Fernando, Hijo.
— ¿Qué haces aquí?
Manolín.
— (
Muy divertido.
) Nada.
Fernando, Hijo.
— Anda para casa.
Manolín.
— No quiero.
Fernando, Hijo.
— ¡Arriba, te digo!
Manolín..
— Es mi cumpleaños y hago lo que quiero. ¡Y tú no tienes derecho a mandarme!
(
Pausa.
)
Fernando, Hijo.
— Si no fueras el favorito… ya te daría yo cumpleaños.
(
Pausa. Comienza a subir mirando a
Manolín
con suspicacia. Éste contiene con trabajo la risa.
)
Manolín.
— (
Envalentonado.
) ¡Qué entusiasmado estás con Carmina!
Fernando, Hijo.
— (
Bajando al instante.
) ¡Te voy a cortar la lengua!
Manolín.
— (
Con regocijo.
) ¡Parecíais dos novios de película! (
En tono cómico.
) «¡No me abandones, Nelly! ¡Te quiero, Bob!» (
Fernando
le da una bofetada. A
Manolín
se
le saltan las lágrimas y se esfuerza, rabioso, en patear las espinillas y los pies de su hermano.
) ¡Bruto!
Fernando, Hijo.
— (
Sujetándole.
) ¿Qué hacías en el «casinillo»?
Manolín.
— ¡No te importa! ¡Bruto! ¡Idiota!… ¡¡Romántico!!
Fernando, Hijo.
— Fumando, ¿eh? (
Señala las colillas en el suelo.
) Ya verás cuando se entere papá.
Manolín.
— ¡Y yo le diré que sigues siendo novio de Carmina!
Fernando, Hijo.
— (
Apretándole un brazo.
) ¡Qué bien trasteas a los padres, marrano, hipócrita! ¡Pero los pitillos te van a costar caros!
Manolín.
— (
Que se desase y sube presuroso el tramo.
) ¡No te tengo miedo! Y diré lo de Carmina. ¡Lo diré ahora mismo!
(
Llama con apremio al timbre de su casa.
)
Fernando, Hijo.
— (
Desde la barandilla del primer rellano.
) ¡Baja, chivato!
Manolín.
— No. Además, esos pitillos no son míos.
Fernando, Hijo.
— ¡Baja!
(
Fernando
, el padre, abre la puerta.
)
Manolín.
— ¡Papá, Fernando estaba besándose con Carmina en la escalera!
Fernando, Hijo.
— ¡Embustero!
Manolín.
— Sí, papá. Yo no los veía porque estaba en el «casinillo»; pero…
Fernando.
— (
A
Manolín.
) Pasa para dentro.
Manolín.
— Papá, te aseguro que es verdad.
Fernando.
— Adentro. (
Con un gesto de burla a su hermano,
Manolín
entra.
) Y tú, sube.
Fernando, Hijo.
— Papá, no es cierto que me estuviera besando con Carmina.
(
Empieza a subir.
)
Fernando.
— ¿Estabas con ella?
Fernando, Hijo.
— Sí.
Fernando.
— ¿Recuerdas que te hemos dicho muchas veces que no tontearas con ella?
Fernando, Hijo.
— (
Que ha llegado al rellano.
) Sí.
Fernando.
— Y has desobedecido…
Fernando, Hijo.
— Papá… Yo…
Fernando.
— Entra. (
Pausa.
) ¿Has oído?
Fernando, Hijo
.—(Rebelándose.
) ¡No quiero! ¡Se acabó!
Fernando.
— ¿Qué dices?
Fernando, Hijo.
— ¡No quiero entrar! ¡Ya estoy harto de vuestras estúpidas prohibiciones!
Fernando.
— (
Conteniéndose.
) Supongo que no querrás escandalizar para los vecinos…
Fernando, Hijo.
— ¡No me importa! ¡También estoy harto de esos miedos! (
Elvira
,
avisada sin duda por
Manolín
, sale a la puerta.
) ¿Por qué no puedo hablar con Carmina, vamos a ver? ¡Ya soy un hombre!
Elvira.
— (
Que interviene con acritud.
) ¡No para Carmina!
Fernando.
— (
A
Elvira
.) ¡Calla! (
A su hijo.
) Y tú, entra. Aquí no podemos dar voces.
Fernando, Hijo.
— ¿Qué tengo yo que ver con vuestros rencores y vuestros viejos prejuicios? ¿Por qué no vamos a poder querernos Carmina y yo?
Elvira.
— ¡Nunca!
Fernando.
— No puede ser, hijo.
Fernando, Hijo.
— Pero ¿por qué?
Fernando.
— Tú no lo entiendes. Pero entre esa familia y nosotros no puede haber noviazgos.
Fernando, Hijo.
— Pues os tratáis.
Fernando.
— Nos saludamos, nada más. (
Pausa.
) A mí, realmente, no me importaría demasiado. Es tu madre…
Elvira.
— Claro que no. ¡Ni hablar de la cosa!
Fernando.
— Los padres de ella tampoco lo consentirían. Puedes estar seguro.
Elvira.
— Y tú debías ser el primero en prohibírselo, en vez de halagarle con esas blanduras improcedentes.
Fernando.
— ¡Elvira!
Elvira.
— ¡Improcedentes! (
A su hijo.
) Entra, hijo.
Fernando, Hijo.
— Pero, mamá… Papá… ¡Cada vez lo entiendo menos! Os empeñáis en no comprender que yo… ¡no puedo vivir sin Carmina!
Fernando.
— Eres tú el que no nos comprendes. Yo te lo explicaré todo, hijo.
Elvira.
— ¡No tienes que explicar nada! (
A su hijo.
) Entra.
Fernando.
— Hay que explicarle, mujer… (
A su hijo.
) Entra, hijo.
Fernando, Hijo
.
—(Entrando, vencido.
) No os comprendo… No os comprendo…
(
Cierran, Pausa.
Trini
y
Rosa
vuelven de la compra.
)
Trini.
— ¿Y no le has vuelto a ver?
Rosa.
— ¡Muchas veces! Al principio no me saludaba, me evitaba. Y yo, como una tonta, le buscaba. Ahora es al revés.
Trini.
— ¿Te busca él?
Rosa.
— Ahora me saluda, y yo a él no. ¡Canalla! Me ha entretenido durante años para dejarme cuando ya no me mira a la cara nadie.
Trini.
— Estará ya viejo…
Rosa.
— ¡Muy viejo! Y muy gastado. Porque sigue bebiendo y trasnochando…
Trini.
— ¡Qué vida!
Rosa.
— Casi me alegro de no haber tenido hijos con él. No habrían salido sanos. (
Pausa.
) ¡Pero yo hubiera querido tener un niño, Trini! Y hubiera querido que él no fuese como era… y que el niño se le hubiese parecido.
Trini.
— Las cosas nunca suceden a nuestro gusto.
Rosa.
— No. (
Pausa.
) ¡Pero, al menos, un niño! ¡Mi vida se habría llenado con un niño!
(Pausa.)
Trini.—…
La mía también.
Rosa.
— ¿Eh? (
Pausa breve.
) Claro. ¡Pobre Trini! ¡Qué lástima que no te hayas casado!
Trini.
— (
Deteniéndose, sonríe con pena.
) ¡Qué iguales somos en el fondo tú y yo!
Rosa.
— Todas las mujeres somos iguales en el fondo.
Trini.
— Sí… Tú has sido el escándalo de la familia y yo la víctima. Tú quisiste vivir tu vida y yo me dediqué a la de los demás. Te juntaste con un hombre y yo sólo conozco el olor de los de la casa… Ya ves: al final hemos venido a fracasar de igual manera.
(
Rosa
la enlaza y aprieta suavemente el talle.
Trini
la imita. Llegan enlazadas a la puerta.
)
Rosa.
— (
Suspirando.
) Abre…
Trini.
— (
Suspirando.
) Sí… Ahora mismo.
(
Abre con el llavín y entran. Pausa. Suben
Urbano, Carmina
y
su
hija. El padre viene riñendo a la muchacha, que atiende tristemente sumisa. La madre se muestra jadeante y muy cansada.
)
Urbano.
— ¡Y no quiero que vuelvas a pensar en Fernando! Es como su padre: un inútil.
Carmina.
— ¡Eso!
Urbano.
— Más de un pitillo nos hemos fumado el padre y yo ahí mismo (
Señala al «casinillo»),
cuando éramos jóvenes. Me acuerdo muy bien. Tenía muchos pajaritos en la cabeza. Y su hijo es como él: un gandul. Así es que no quiero ni oírte su nombre. ¿Entendido?
Carmina, Hija.
— Sí, padre.
(
La madre se apoya, agotada, en el pasamanos.
)
Urbano.
— ¿Te cansas?
Carmina.
— Un poco.
Urbano.
— Un esfuerzo. Ya no queda nada. (
A la hija, dándole la llave.
) Toma, ve abriendo. (
Mientras la muchacha sube y entra, dejando la puerta entornada.
) ¿Te duele el corazón?
Carmina.
— Un poquillo…
Urbano.
— ¡Dichoso corazón!
Carmina.
— No es nada. Ahora se pasará.
(
Pausa.
)
Urbano.
— ¿Por qué no quieres que vayamos a otro médico?
Carmina.
— (
Seca.
) Porque no.
Urbano.
— ¡Una testarudez tuya! Puede que otro médico consiguiese…
Carmina.
— Nada. Esto no tiene arreglo; es de la edad… y de las desilusiones.
Urbano.
— ¡Tonterías! Podíamos probar…
Carmina.
— ¡Qué no! ¡Y déjame en paz!
(
Pausa.
)
Urbano.
— ¿Cuándo estaremos de acuerdo tú y yo en algo?
Carmina.
— (
Con amargura.
) Nunca.
Urbano.
— Cuando pienso lo que pudiste haber sido para mí… ¿Por qué te casaste conmigo si no me querías?
Carmina.
— (
Seca.
) No te engañé. Tú te empeñaste.
Urbano.
— Sí. Supuse que podría hacerte olvidar otras cosas… Y esperaba más correspondencia, más…
Carmina.
— Más agradecimiento.
Urbano.
— No es eso. (
Suspira.
) En fin, paciencia.
Carmina.
— Paciencia.
(
Paca
se asoma
y los mira. Con voz débil, que contrasta con la fuerza de una pregunta igual hecha veinte años antes.
)
Paca.
— ¿No subís?
Urbano.
— Sí.
Carmina.
— Sí. Ahora mismo.
(
Paca
se
mete.
)
Urbano.
— ¿Puedes ya?
Carmina.
— Sí.
(
Urbano
le da el brazo. Suben lentamente, silenciosos. De peldaño en peldaño se oye la dificultosa respiración de ella. Llegan finalmente y entran. A punto de cerrar,
Urbano
ve a
Fernando
, el padre, que sale del II y emboca la escalera. Vacila un poco y al fin se decide a llamarle cuando ya ha bajado unos peldaños.
)
Urbano.
— Fernando.
Fernando.
— (
Volviéndose.
) Hola. ¿Qué quieres?
Urbano.
— Un momento. Haz el favor.
Fernando.
— Tengo prisa.
Urbano.
— Es sólo un minuto.
Fernando.
— ¿Qué quieres?
Urbano.
— Quiero hablarte de tu hijo.
Fernando.
— ¿De cuál de los dos?
Urbano.
— De Fernando.
Fernando.
— ¿Y qué tienes que decir de Fernando?
Urbano.
— Que harías bien impidiéndole que sonsacase a mi Carmina.
Fernando.
— ¿Acaso crees que me gusta la cosa? Ya le hemos dicho todo lo necesario. No podemos hacer más.
Urbano.
— ¿Luego lo sabías?
Fernando.
— Claro que lo sé. Haría falta estar ciego…
Urbano.
— Lo sabías y te alegrabas, ¿no?
Fernando.
— ¿Qué me alegraba?
Urbano.
— ¡Sí! Te alegrabas. Te alegrabas de ver a tu hijo tan parecido a ti mismo… De encontrarle tan irresistible como lo eras tú hace treinta años.
(
Pausa.
)
Fernando.
— No quiero escucharte. Adiós. (
Va a marcharse.
)
Urbano.
— ¡Espera! Antes hay que dejar terminada esta cuestión. Tu hijo…
Fernando.
— (
Sube y se enfrenta con él.
) Mi hijo es una víctima, como lo fui yo. A mi hijo le gusta Carmina porque ella se le ha puesto delante. Ella es quien le saca de sus casillas. Con mucha mayor razón podría yo decirte que la vigilases.
Urbano.
— ¡Ah, en cuanto a ella puedes estar seguro! Antes la deslomo que permitir que se entienda con tu Fernandito. Es a él a quien tienes que sujetar y encarrilar. Porque es como tú eras: un tenorio y un vago.
Fernando.
— ¿Yo un vago?
Urbano.
— Sí. ¿Dónde han ido a parar tus proyectos de trabajo? No has sabido hacer más que mirar por encima del hombro a los demás. ¡Pero no te has emancipado, no te has libertado! (
Pegando en el pasamanos.
) ¡Sigues amarrado a esta escalera, como yo, como todos!
Fernando.
— Sí, como tú. También tú ibas a llegar muy lejos con el sindicato y la solidaridad. (
Irónico.
) Ibais a arreglar las cosas para todos… Hasta para mí.