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A la muerte de su hijo, Vortegirn volvió a acceder al trono. Conmovido por las súplicas de su esposa, envió mensajeros a Hengist, a Germania, para pedirle que volviera a Britania, pero de manera privada y con pocos hombres, pues temía que, de no hacerlo así, podría surgir la discordia entre bárbaros y paisanos. Tan pronto como Hengist supo que Vortimer había muerto, reunió trescientos mil guerreros, aparejó una flota y regresó a Britania. Cuando Vortegirn y los príncipes del reino se enteraron de la llegada de tan ingente multitud, se irritaron sobremanera y decidieron conjuntamente combatir a los Sajones y expulsarlos de sus costas. Para informarlo de esta decisión, la hija de Hengist envió mensajeros a su padre, y éste, una vez recibida la noticia, se debatía considerando qué sería mejor hacer para calmar los ánimos de Vortegirn. Después de darle muchas vueltas, adoptó una línea de acción basada en traicionar al pueblo de Britania convenciéndolo de que sus intenciones eran pacíficas. Envió, pues, legados al rey, asegurando que no había traído tal multitud de hombres con la intención de que se quedasen con él en el reino, ni pretendía violentar el país con el concurso de esa muchedumbre. Los había traído porque pensaba que Vortimer estaba aún vivo y se proponía hacerle frente con ellos, cuando Vortimer lo atacase. Pero que, pues estaba claro que Vortimer había muerto, se ponía a sí mismo y a su pueblo a disposición de Vortegirn. De tan gran hueste, el rey retendría en su reino los hombres que juzgase oportuno, y aquellos que fueran despedidos regresarían con su venia a Germania sin dilación. Y, si Vortegirn estaba de acuerdo, entonces Hengist le pedía nombrar un día y un lugar donde reunirse y disponerlo él todo según la voluntad real. Mucho le agradó al rey recibir estas nuevas, pues le repugnaba la idea de que Hengist se marchara otra vez. Finalmente, ordenó que Britanos y Sajones se reunieran junto al monasterio de Ambrio
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et primer día del mes de mayo, que estaba próximo, y que allí se sancionarían los acuerdos.
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Todo estaba conforme por ambas partes. Entonces Hengist ideó una nueva traición y ordenó a cada uno de sus guerreros que ocultara un cuchillo largo en las botas. Cuando los Britanos, sin sombra de sospecha, se encontrasen discutiendo los términos de la entrevista, él les daría esta señal:
«Nimed oure saxes»
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, y cada uno de ellos atacaría audazmente al Britano que más cerca estuviese, degollándolo al punto con el cuchillo que tenía escondido. Llegó el día acordado, y todos se reunieron en la mencionada ciudad y comenzaron a hablar del modo en que la paz debía fijarse. Cuando vio Hengist que había llegado el momento de la traición, gritó
«¡Nime oure saxes!»
e inmediatamente se apoderó de Vortegirn, asiéndolo del manto. Oída la señal, los Sajones sacaron sus cuchillos y acometieron a los barones que tenían al lado, degollándolos sin piedad en número de cuatrocientos sesenta, entre condes y príncipes. Después sepultaría el piadoso Eldado sus cuerpos, siguiendo el rito cristiano, no lejos de Kaercaradoc, la actual Salisbury, en un camposanto lindante con el monasterio del abad Ambrio, que fue otrora su fundador. Pues los Britanos habían venido sin armas, con la atención fija en la conferencia de paz, por lo que los Sajones, que no pensaban sino en su traición, pudieron fácilmente darles muerte, desarmados como se hallaban.
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Sin embargo, los paganos no consiguieron su objetivo impunemente, pues muchos de ellos fueron muertos cuando intentaban asesinar a sus desprevenidos rivales. Los Britanos, en efecto, cogiendo piedras y palos del suelo, se defendían golpeando a los traidores. Allí estaba, por caso, Eldol, señor de Gloucester, quien, vista la traición, tomó una estaca que había encontrado al azar y procedió a defenderse de sus enemigos con ella. Al que alcanzaba con su improvisada arma le rompía algún miembro y lo enviaba al Tártaro; destrozó cráneos, brazos, hombros y piernas, sembrando el terror entre los Sajones, y no se movió de aquel lugar antes de haber matado setenta hombres con su estaca. Cuando no pudo ya hacer frente a tan elevado número de enemigos, se alejó de allí y buscó refugio en su propia ciudad. Muchos cayeron de ambos bandos en la refriega, pero los Sajones acabaron alzándose con la victoria, ya que los Britanos, no sospechando traición alguna, se hallaban desarmados y no podían oponerles la debida resistencia. Los vencedores no quisieron matar a Vortegirn para dar cima a su nefanda empresa; se contentaron con encadenarlo y amenazarlo de muerte, pidiéndole a cambio de su vida sus ciudades y plazas fuertes. Les concedió cuanto pidieron, con tal de escapar vivo de aquel trance. Cuando se lo hubo confirmado mediante juramento, lo liberaron de sus cadenas y, dirigiéndose a Londres, se apoderaron de la ciudad. Tomaron luego Eboraco, Lincoln y Güintonia, devastando las comarcas circundantes. Atacaban a los paisanos como atacan los lobos al rebaño de ovejas que el pastor ha desamparado. Cuando Vortegirn vio tal desastre, se retiró a Cambria, no sabiendo qué hacer contra pueblo tan execrable.
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Finalmente, Vortegirn convocó a sus magos, les pidió su opinión y les ordenó que le dijeran qué debía hacer. Le dijeron que se construyese una torre muy recia, a la que podía retirarse a salvo cuando perdiese todas las demás fortalezas. Recorrió gran número de lugares con vistas a encontrar uno adecuado para su torre y llegó al fin al monte Erir
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, donde, reunidos albañiles de diferentes partes del país, ordenó levantarla. Los obreros comenzaron a poner los cimientos. Sin embargo, lo que ellos construían un día, la tierra se lo tragaba al siguiente, de manera que no sabían adonde iba a parar su obra. Lo supo Vortegirn y consultó de nuevo a sus magos, pidiéndoles una explicación del suceso. Éstos le dijeron que buscase un muchacho sin padre y que, una vez encontrado, lo matase, regando la argamasa y las piedras con su sangre. Si hacía esto, le aseguraban que los cimientos se mantendrían firmes. Despacha al punto mensajeros a todas las provincias en busca de un joven de estas características. Los enviados llegan a una ciudad que más tarde se llamó Carmarthen y, viendo allí jugando a unos muchachos junto a la puerta de la ciudad, se acercaron a verlos jugar. Fatigados por el viaje, se sentaron en corro, esperando encontrar lo que buscaban. Finalmente, cuando hubo transcurrido la mayor parte del día, una repentina querella surgió entre dos de los jóvenes, cuyos nombres eran Merlín y Dinabucio. En la discusión dijo Dinabucio a Merlín:
—«¿Por qué intentas rivalizar conmigo, necio? Nunca podrás competir conmigo en nobleza. Yo procedo de sangre real por ambas partes de mi familia. En cuanto a ti, nadie sabe quién eres, pues nunca tuviste padre».
A estas palabras los mensajeros alzaron sus cabezas y, con los ojos fijos en Merlín, preguntaron a los transeúntes quién era. Éstos le dijeron que nadie sabía quién era su padre, pero que su madre era hija de un rey de Demecia y vivía en esa misma ciudad, en la iglesia de San Pedro, junto con varias monjas.
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No perdieron el tiempo los enviados. Se dirigieron presurosos al gobernador de la ciudad y le ordenaron en nombre del rey que enviase a Merlín y a su madre a Vortegirn, para que el rey hiciese su voluntad con ellos. Conducidos a su presencia, Vortegirn recibió a la madre con toda cortesía, pues sabía que procedía de noble cuna. Después le preguntó quién era el padre del muchacho. Ella dijo:
—«Como vive mi alma y la tuya, mi rey y señor, que no conocí a nadie que me hiciera este hijo. Sólo sé una cosa, y es que, mientras me hallaba en mis habitaciones con mis doncellas, solía visitarme alguien bajo la apariencia de un joven muy gentil. A menudo, estrechándome entre sus brazos, me besaba. Tras haber estado conmigo un breve espacio de tiempo, desaparecía súbitamente, de manera que no podía verlo más. Muchas veces, también, cuando yo estaba sentada sola, hablaba conmigo, pero sin hacerse visible. Después de haberme frecuentado de ese modo bastante tiempo, se unió a mí muchas veces, como un hombre lo hace, y me dejó embarazada. Que tu inteligencia decida, mi señor, quién engendró en mí a este muchacho, pues no he conocido ningún otro varón».
Estupefacto, el rey manda llamar a Maugancio, para que le diga si es o no posible lo que la mujer ha dicho. Traen a Maugancio, quien, después de escuchar toda la historia, punto por punto, dice a Vortegirn:
—«He leído en los libros de nuestros sabios y en numerosas historias que muchos hombres han sido concebidos de semejante forma. Como afirma Apuleyo en su tratado
De deo Socratis
, habitan entre luna y tierra ciertos espíritus a los que llamamos demonios íncubos. Participan de la naturaleza de los hombres y de los ángeles y, cuando quieren, adoptan figuras humanas y cohabitan con mujeres. Quizá uno de ellos se apareció a esa mujer y engendró en ella al muchacho».
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Merlín, que lo escuchaba todo, se acercó al rey y dijo:
—«¿Por qué nos han traído a mi madre y a mí a tu presencia?».
Vortegirn respondió:
—«Mis magos me aconsejaron que buscase a un hombre sin padre. Si consigo regar con su sangre mi torre, ésta se mantendrá firme».
Dijo entonces Merlín:
—«Di a tus magos que comparezcan ante mí. Les demostraré que mienten».
El rey quedó asombrado de lo que acababa de oír. Ordenó venir a sus magos y sentarse frente a Merlín. Éste dijo:
—«Como no sabéis qué es lo que obstaculiza los cimientos de la torre en construcción, habéis aconsejado que mi sangre se mezcle con la argamasa para que, de ese modo, el edificio se mantenga firme. Pero decidme, ¿qué es lo que yace oculto bajo los cimientos? Pues no cabe duda de que hay algo que impide mantenerse firme a la torre».
Los magos, aterrorizados, enmudecieron. Entonces Merlín, también llamado Ambrosio, dijo:
—«Mi rey y señor, llama a tus obreros y ordénales cavar en tierra. Bajo ella encontrarás un estanque, que es lo que no permite tenerse en pie a la torre».
Así se hizo, y encontraron bajo tierra un estanque que hacía el suelo movedizo. De nuevo se acercó Ambrosio Merlín a los magos y les dijo:
—«Decidme, aduladores embusteros, ¿qué es lo que hay debajo del estanque?».
Guardaron silencio, incapaces de articular palabra. Y Merlín dijo al rey:
—«Ordena vaciar el estanque por medio de canales y verás en el fondo dos piedras huecas y, dentro de ellas, dos dragones durmiendo».
El rey dio crédito a las palabras de aquel que ya había acertado en lo del estanque, y ordenó vaciarlo. Nada lo había asombrado tanto en su vida como Merlín. También estaban asombrados todos cuantos allí estaban presentes ante tanta clarividencia, y juzgaban que un dios habitaba en él.
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No había yo llegado aún a este punto de mi historia cuando, en razón a lo mucho que se hablaba acerca de Merlín, me instaron a hacer públicas sus profecías contemporáneos míos de todas las provincias, y especialmente Alejandro, obispo de Lincoln, barón de la más alta piedad y sabiduría; no había ningún otro varón en el reino, clérigo o seglar, a quien sirviesen tantos caballeros, pues la santidad de sus costumbres y su proverbial generosidad los atraían a su servicio. De modo que, queriendo satisfacer su curiosidad, traduje las profecías y se las envié con una carta redactada en estos términos:
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La admiración que en mí despierta tu nobleza, oh Alejandro, prelado de Lincoln, no me deja otra opción que trasladar de la lengua británica a la latina las
Profecías de Merlín
, antes de haber dado fin a la historia que había comenzado acerca de los hechos de los reyes britanos. Mi intención era completar esa obra primero y aplicarme después a dar cima a esta otra, pues temía que, realizando ambas labores a la vez, fuese menor mi habilidad en darles cumplimiento a una y a otra. Sin embargo, estaba de antemano seguro de la indulgencia que la discreción de tu sutil ingenio me otorgaría, y por ello acerqué a mis labios la agreste caña y, con modulación plebeya, traduje para ti esta obra, escrita en una lengua por ti desconocida. Mucho me admira que te hayas dignado encomendar esta tarea a una pluma tan pobre como la mía, cuando la vara de tu poder podía haber dispuesto de tantos otros hombres, más sabios y más ricos que yo, para regalar los oídos de tu Minerva con el deleite de un canto más sublime. Y, pasando por alto a todos los sabios de la isla entera de Britania, no me ruboriza en modo alguno confesar que eres tú y tú solo quien, mejor que nadie, lo cantarías con intrépida lira, si tu altísimo honor no te llamase a otras preocupaciones. Sea como fuere, puesto que has decidido que Geoffrey de Monmouth haga sonar su avena en esta pieza adivinatoria, no dejes de mostrarte favorable a sus modulaciones y, si produce algún sonido inapropiado o incorrecto, saca la férula de tus Camenas
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y endereza sus pasos hacia el camino de la armonía.
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Estaba Vortegirn, el rey de los Britanos, sentado a orillas del estanque recién vaciado cuando surgieron dos dragones, uno blanco y otro rojo. Cuando estuvieron cerca, entablaron cruel combate, echando fuego por las narices. El dragón blanco llevó al principio la mejor parte y obligó al dragón rojo a huir a un extremo de la laguna. Pero éste no toleró verse acorralado y, atacando a su rival, lo obligó a retroceder. Contendían de esta manera cuando el rey ordenó a Ambrosio Merlín que le explicara el significado de la batalla entre los dragones. Merlín, al punto, estalló en lágrimas y, abandonándose a un trance profetice, dijo:
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—«¡Ay del dragón rojo, pues su aniquilación está próxima! Su caverna será ocupada por el dragón blanco, que se identifica con los Sajones a los que has invitado. El rojo representa al pueblo de Britania, que será sometido por el blanco.
»Sus montañas y valles serán igualados, y los ríos que surcan los valles manarán sangre en vez de agua. El culto de la religión será abolido y se hará manifiesta la ruina de las iglesias.
»Al final prevalecerá la raza oprimida y se alzará contra la crueldad de los invasores. El jabalí de Cornubia
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vendrá en su ayuda y pisoteará los cuellos enemigos con sus pezuñas. Las islas del Océano caerán en su poder y los bosques de Galia serán suyos. Temblará la casa de Rómulo ante su crueldad, y su final será dudoso. Andará en boca de los pueblos, y sus hazañas servirán de alimento a los narradores de historias. Seis de sus descendientes empuñarán el cetro, pero después de ellos resurgirá el gusano germánico.