—Dile al señor Cura que el Crucifijo es de la escuela y aquí estará bien guardado hasta que me ordenen lo que he de hacer con él.
Los niños se miraban entre sí y me miraban a mí conscientes de la embarazosa escena que el sacristán había provocado.
—Que me lo dé le digo, que luego me la cargo yo —insistió Joaco.
Fue el hijo de Regina, uno de los chicos mayores, quien resolvió la situación.
—Vete, Joaco, y no interrumpas, que estamos estudiando.
Joaco se fue con la boina entre las manos, como había venido, y me dejó la certeza de una nueva angustia. Me pareció que nuestras vidas iban a estar marcadas de ahora en adelante por el signo de la incomodidad. Señales de alarma se encenderían periódicamente obedeciendo a un plan. Era la reacción inevitable ante las transformaciones que iba a sufrir el país en algunas de las cuales nosotros, los maestros, estábamos comprometidos.
Regina, la vecina que tanto me ayudaba, había tenido un hijo de soltera. Se había ido muy joven a servir al pueblo grande, el que era cabeza de partido. Y cuando volvió traía en los brazos al pequeño. La señora de la casa en que estaba era modista y Regina la ayudaba en todo lo que podía, así fue aprendiendo el oficio a la vez que fregaba y planchaba y cocinaba. Cuando llegó al pueblo con su hijo, abrió la casa vacía de sus padres —cuatro paredes sucias llenas de telarañas—, la limpió y la pintó y se instaló a vivir en ella. Al principio fue el blanco de la curiosidad del pueblo entero. Las aguas del río arrastraron, con la suciedad de la ropa, la acidez de las críticas. Poco a poco, a fuerza de trabajo y de constancia, Regina encontró su lugar. Cosía para quien se lo solicitaba. Cobraba unas monedas o recibía el pago en especies: huevos, chorizo, un saco de patatas. Cuando yo llegué al pueblo, la historia de Regina y su hijo se había sedimentado.
El niño había crecido y era un chico grande dispuesto a abandonar la escuela para aprender un oficio. Fue Ezequiel quien le aconsejó: «Busca como puedas salir de aquí.» Y a su madre: «Piensa a ver de qué modo podrías ayudarle.» Entonces, sorprendentemente, Regina contestó sin vacilar:
—Con su padre, le voy a mandar con su padre, que se ocupe de él, que va siendo hora al cabo de los años…
Era la primera vez que hablaba de su padre, pero no fue la última. Llevada de la confianza y el afecto que nos teníamos, completó su historia.
—El chico es hijo de un señor de dinero. Casado y sin familia. Quiso taparme la boca con unos billetes, pero yo no quise. «Espera, que ya llegará el día», le dije. Y ha llegado. Con una carta se lo voy a mandar.
Escribió la carta, puso en el sobre el nombre, la dirección y otros detalles y mandó al chico al camión de la teja con Amadeo, que se había ofrecido a hablar con el conductor.
—Que paso por allí, hombre. Que me paro y le indico al chico la Plaza, que es muy céntrica y fácil de encontrar…
Regina se quedó llorando. Le caían las lágrimas sobre el traje que estaba cosiendo, color menta con un volante en el borde, para la hija del Alcalde.
Desde que se quedó sola, Regina venia con frecuencia a nuestra casa. A última hora, cuando la luz de la tarde se desleía en las sombras, la ausencia del hijo lo llenaba todo.
—Parece que la palpo, la soledad que me ha dejado —explicaba. Entonces, con cualquier pretexto venía y yo trataba de darle tareas.
—Sujétame a la niña mientras hago la cena, Regina. Acércame la labor, quería consultarte…
Ezequiel salía a veces hasta el taller de Amadeo, uno de los pocos hombres que no estaba a esa hora en la taberna.
Al cabo de un rato aparecían los dos silenciosos o hablando casi siempre de lo mismo: España y la exaltada esperanza que la República había encendido en los españoles.
La conversación seguía de puertas adentro. La luz de la lámpara de petróleo creaba una zona cálida, un círculo luminoso sobre la mesa, que invitaba a alargar la velada.
—Hay que salir del candil y del petróleo —decía Amadeo—. ¿Te imaginas, Ezequiel, lo que sería tener aquí una radio?
Pero la luz eléctrica llegaba sólo al último pueblo grande y de allí en adelante, hacia Galicia, la oscuridad y la miseria se extendían por los pueblos agazapados en valles y montes.
Desde que me casé, todo en mi vida fue seriedad y trabajo. No es que antes hubiera desperdiciado el tiempo en frivolidades pero en los períodos de vacaciones salía con las amigas a pasear. Charlábamos y reíamos, nos confesábamos nuestros deseos más íntimos, nuestros deseos imposibles. Desde la aventura de Guinea yo cambié mucho.
—Hija, parece que las fiebres te han alterado el carácter —decían mis amigas.
No eran las fiebres. Pero sí un proceso febril de rememoración. De modo obsesivo volvían a mí los días y las personas de aquel mundo lejano. No me gustaba hablar de ello. Era ése un episodio que guardaba en celoso secreto. Las confidencias amistosas se detenían ahí, cambiaba de tema si surgía Guinea en alguna conversación y la curiosidad de mis amigas se fue debilitando a la vista de mi reserva.
A fuerza de mantenerlo escondido, me parecía que no había sido cierto lo vivido. Evocaba mi escuela, los niños negros, el color de los mercados, el calor húmedo que exhalaba la selva, el gris azul del mar; las praderas que nunca alcancé. Emile aparecía sin cesar en mis ensoñaciones. Apenas me atrevía a nombrarle pero, en mi soledad, recreaba cada instante de nuestra amistad, reproducía los rasgos de su cara, la expresividad de sus gestos, su sonrisa.
El día antes de mi boda, di un paseo con Rosa, mi amiga más querida, casada y feliz al parecer en su matrimonio.
—¿Sabes en quién estoy pensando? — le pregunté
Ella se rió y me dijo:
—En Ezequiel, me imagino, y en la boda.
—Pues no. Estoy pensando en Emile…
Se me quedó mirando asustada.
—No te cases —me dijo—. Estás a tiempo. No te puedes casar pensando en otro hombre, Gabriela.
Me hubiera gustado tranquilizarla, pero no pude. A medida que hablaba era consciente de estar echando sobre los hombros de mi amiga el peso de una responsabilidad. Pero necesitaba ser sincera por una vez, sincera conmigo misma ante un testigo que me sirviera de referencia.
—Emile ha sido el único hombre que hubiera abierto un camino distinto a mi vida. Era la libertad, la lejanía, la aventura, la fantasía. Pero yo no tenía fuerzas. No podía volver. Y al mismo tiempo, ¿quién me dice que él quería que yo volviera? Emile es la señal dudosa que te hace vacilar en un cruce de caminos. Seguramente elegí la dirección acertada.
Rosa lloraba y yo la consolé, liberada por mi confesión de todos los fantasmas inmediatos.
Con Ezequiel, la vida empezó a ser como yo suponía, seria, austera, entregada a la satisfacción del trabajo cumplido.
El nacimiento de la niña completó el cuadro sereno de nuestro matrimonio. Sólo entonces vi aparecer en los ojos de Ezequiel la añoranza de lo no vivido.
—Si esta niña pudiera viajar y estudiar fuera de España y llegar a hacer algo importante…
Últimamente desde que las sacudidas políticas habían alterado la inmovilidad de los pueblos y un hervor de rumores se agitaba a nuestro alrededor, la añoranza se convirtió en decisión.
—Esta niña no vivirá aquí, saldrá de los pueblos, estudiará en una ciudad lo más grande posible, Gabriela. En Madrid o en Barcelona se pueden hacer revoluciones. Aquí, no…
Estaba cansado de enfrentarse cada día a una nueva muestra de la apatía de la gente atizada por los que abiertamente se habían convertido en nuestros enemigos.
No obstante, las noticias sobre los maestros se multiplicaban.
Parecía que la República iba a hacer de la enseñanza el corazón de su reforma.
Una medida que nos reconfortó fue la necesaria subida de los sueldos del Magisterio. Nosotros, con dos sueldos, apenas podíamos vivir modestamente. ¿Cómo vivirán, nos preguntábamos, familias completas que dependen de un solo sueldo de maestro?
La aspereza forzada de nuestras vidas no nos dolía, acostumbrados a ella desde que nacimos. Pero había algo que nos preocupaba más que el dinero: la falta de consideración social que sufría nuestra profesión. Sabíamos de compañeros que eran auténticos esclavos de los caciques de sus pueblos. Otros se convertían en criados distinguidos de unos padres que, en su ignorancia, les exigían dedicación absoluta a lo único que les interesaba: cuentas, cuentas y cuentas. Cualquier intento de hacer de la escuela un lugar atractivo era rechazado por los padres influyentes del lugar. Hacía falta una fuerza de voluntad y una seguridad en sí mismo extraordinaria para sacar adelante un programa estimulante en aquellas condiciones. Por eso los proyectos de revalorizar la profesión que la República proclamaba eran un bálsamo para una llaga que tanto nos había torturado.
«Ahora sí», pensaba yo, «voy a tocar mi sueño con la mano.»
Las nuevas esperanzas me llevaban a trabajar con afán. Para un concurso de trabajos del Ministerio, presentamos uno, de geografía, en el que desarrollábamos el proyecto de estudio de España sobre un mapa natural. Con plantas de verdad, montañas, ríos, los niños lo habían hecho a la sombra de un roble en la parte de atrás de la escuela. Estaban entusiasmados y cada día añadían un nuevo elemento para completarlo. Una mañana apareció destrozado. Una gran cruz de cal cubría toda la extensión del mapa. Los niños estaban desolados. Varios padres vinieron a visitarme a la escuela para decirme cuánto lo sentían.
Desalentada, esperé la llegada de Ezequiel para contárselo.
—No te extrañes —me dijo—, todo el mundo se quita la careta en estos momentos. Pero lo malo es que algunos sólo se atreven a quitársela en la oscuridad…
Así pasaban los días con un sabor agridulce. Del Ministerio y de la Inspección recibíamos ayuda y aliento. Entre la gente del pueblo, algunos nos apoyaban abiertamente. Otros, por miedo o por convicción, se mantenían al margen o actuaban, como decía Ezequiel, desde la impunidad de lo oscuro.
Un acontecimiento inesperado vino a alegrar nuestras vidas.
Ya nos habían llegado noticias de una creación de la República que estaba teniendo mucho éxito por donde quiera que pasaba: las Misiones Pedagógicas. Un grupo de profesores y estudiantes de Madrid y otras ciudades que viajaban cargados de libros, películas, gramófonos y se instalaban por uno o varios días en los pueblos que más lo necesitaban para compartir con la gente una fiesta de cultura. Escritores, artistas, intelectuales, se sumaban a las Misiones día a día. Habíamos oído hablar de ello y ahora se nos anunciaba a través de la Inspección que el pueblo de Ezequiel había sido elegido para celebrar una Misión. También estaban invitados los vecinos de los pueblos cercanos.
«Hay que hablar con el Alcalde, hay que buscar un local, hay que alojarles a ellos…»
Ezequiel estaba nerviosísimo. Vacilaba entre la alegría y el temor a la responsabilidad que le correspondía. «Veremos si esta gente da facilidades. Verás cuando digamos de qué se trata.»
Los temores de Ezequiel no carecían de fundamento. Pudimos comprobar que los ataques a cualquier actuación nuestra eran frecuentes y que se extendían también, indirectamente, a los que se consideraban nuestros amigos.
Las tardes que compartíamos con Regina y Amadeo, se prolongaban a veces en cenas improvisadas a las que Regina aportaba alguno de sus guisos. Cuando se iban, oíamos cómo ellos continuaban hablando a la puerta de nuestra vecina. Un día Regina estaba muy triste. Había recibido carta de su hijo y éste le contaba cómo progresaba la relación con el padre. Parecía contento y Regina no pudo evitar la tristeza.
—Era lo que yo quería para él, pero me parece que a este hijo lo voy a perder para siempre…
Aquella noche cuando se despidieron de nosotros, no oímos conversaciones en la calle. No habían pasado dos días y todo el pueblo lo sabía.
—Amadeo duerme con Regina. Claro, como a ella se le ha ido el hijo…
Precisamente aquel domingo, en el sermón, el Cura arremetió contra Amadeo y Regina. Sin nombrarlos, todo el sermón giró en torno a los que viven amancebados y en pecado, «apoyados por las gentes sin Dios que nos envía el Gobierno para destruir lo más hermoso que tenemos: la fe y la moral de nuestros niños». Regina entró en nuestra casa temblando de ira y más tarde entró Amadeo acompañado de Ezequiel. Por primera vez hablaron claro del asunto.
—No te preocupes, Regina. Si tú quieres, arreglo los papeles sin tardanza y nos casamos. Por lo civil, se entiende. No esperará el Cura que pisemos la Iglesia…
Las alusiones del Cura no nos afectaron. Nuestra conciencia estaba tranquila. Y estábamos satisfechos de la manera en que se desarrollaba nuestro trabajo y nuestra vida en el pueblo. Vivíamos como campesinos. Como ellos cocinábamos en el hogar de leña a ras del suelo; como ellos comíamos cada día del año el cocido modesto de garbanzos, repollo, un chorizo, un trocito de tocino. Y sopas de ajo con huevo por la noche.
Como ellos acarreábamos el agua en cántaros para los usos domésticos. Como ellas lavaba yo en las aguas del río, lo mismo en invierno que en verano, rompiendo a veces los hielos de la superficie para poder llegar al agua. Como ellos.
Pero no cultivábamos nada y teníamos que comprar las patatas, la legumbre, el pan que nos cocían en sus hornos. Pan blanco y pan moreno. Grandes hogazas que se guardaban durante días y que iban estando más suaves a medida que pasaba el tiempo. No sembrábamos ni recogíamos otra cosa que una impalpable cosecha: los avances escolares de los niños. La mayoría lo entendían. Con mayor o menor finura captaban el trabajo que hacíamos. A su manera, lo agradecían. Pero sabíamos que al mismo tiempo estaban prisioneros de la influencia de otras fuerzas que discurrían como corrientes de agua oculta. Un rumor persistente que impregnaba sus raíces y del que se alimentaban sin saberlo. Por la taberna, por el río de las lavanderas, a la puerta de la Iglesia, circulaban los rumores y las amenazas encubiertas. «Nadie regala nada.» «Lo que da la República os lo van a quitar por otro lado.» «Os quedaréis sin tierras ni ganado.»
Propietarios de su miseria, se aferraban a la cabra, a la vaca, al pañuelo de tierra, a la parte de leña que sacaban del monte comunal, al salario de temporada que les daban los más ricos cuando la recogida de las cosechas se echaba encima y no tenían manos suficientes con los criados fijos. La duda y el temor se adueñaban fácilmente de su ignorancia. «Os quitan vuestras costumbres.» «Os negarán hasta el descanso en sagrado.» «Dejarán a vuestros hijos sin moral ni leyes.»