otros, a Úter Pendragón; otros, en fin, a distintos miembros de la familia real. Al final, mientras los barones disputaban airadamente sobre la conveniencia de elegir a sus respectivos candidatos, entró en escena Vortegirn, jefe de los Gewiseos, que suspiraba por hacerse con el reino, y se fue en busca del monje Constante, dirigiéndose a él en estos términos:
—«Tu padre ha muerto y tus hermanos no pueden ser exaltados a la dignidad regia a causa de su corta edad. No sé de nadie de tu estirpe a quien el pueblo pueda promover a la realeza. Si quieres seguir mis consejos y contribuir al aumento de mi hacienda, induciré a la gente a que acepte la idea de que tú abandones los hábitos —aunque el orden sagrado se oponga a ello— y seas coronado rey».
Cuando Constante lo hubo oído, exultó de alegría y le prometió bajo juramento que haría todo lo que Vortegirn le pidiese. Éste llevó a Constante a Londres, revestido de todo el ornamento regio, y lo hizo rey, por más que el pueblo diese de mala gana su asentimiento. Por aquel entonces ya había muerto el arzobispo Güetelino, y ninguno de los obispos presentes se atrevió a ungir al nuevo monarca, pues era contra derecho que fuese rey un monje profeso. Sin embargo, no por eso dejó de coronarse, pues el propio Vortegirn, haciendo las veces de obispo, colocó con sus manos la diadema sobre la cabeza de Constante.
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Una vez coronado, Constante encomendó el gobierno del reino a Vortegirn, poniéndose hasta tal punto en sus manos que no hacía nada sin su consejo. La propia debilidad de su carácter lo impulsaba a obrar así, más el hecho de que en los claustros no había aprendido precisamente a administrar un reino. Vortegirn se envalentono y empezó a acariciar la idea de hacerse con la corona, que era lo que verdaderamente anhelaba desde hacía mucho tiempo, pues veía que había llegado el momento de llevar a cabo su deseo. Tenía, en efecto, todo el reino bajo su control, y Constante, que se decía rey, no era más que la sombra de un príncipe, un individuo blando que carecía de la capacidad para hacer justicia y no inspiraba el menor respeto a sus propios súbditos ni a los pueblos vecinos. Los hermanos del rey, Úter Pendragón y Aurelio Ambrosio, eran todavía dos niños que dormían en cunas, incapaces de gobernar el reino. Se daba, además, la circunstancia de que los más viejos barones del reino habían muerto, y sólo el astuto y prudente Vortegirn quedaba como consejero de auténtica entidad. Casi todos los demás eran muchachos o jovencitos que habían adquirido sus blasones al morir sus padres y tíos en los últimos combates. Así que Vortegirn, encontrándolo todo favorable, revolvía en su ingenio el modo más sutil y precavido de deponer al monje Constante y ocupar el trono en su lugar. Decidió esperar hasta haber establecido mejor su poder sobre las diversas tribus del reino y haber ganado su confianza. Empezó, en consecuencia, por pedir la custodia de los tesoros del rey, así como la de las ciudades con sus respectivas guarniciones, alegando que corría un rumor según el cual los habitantes de las islas vecinas estaban planeando atacar. Cuando lo hubo conseguido, colocó allí satélites suyos que le asegurarían la lealtad de esas ciudades. Después, desarrollando una traición largamente pensada, se dirigió a Constante y le dijo que era preciso aumentar su séquito para hacer frente con mayor seguridad a los enemigos que iban a atacar Britania. Constante respondió:
—«¿No he puesto todo bajo tu mando? Haz lo que quieras, con tal que esos hombres se mantengan fieles a mí».
—«Me han dicho —continuó Vortegirn— que los Pictos se disponen a conducir a Daneses y Noruegos contra nosotros, con ánimo de causarnos el mayor daño posible. Por ello te propongo —y considero que es el plan más aconsejable— que hagas venir a un grupo de Pictos a tu corte para que actúen como mediadores entre nosotros y el resto de sus compatriotas. Pues si es verdad que han empezado a preparar la guerra, te servirán para espiar las estratagemas y malas artes de sus connacionales, y tú podrás entonces evitarlas cómodamente».
He aquí la secreta traición de un secreto enemigo. Pues Vortegirn no aconsejaba esto a Constante para aumentar su seguridad, ya que sabía que los Fictos; eran un pueblo tornadizo y dispuesto siempre a todo género de crímenes. Cuando estuvieran ebrios, o cuando alguien o algo los enfureciese, podrían levantarse con facilidad contra el rey y, acto seguido, darle muerte; y, si esto sucedía, entonces Vortegirn tendría la oportunidad de ocupar el trono, como durante tanto tiempo había soñado. De modo que envió mensajeros a Escocia con el fin de invitar a cien soldados pictos a formar parte del séquito real. Una vez llegados, los honró a ellos más que a ningún otro y los agasajó con todo género de regalos, saciándolos hasta tal punto de alimento y bebida que muy pronto lo aceptaron a él como su rey. Y celebraban sus alabanzas por las calles, gritando:
—«Es Vortegirn quien debe ser rey. Él es quien debe empuñar el cetro de Britania; Constante no se lo merece».
Vortegirn, por su parte, multiplicaba su liberalidad para con ellos, a fin de resultar aún más grato a sus ojos. Cuando se los hubo ganado por completo, los embriagó y les dijo que se proponía abandonar Britania para ampliar su hacienda, pues lo poco que poseía no bastaba para mantener ni siquiera a cincuenta soldados. Después, aparentando tristeza, se fije a su casa y los dejó bebiendo en palacio. Visto lo cual, los Pictos se afligieron más de lo que puede imaginarse, creyendo que era cierto lo que él les había dicho. Y, murmurando entre sí, decían:
—«¿Cómo soportamos que ese monje siga con vida? ¿Por qué no lo matamos, para que Vortegirn posea el trono del reino? No hay otro con sus méritos para suceder a Constante. Vortegirn es quien debe reinar. Digno es de ese honor quien no conoce límite en su largueza para con nosotros».
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Sin más, irrumpieron en el dormitorio real, atacaron a Constante y lo mataron, llevando su cabeza a Vortegirn. Cuando éste la vio, fingió gran pena y estalló en lágrimas, aunque nunca en su vida había sido tan feliz como entonces. Convocó al punto a los ciudadanos de Londres, pues era allí donde había tenido lugar el crimen, y, acto seguido, ordenó prender y decapitar a los traidores por haber perpetrado tan nefando homicidio. Hubo quien pensó que aquella traición había sido planeada por Vortegirn y que los Pictos no la hubieran llevado a cabo sin su consentimiento. Otros, en cambio, lo exoneraban de toda culpa. El asunto no quedó nada claro, y los ayos de Aurelio Ambrosio y Úter Pendragón huyeron con ellos a Britania la Menor, temiendo que sus pupilos fueran asesinados por Vortegirn. Allí los recibió el rey Budicio, y los educó con los honores debidos.