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Entretanto se acercó al rey Eldol, duque de Gloucester, y le dijo:
—«Este día compensaría para mí el resto de los días de mi vida, con tal que Dios me otorgue la dicha de enfrentarme con Hengist, pues uno de los dos morirá cuando empiecen a hablar nuestras espadas. Recuerdo el día en que nos reunimos para firmar la paz; sólo buscábamos concordia entre ambos pueblos cuando ese perro traicionó a todos los presentes y les clavó un cuchillo en el cuerpo, excepto a mí, que conseguí escapar con ayuda de una estaca. Sucumbieron aquel día cuatrocientos ochenta
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barones y condes que habían acudido allí desarmados. Fue un momento de gran peligro, pero Dios puso en mis manos una gruesa estaca, y con ella logré defenderme y huir».
Esas cosas contaba Eldol. Aurelio exhortó entonces a sus camaradas a poner toda su esperanza en el Hijo de Dios, a atacar valerosamente a los enemigos y a combatir como un solo hombre por la patria común.
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Hengist, por su parte, disponía sus tropas en orden de batalla. Disponiéndolas, les daba instrucciones para la inminente refriega; instruyéndolas, iba entre las filas, tratando de infundir en los ánimos de todos un mismo ardor en el combate. Una vez listas ambas formaciones, chocan las líneas de vanguardia, menudean los golpes de unos y otros, la sangre fluye generosamente. Aquí y allá, Britanos y Sajones mueren a consecuencia de las heridas recibidas. Aurelio anima a los cristianos, Hengist arenga a los paganos. Y mientras siguen combatiendo, Eldol no ceja en sus intentos de encontrar una oportunidad de vérselas con Hengist cara a cara; pero no llega esa ocasión, pues cuando Hengist ve que sus hombres están batidos y que los Britanos obtienen la victoria por la gracia de Dios, huye inmediatamente, dirigiéndose al castillo de Kaerconan, ahora llamado Conisbrough. Aurelio lo persigue, dando muerte o esclavizando a todo aquel que encuentra en su camino. Cuando ve Hengist que Aurelio lo sigue, no quiere entrar en la fortaleza; una vez más, forma sus tropas en orden de batalla y se dispone a pelear. (Sabía que el castillo no resistiría en modo alguno el asalto de Aurelio y que su única defensa eran su propia espada y su lanza). Cuando, por fin, Aurelio alcanzó a Hengist, formó él también a sus guerreros en orden de batalla y atacó a su rival con inaudita ferocidad. Los Sajones resisten, sin embargo, unánimemente. Son frecuentes las heridas mortales en uno y otro bando. La sangre fluye por doquier. El clamor de los moribundos acrecienta la furia de los vivos. Y si no hubiesen intervenido los jinetes armoricanos, habrían terminado por vencer los Sajones. Aurelio había asignado a la caballería el mismo lugar que ocupara en la primera batalla. Cuando cargaron sobre ellos, los Sajones retrocedieron y, una vez dispersados, no fueron ya capaces de rehacer sus líneas. Entonces los Britanos atacaron con más ímpetu, arrojándose sobre el enemigo como un solo hombre. Aurelio está en todas partes: anima a sus soldados, hiere a cuantos se ponen a su alcance, persigue a los que huyen y es el más firme apoyo de sus camaradas. Eldol no le va a la zaga: aquí y allá descarga golpes mortales sobre sus adversarios; pero, haga lo que haga, lo que más desea en el mundo es tener la oportunidad de vérselas con Hengist en singular combate.
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Mientras se sucedían los ataques, Eldol y Hengist se encontraron por fin y comenzaron a golpearse mutuamente con sus espadas. ¡Qué hombres tan belicosos! Cuando se acometían el uno al otro con sus aceros, brotaban chispas a cada golpe, en una larga serie de truenos y relámpagos simultáneos. Mucho tiempo estuvo dudoso el resultado del combate. Unas veces Eldol parecía dominar la situación y Hengist cedía terreno; otras, era Eldol quien cedía y Hengist quien prevalecía. Mientras peleaban de este modo, llegó Gorlois, duque de Cornubia, con el batallón que mandaba y comenzó a hostigar al enemigo. Eldol, cuando lo vio, cobró nuevos ánimos y, tomando con todas sus fuerzas a Hengist por el protector nasal de su yelmo, lo condujo a las filas britanas y, exultando de júbilo, gritó:
—«¡Dios ha cumplido mi deseo! ¡Soldados, acabad de una vez con esos vagabundos invasores! ¡Acabad con ellos! ¡La victoria está en vuestras manos! ¡Vencido Hengist, están vencidos!».
En el ínterin, los Britanos no cesan de atacar a los paganos; cargan sobre ellos una y otra vez, y, cuando retroceden, avanzan con redoblado coraje, sin concederse el más mínimo respiro, hasta hacerse con la victoria. Los Sajones huyeron desordenadamente: unos se refugiaron en las ciudades; otros, en las frondosas montañas; otros, en fin, en sus propias naves. Octa, el hijo de Hengist, se retiró a Eboraco con la mayor parte de los fugitivos, y su pariente Eosa fortificó la ciudad con una hueste considerable de hombres armados.
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Una vez obtenida la victoria, Aurelio conquistó la ciudad de Conan
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, que he mencionado más arriba, y permaneció allí por espacio de tres días. Durante ese tiempo, ordenó enterrar a los muertos y atender a los heridos; sus fatigadas tropas descansaron y sus hombres se rehicieron con cuantos consuelos fueron capaces de encontrar. Después convocó a sus barones y les pidió que decidieran acerca de lo que debía hacerse con Hengist. Se encontraba presente Eldado, obispo de Gloucester, hermano de Eldol y hombre de la mayor sabiduría y religión. Cuando vio a Hengist de pie ante el rey, mandó callar a los demás y dijo:
—«Aun cuando todos os pusierais de acuerdo para liberar a ese hombre, yo me encargaría de hacerle pedazos. En ello seguiría al profeta Samuel, quien, teniendo en su poder a Agag, rey de Amalee, lo degolló y dijo: “Del mismo modo que tú dejaste a muchas madres sin hijos, así también dejaré yo hoy a tu madre sin hijos entre las mujeres
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. Hacedlo así con ese hombre, que es un segundo Agag”.»
Tomó entonces Eldol su espada, llevó a Hengist fuera de la ciudad y, cortándole la cabeza, lo envió al Tártaro. Aurelio, que se caracterizó siempre por la moderación, ordenó sepultar al caudillo sajón y elevar sobre su cadáver un túmulo de tierra, según la costumbre pagana.
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Después condujo Aurelio su ejército a Eboraco, a fin de poner sitio a la ciudad donde estaba Octa, hijo de Hengist. Iniciado el asedio, dudaba Octa si resistir y defender Eboraco contra un ejército tan numeroso. Tras celebrar consejo, salió él de la fortaleza con los más nobles de sus compañeros, trayendo una cadena en la mano y ceniza sobre la cabeza, y se dirigió al rey en estos términos:
—«Mis dioses han sido derrotados. No dudo ya de que es tu Dios quien ostenta la primacía, pues que ha obligado a tantos nobles a presentarse de esta guisa ante ti. Acéptanos, rey, acepta esta cadena y, si no merecemos tu piedad, conserva nuestras ligaduras: aquí nos tienes, voluntariamente dispuestos al castigo que quieras imponernos».
Movido a la piedad, Aurelio ordenó decidir qué debía hacerse con ellos. Diferían las opiniones cuando el obispo Eldado se levantó y dio su parecer hablando así:
—«Los Gabaonitas se entregaron voluntariamente a los hijos de Israel, buscaron misericordia y la obtuvieron
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. ¿Vamos los cristianos a ser menos generosos que los Judíos? ¿Les vamos a negar nuestra misericordia a estas gentes? Piden clemencia: ténganla. Grande es la isla de Britania, y desierta en infinidad de lugares. Permitámosles, pues, mediante pacto, que ocupen esas zonas deshabitadas, convirtiéndose así en nuestros súbditos para siempre».
Aceptó el rey la propuesta de Eldado y tuvo misericordia de ellos. Siguiendo el ejemplo de Octa, Eosa se entregó, y también los demás fugitivos, y todos obtuvieron perdón. Aurelio les cedió la región fronteriza con Escocia y firmó un tratado con ellos.
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Una vez derrotado el enemigo, Aurelio reunió en Eboraco a los barones y príncipes del reino y les ordenó restaurar las iglesias que el pueblo sajón había destruido. Él mismo empezó a reconstruir la sede metropolitana de esta ciudad y los restantes obispados de la provincia. Al cabo de quince días, después de haber encomendado a los obreros las tareas de reconstrucción pertinentes, se dirigió a Londres, que había padecido no poco los furores del enemigo. Lamentando la destrucción de la ciudad, reúne a todos los supervivientes y se aplica a la tarea de ponerla de nuevo en pie. Desde Londres gobierna el reino, desenterrando leyes caídas en desuso y restituyendo a los nietos las posesiones arrebatadas a sus abuelos, mientras que aquellas cuyos herederos hubiesen muerto, víctimas de tanta calamidad, se las entrega a sus camaradas. Todas sus energías se consagran a la restauración del reino, reconstrucción de las iglesias, consolidación de la paz, renovación de las leyes y organización de la justicia. Después marcha a Güintonia, con ánimo de restaurarla, lo mismo que a las demás ciudades. Y cuando hubo dispuesto cuanto había que disponer para su reconstrucción, se dirigió, por consejo del obispo Eldado, al monasterio próximo a Kaercaradoc, que ahora se llama Salisbury, donde estaban enterrados los barones y príncipes traicionados por el infame Hengist. Había allí un convento de trescientos monjes, en el monte de Ambrio, quien, según se dice, había sido otrora su fundador. Al ver aquel lugar donde yacían tan ilustres difuntos, rompió a llorar, movido por la devoción. Finalmente, se dio a considerar de qué manera podría hacer aquel paraje memorable, pues juzgaba que el césped que cubría a tantos nobles muertos por su patria era digno de un monumento.
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Así que reunió a los mejores talladores de madera y de piedra del país, y les ordenó usar su ingenio para idear un nuevo tipo de construcción que permaneciese en pie para siempre en memoria de tan esclarecidos varones. Como quiera que todos, después de devanarse los sesos, se dieran por vencidos, Tremorino, arzobispo de Ciudad de las Legiones, se dirigió al rey y le dijo:
—«Si existe alguien capaz de llevar a cabo tu proyecto, ése es Merlín, el profeta de Vortegirn. No hay, en mi opinión, otro hombre en tu reino de tan claro ingenio, ya en la predicción del futuro, ya en el diseño de artificios mecánicos. Ordénale que venga y sírvete de su ingenio para llevar a cabo la obra que deseas».
Muchas preguntas hizo Aurelio acerca de Merlín; después envió mensajeros a todas las regiones del país para que lo encontrasen y lo trajeran a su presencia. Batidas las diversas provincias, lo encontraron por fin en el territorio de los Gewiseos, junto a la fuente de Gálabes, lugar que solía frecuentar. Le explicaron lo que querían y lo condujeron ante el rey. Éste lo recibió con alegría y le ordenó revelar el futuro, deseoso de oír maravillas. Merlín le dijo:
—«Misterios de ese género no deben ser revelados, salvo en casos de extrema necesidad. Si yo los diera a conocer a la ligera o para hacer reír, el espíritu que me inspira guardaría silencio y no me asistiría cuando me fuere menester».
Y a todos les dio la misma negativa. No quiso el rey insistir más en lo concerniente a la predicción del futuro, pero le habló acerca del monumento que proyectaba construir. Merlín dijo:
—«Si quieres adornar el lugar donde yacen esos hombres con un monumento perdurable, envía a buscar el Círculo de los Gigantes, que está en el monte Kilarao
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, en Hibernia. Hay allí una construcción de piedras que ningún hombre de esta época podría levantar, a menos que lograra combinar inteligencia y talento artístico. Las piedras son enormes y no hay nadie capaz de moverlas. Si se las coloca en la misma posición en que están situadas allí, esto es, en círculo, permanecerán en pie eternamente
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.»
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Al oír estas palabras, Aurelio rompió a reír y dijo:
—«¿De qué manera podrían traerse aquí piedras tan grandes desde un país tan lejano? ¡Cómo si Britania careciese de piedras para llevar a cabo el monumento!».
Merlín repuso:
—«Cesa en tu risa frívola, rey. Lo que he dicho no tiene gracia. Esas piedras son mágicas y tienen diversas propiedades medicinales. Antaño, los gigantes las transportaron desde los más remotos confines de África y las depositaron en Hibernia durante el tiempo en que habitaron ese país. Las utilizaban siempre que se sentían enfermos, preparando sus baños al pie de las piedras: derramaban sobre ellas agua y la recogían en los baños, sanando así todos los aquejados de algún mal. Mezclaban, además, el agua con cocciones de hierbas y, de ese modo, curaban sus heridas. No hay allí piedra que carezca de virtudes medicinales».
Cuando los Britanos oyeron esto, pensaron que era imprescindible ir en busca de aquellas piedras y arrebatárselas al pueblo de Hibernia por la fuerza de las armas, si osaban impedírselo. Finalmente, fue elegido Úter Pendragón, el hermano del rey, junto con quince mil guerreros, para llevar a cabo esta tarea. Merlín los acompañaría, pues su sabiduría y su consejo podrían ser muy útiles en una expedición semejante. Tan pronto como estuvieron listas las naves, se hicieron a la mar. Soplaban vientos favorables, y llegaron a Hibernia sin contratiempo.
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Por aquel entonces reinaba en Hibernia Gilomán, un joven de admirable valor. Al oír que los Britanos habían desembarcado en su país, reunió un vasto ejército y les salió al encuentro. Cuando supo la causa de su llegada, rompió a reír y dijo a los circunstantes:
—«No me sorprende el hecho de que esa raza de cobardes
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haya sido
capaz
de devastar la isla de los Britanos, pues los Britanos son unos necios y unos estúpidos. ¿Quién ha oído hablar nunca de estupidez como la suya? ¿Acaso son mejores las piedras de Hibernia que las de Britania hasta el extremo de invadir nuestro reino en su busca? Armaos, varones, y defended vuestra patria. Mientras esté yo vivo, no nos arrebatarán ni el más mínimo fragmento del Círculo».
Cuando Úter los vio dispuestos a pelear, adelantó sus líneas y cargó contra ellos. Los Britanos resultaron muy pronto vencedores y obligaron a huir a Gilomán, muertos o heridos sus Hibernenses.
Tras la victoria, se dirigieron al monte Kilarao y, una vez llegados ante la estructura de piedras, desbordaron de júbilo y admiración. Merlín se acercó entonces y dijo a todos los presentes:
—«Poneos a la obra, muchachos, y comprobad si puede más la inteligencia que la fuerza, o viceversa, a la hora de mover esas piedras».
A sus órdenes, todos se aplican como un solo hombre a la tarea de mil maneras diferentes, intentando bajar a tierra el Círculo. Deseosos de conseguir su propósito, unos preparan cuerdas, otros palancas, otros escalas, pero no logran mover un ápice las piedras. Cuando Merlín vio a todos desfallecidos, se echó a reír y dispuso sus propios mecanismos. Al final, después de aparejar lo necesario, abatió las piedras con la mayor facilidad del mundo. Una vez en el suelo, las hizo llevar a las naves y mandó que las almacenasen a bordo; y de ese modo, alegres, volvieron a Britania. Los vientos fueron favorables y, una vez en tierra, se encaminaron con las piedras al lugar donde se encontraban las sepulturas de los héroes. Cuando Aurelio lo supo, despachó mensajeros por las distintas partes de Britania, ordenando al clero y al pueblo que se reunieran y, una vez reunidos, se dirigieran al monte de Ambrio, a fin de estar presentes en la gozosa ceremonia de inauguración del antedicho monumento fúnebre. A la convocatoria de Aurelio acudieron obispos y abades, junto con súbditos del rey de cada rango y condición. Y el día señalado, en presencia de todos, Aurelio se ciñó la corona sobre las sienes y celebró la fiesta de Pentecostés
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como corresponde a un monarca. Las celebraciones se prolongaron sin interrupción durante los tres días siguientes. En esos días repartió los honores que carecían de poseedor entre los de su casa, en recompensa por los servicios a él prestados. Y como las sedes metropolitanas de Eboraco y Ciudad de las Legiones se encontraban vacantes, concedió Eboraco, con el beneplácito popular, a Sansón, un ilustre varón famoso por su gran piedad, y Ciudad de las Legiones a Dubricio, a quien la divina providencia había designado como persona idónea para ese cargo. Una vez decididas estas y otras cosas de parecida índole, Aurelio ordenó a Merlín que plantara las piedras que había traído de Hibernia alrededor de las sepulturas. El mago obedeció y las plantó en círculo, en torno a los sepulcros, de la misma manera en que se encontraban dispuestas en el monte Kilarao de Hibernia, demostrando con ello que la inteligencia vale más que la sola fuerza.