(
Cierra. Pausa. Del IV sale un
Señor bien vestido.
Al pasar frente al I sale de éste un
Joven bien vestido
.)
Joven.
— Buenos días.
Señor.
— Buenos días. ¿A la oficina?
Joven.
— Sí, señor. ¿Usted también?
Señor.
— Lo mismo. (
Bajan emparejados.
) ¿Y esos asuntos?
Joven.
— Bastante bien. Saco casi otro sueldo. No me puedo quejar. ¿Y usted?
Señor.
— Marchando. Sólo necesitaría que alguno de estos vecinos antiguos se mudase, para ocupar un exterior. Después de desinfectarlo y pintarlo, podría recibir gente.
Joven.
— Sí, señor. Lo mismo queremos nosotros.
Señor.
— Además, que no hay derecho a pagar tantísimo por un interior, mientras ellos tienen los exteriores casi de balde.
Joven.
— Como son vecinos tan antiguos…
Señor.
— Pues no hay derecho. ¿Es que mi dinero vale menos que el de ellos?
Joven.
— Además, que son unos indeseables.
Señor.
— No me hable. Si no fuera por ellos… Porque la casa, aunque muy vieja, no está mal.
Joven.
— No. Los pisos son amplios.
Señor.
— Únicamente la falta de ascensor.
Joven.
— Ya lo pondrán. (
Pausa breve.
) ¿Ha visto los nuevos modelos de automóvil?
Señor.
— Son magníficos.
Joven.
— ¡Magníficos! Se habrá fijado en que la carrocería es completamente…
(
Se van charlando. Pausa. Salen del III
Urbano
y
Carmina.
Son
ya casi viejos. Ella se prende familiarmente de su brazo y bajan. Cuando están a la mitad del tramo, suben por la izquierda
Elvira
y
Fernando
, también del brazo y con las huellas de la edad. Socialmente, su aspecto no ha cambiado: son dos viejos matrimonios, de obrero uno y el otro de empleado. Al cruzarse, se saludan secamente.
Carmina
y
Urbano
bajan.
Elvira
y
Fernando
llegan en silencio al II y él llama al timbre.
)
Elvira.
— ¿Por qué no abres con el llavín?
Fernando.
— Manolín nos abrirá.
(
La puerta es abierta por
Manolín
, un chico de unos doce años.
)
Manolín.
— (
Besando a su padre.
) Hola, papá.
Fernando.
— Hola, hijo.
Manolín.
— (
Besando a su madre.
) Hola, mamá.
Elvira.
— Hola.
(
Manolín
se mueve a su alrededor por ver si traen algo.
)
Fernando.
— ¿Qué buscas?
Manolín.
— ¿No traéis nada?
Fernando.
— Ya ves que no.
Manolín.
— ¿Los traerán ahora?
Elvira.
— ¿El qué?
Manolín.
— ¡Los pasteles!
Fernando.
— ¿Pasteles? No, hijo. Están muy caros.
Manolín.
— ¡Pero, papá! ¡Hoy es mi cumpleaños!
Fernando.
— Sí, hijo. Ya lo sé.
Elvira.
— Y te guardamos una sorpresa.
Fernando.
— Pero pasteles no pueden ser.
Manolín.
— Pues yo quiero pasteles.
Fernando.
— No puede ser.
Manolín.
— ¿Cuál es la sorpresa?
Elvira.
— Ya la verás luego. Anda adentro.
Manolín.
— (
Camino de la escalera.
) No.
Fernando.
— ¿Dónde vas tú?
Manolín.
— A jugar.
Elvira.
— No tardes.
Manolín.
— No. Hasta luego. (
Los padres cierran. Él baja los peldaños y se detiene en el «casinillo». Comenta.
) ¡Qué roñosos!
(
Se encoge de hombros y, con cara de satisfacción, saca un cigarrillo. Tras una furtiva ojeada hacia arriba, saca una cerilla y la enciende en la pared. Se pone a fumar muy complacido. Pausa. Salen del III
Rosa
y
Trini
: una pareja notablemente igualada por las arrugas y la tristeza que la desilusión y las penas han puesto en sus rostros.
Rosa
lleva un capacho.
)
Trini.
— ¿Para qué vienes, mujer? ¡Si es un momento!
Rosa.
— Por respirar un poco el aire de la calle. Me ahogo en casa. (
Levantando el capacho.
) Además, te ayudaré.
Trini.
— Ya ves: yo prefiero, en cambio, estarme en casa.
Rosa.
— Es que… no me gusta quedarme sola con madre. No me quiere bien.
Trini.
— ¡Qué disparate!
Rosa.
— Sí, sí… Desde aquello.
Trini.
— ¿Quién se acuerda ya de eso?
Rosa.
— ¡Todos! Siempre lo recordamos y nunca hablamos de ello.
Trini.
— (
Con un suspiro.
) Déjalo. No te preocupes.
(
Manolín
, que la ve bajar, se interpone en su camino y la saluda con alegría. Ellas se paran.
)
Manolín.
— ¡Hola, Trini!
Trini.
— (
Cariñosa.
) ¡Mala pieza! (
Él lanza al aire, con orgullo, una bocanada de humo.
) ¡Madre mía! ¿Pues no está fumando? ¡Tira eso en seguida, cochino!
(
Intenta tirarle el cigarrillo de un manotazo y él se zafa.
)
Manolín.
— ¡Es que hoy es mi cumpleaños!
Trini.
— ¡Caramba! ¿Y cuántos cumples?
Manolín.
— Doce. ¡Ya soy un hombre!
Trini.
— Si te hago un regalo, ¿me lo aceptarás?
Manolín.
— ¿Qué me vas a dar?
Trini.
— Te daré dinero para que te compres un pastel.
Manolín.
— Yo no quiero pasteles.
Trini.
— ¿No te gustan?
Manolín.
— No. Prefiero que me regales una cajetilla de tabaco.
Trini.
— ¡Ni lo sueñes! Y tira ya eso.
Manolín.
— No quiero. (
Pero ella consigue tirarle el cigarrillo.
) Oye, Trini… Tú me quieres mucho, ¿verdad?
Trini.
— Naturalmente.
Manolín.
— Oye… quiero preguntarte una cosa.
(
Mira de reojo a
Rosa
y trata de arrastrar a
Trini
hacia el «casinillo».
)
Trini.
— ¿Dónde me llevas?
Manolín.
— Ven. No quiero que me oiga Rosa.
Rosa.
— ¿Por qué? Yo también te quiero mucho. ¿Es que no me quieres tú?
Manolín.
— No.
Rosa.
— ¿Por qué?
Manolín.
— Porque eres vieja y gruñona.
(
Rosa
se
muerde los labios y se separa hacia la barandilla.
)
Trini.
— (
Enfadada.
) ¡Manolín!
Manolín.
— (
Tirando de
Trini
.) Ven… (
Ella le sigue, sonriente. Él la detiene con mucho misterio.
) ¿Te casarás conmigo cuando sea mayor?
(
Trini
rompe a reír.
Rosa
, con cara triste, los mira desde la barandilla.
)
Trini.
—(
Risueña, a su hermana.
) ¡Una declaración!
Manolín.
— (
Colorado.
) No te rías y contéstame.
Trini.
— ¡Qué tontería! ¿No ves que ya soy vieja?
Manolín.
— No.
Trini.
— (
Conmovida
.) Sí, hijo, sí. Y cuando tú seas mayor, yo seré una ancianita.
Manolín.
— No me importa. Yo te quiero mucho.
Trini.
— (Muy
emocionada y sonriente, le coge la cara entre las manos y le besa.
) ¡Hijo! ¡Qué tonto eres! ¡Tonto! (
Besándole.
) No digas simplezas. ¡Hijo! (
Besándole.
) ¡Hijo!
(Se
separa y va ligera a emparejar con
Rosa
.)
Manolín.
— Oye…
Trini.
— (Conduciendo
a
Rosa
, que sigue seria.
) ¡Calla, simple! Y ya veré lo que te regalo: si un pastel… o una cajetilla.
(Se van
rápidas.
Manolín
las ve bajar y luego, dándose mucha importancia, saca otro cigarrillo y otra cerilla. Se sienta en el suelo del «casinillo» y fuma despacio, perdido en sus imaginaciones de niño. Se abre el III y sale
Carmina
, hija de
Carmina
y de
Urbano.
Es una
atolondrada chiquilla de unos dieciocho años.
Paca
la despide desde la puerta.
)
Carmina, Hija.
— Hasta luego, abuela. (
Avanza dando fuertes golpes en la barandilla, mientras tararea.
) La, ra, ra…, la, ra, ra…
Paca.
— ¡Niña!
Carmina, Hija.
—(Volviéndose.
) ¿Qué?
Paca.
— No des así en la barandilla. ¡La vas a romper! ¿No ves que está muy vieja?
Carmina, Hija.
— Que pongan otra.
Paca.
— Que pongan otra… Los jóvenes, en cuanto una cosa está vieja, sólo sabéis tirarla. ¡Pues las cosas viejas hay que conservarlas! ¿Te enteras?
Carmina, Hija.
— A ti, como eres vieja, te gustan las vejeces.
Paca.
— Lo que quiero es que tengas más respeto para… la vejez.
Carmina, Hija.
— (Que se
vuelve rápidamente y la abruma a besos.
) ¡Boba! ¡Vieja guapa!
Paca.
— (
Ganada,
pretende desasirse.
) ¡Quita, quita, hipócrita! ¡Ahora vienes con cariñitos!
Carmina, Hija.
— Anda para adentro.
Paca.
— ¡Qué falta de vergüenza! ¿Crees que vas a mandar en mí? (
Forcejean.
) ¡Déjame!
Carmina, Hija.
— Entra…
(
La resistencia de
Paca
acaba en una débil risilla de anciana.
)
Paca.
—
(
Vencida.
) ¡No te olvides de comprar ajos!
(
Carmina
cierra la puerta en sus narices. Vuelve a bajar, rápida, sin dejar sus golpes al pasamanos ni su tarareo. La puerta del II se abre por
Fernando
, hijo de
Fernando
y
Elvira.
Sale en mangas de camisa. Es arrogante y pueril. Tiene veintiún años.
)
Fernando, Hijo.
— Carmina.
(
Ella, en los primeros escalones aún, se inmoviliza y calla, temblorosa, sin volver la cabeza. Él baja en seguida a su altura.
Manolín
se disimula y escucha con infantil picardía.
)
Carmina, Hija.
— ¡Déjame, Fernando! Aquí, no. Nos pueden ver.
Fernando, Hijo.
— ¡Qué nos importa!
Carmina, Hija.
— Déjame.
(
Intenta seguir. Él la detiene con brusquedad.
)
Fernando, Hijo.
— ¡Escúchame, te digo! ¡Te estoy hablando!
Carmina, Hija.
— (
Asustada.
) Por favor, Fernando.
Fernando, Hijo.
— No. Tiene que ser ahora. Tienes que decirme en seguida por qué me has esquivado estos días. (
Ella mira, angustiada, por el hueco de la escalera.
) ¡Vamos, contesta! ¿Por qué? (
Ella mira a la puerta de su casa.
) ¡No mires más! No hay nadie.
Carmina, Hija.
— Fernando, déjame ahora. Esta tarde podremos vernos donde el último día.
Fernando, Hijo.
— De acuerdo. Pero ahora me vas a decir por qué no has venido estos días.
(
Ella consigue bajar unos peldaños más. Él la retiene y la sujeta contra la barandilla.
)
Carmina, Hija.
— ¡Fernando!
Fernando, Hijo.
—¡Dímelo! ¿Es que ya no me quieres? (
Pausa.
) No me has querido nunca, ¿verdad? Ésa es la razón. ¡Has querido coquetear conmigo, divertirte conmigo!
Carmina, Hija.
— No, no…
Fernando, Hijo.
— Sí. Eso es. (
Pausa.
) ¡Pues no te saldrás con la tuya!
Carmina, Hija.
— Fernando, yo te quiero. ¡Pero déjame! ¡Lo nuestro no puede ser!
Fernando, Hijo.
— ¿Por qué no puede ser?
Carmina, Hija.
— Mis padres no quieren.
Fernando, Hijo.
— ¿Y qué? Eso es un pretexto. ¡Un mal pretexto!
Carmina, Hija.
— No, no…, de verdad. Te lo juro.
Fernando, Hijo.
— Si me quisieras de verdad no te importaría.
Carmina, Hija
.—(Sollozando.
) Es que… me han amenazado y… me han pegado…
Fernando, Hijo.
— ¡Cómo!
Carmina, Hija.
— Sí. Y hablan mal de ti… y de tus padres… ¡Déjame, Fernando! (
Se desprende. Él está paralizado.
) Olvida lo nuestro. No puede ser… Tengo miedo…
(
Se va rápidamente, llorosa.
Fernando
llega hasta el rellano y la mira bajar, abstraído. Después se vuelve y ve a
Manolín.
Su expresión se endurece.
)