Read Historia de una maestra Online

Authors: Josefina Aldecoa

Tags: #novela

Historia de una maestra (20 page)

BOOK: Historia de una maestra
11.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La calurosa plenitud del verano era causa también de pequeñas molestias. Las chinches hacían su aparición y había que bajar al prado los jergones y echar agua hirviendo en los travesaños de madera. El chorro de agua humeante descendía por el somier empinado y las chinches caían indefensas ante nuestros ojos vengativos.

Los domingos de junio organizábamos excursiones cortas para los tres.

Al otro lado del río había praderas y un molino harinero con patos en la presa y gallinas picoteando en las orillas. Extendíamos la merienda sobre un mantel y después de comer nos tumbábamos en la pradera contemplando el cielo luminoso. Quedaba lejos la mina y el pueblo y los problemas inmediatos. Sólo existíamos nosotros y nuestra hija corriendo alegremente por la hierba. Eran unos días cargados de nostalgia anticipada. «El tiempo huye», me repetía. Porque la alegría del presente se tambaleaba ante la incertidumbre del futuro.

Desde el uno de julio Ezequiel nos estaba animando a marchar.

—Tus padres os esperan —afirmó—. Hace meses que no ven a la niña. Tenéis que iros ya. En seguida me tendréis allí. En cuanto deje en orden todo esto…

Y señalaba a su alrededor, a las dos escuelas, desordenadas con el fin de curso, y a nuestra casa que necesitaba una mano de cal para borrar las goteras.

No miraba al mundo que empezaba en la Plaza, pero yo sabía que también necesitaba poner orden allí, en las reuniones de los mineros. Necesitaba participar de la excitación y el bullicio que hervía en aquel espacio encerrado dentro de los límites ambiguos de la clandestinidad, a medias entre el miedo y la osadía.

Por lo demás estaba satisfecho. Un nerviosismo alegre había sustituido la pasividad que antes le sumía en prolongadas pesadumbres. Se mostraba jovial con la niña y conmigo, como si estuviera a punto de emprender un largo viaje desbordante de promesas.

Preparamos el viaje azuzadas por su impaciencia y apenas me quedó tiempo de subir a despedirme de don Germán. Le encontré en un sillón del que no se había movido desde su enfermedad. En tan sólo unos días había envejecido años. Cogió mi mano y la retuvo mucho tiempo entre las suyas.

—Querida amiga —dijo—, qué malos tiempos le va a tocar vivir. Europa está sentada sobre un polvorín. Y nosotros tenemos en la mano una mecha a punto…

Me pareció excesivo su pesimismo y traté de animarle.

—Todo se va a arreglar. Verá usted como pronto recuperaremos las riendas del Gobierno y esta vez nadie nos las va a arrebatar.

Trataba de seguir su lenguaje metafórico poco segura de lo que ambos queríamos decir.

Eloisa se movía alrededor del padre sin palabras. También ella me pareció más ajada, más débil. Las ojeras azuladas sugerían falta de sueño y una arruga grabada entre las cejas dividía la frente en dos hemisferios torturados.

—Buen verano —me dijeron al despedirme.

Y allí quedaron los dos envueltos en la penumbra de la sala, despojados del halo de arrogancia que les había distinguido.

No pude ver a Domingo que estaba en uno de sus viajes a León, ni a Inés encerrada con un grupo de mujeres que pedían la libertad de un muchacho detenido.

—Mal hecho detenerlo —me dijo Marcelina, la última de quien me despedí—. Porque no fue más que un insulto a un Director, no hubo golpes ni daños personales. Pero también ésas, qué poco tienen que hacer en sus casas, digo yo. Todo el día protestando de una cosa y de otra y los críos con los mocos colgando y el fogón apagado y esos pobres maridos cuando salen de la mina a la taberna tienen que ir, porque usted me dirá…

Estaban sentados a la sombra del emparrado. Las hojas se movían con la leve brisa de agosto. Sobre sus rostros se dibujaban manchas cambiantes, antifaces que cubrían sus ojos, mordazas que ocultaban momentáneamente sus bocas.

Hablaban de política y me llegaban fragmentos de su discurso envueltos en la neblina de una siesta a la que acababa de entregarme.

«El fascismo, ésa sí es una amenaza», decía mi padre. «Importamos carbón de Inglaterra, nuestros precios bajan, no se cumplen las disposiciones legales en cuanto a descanso, vacaciones, jubilación…», proclamaba Ezequiel.

«… Si por lo menos no desemboca todo en violencia» (mi padre).

«La violencia es el último lenguaje pero a veces es necesaria» (Ezequiel).

«La República… el Gobierno… los socialistas…» Tumbada en la hamaca, había perdido el hilo de la conversación. El sueño me iba envolviendo y las risas de mi madre se mezclaban con el gorjeo de Juana en la cocina. Cuando me desperté el sol había virado hacia el oeste. La sombra total de la casa absorbía la movediza protección de la parra. Mi padre y Ezequiel estaban callados, uno al lado del otro, absortos en sus respectivas reflexiones. Al verme ya despierta propusieron a un tiempo: «¿Vamos a dar un paseo?»

Por la carretera tomamos la dirección del Norte, hacia Asturias. Ante nosotros las montañas destacaban su perfil sobre el cielo transparente de la tarde.

—En Asturias —dijo Ezequiel— está la clave de lo que pase en las minas. Lo que ellos hagan nos ayudará.

Llevaba una semana con nosotros pero no había conseguido desprenderse de las preocupaciones que traía. Mi padre también estaba preocupado. Leía exhaustivamente las noticias y comentarios de los periódicos y cuando llegó Ezequiel las analizaban hasta la saciedad los dos.

Yo preservaba mi paz refugiándome en la indiferencia tentadora de mi madre. Nos sentábamos en sillas bajas a la sombra de los árboles y cosíamos las dos. Le contaba historias de los niños, le hablaba de nuestros amigos. Juana nos acompañaba. Jugaba y charlaba sin cesar y alegraba todos nuestros momentos. Evoco aquel verano y veo el pequeño grupo que formábamos las tres, mi madre, mi hija y yo, unidas en una plácida armonía, voluntariamente aisladas de los insistentes presagios de nuestros hombres.

Al regresar a Los Valles, nos esperaba una desagradable noticia. Un Oficio del Inspector en el que nos instaba a suspender inmediatamente el experimento de coeducación que nos había autorizado. A modo de disculpa nos incluía el texto completo aparecido en la Gaceta durante el verano. Tras lamentar la intervención de algunos inspectores que establecieron sin autorización ministerial la coeducación en las escuelas unitarias, se pasaba a criticar esta actuación que había provocado protestas de padres, Ayuntamientos y de los propios maestros. En consecuencia: «Se prohíbe a los maestros e inspectores la implantación en las escuelas primarias de la coeducación.»

La decepción y la amargura que nos produjo esta decisión marcó el comienzo del curso que se inició entre el estupor de algunos padres y el regocijo malicioso de otros.

Ezequiel estaba nervioso y se ensañaba a veces conmigo.

—Ya ves lo que se consigue con los métodos razonables. Nos impiden la coeducación, nos acusan de inmorales, de envenenadores del pueblo.

Era verdad. Pero yo trataba de mantenerme serena.

Inés estaba llevando su activismo político a las últimas consecuencias. Había recibido una llamada de atención del Director de la empresa minera exigiéndole una dedicación absoluta a las tareas de la enseñanza y prohibiéndole utilizar la escuela para fines más o menos abiertamente políticos.

Ezequiel también discutió conmigo este asunto.

—Inés está comprometida con responsabilidades muy graves y a veces tiene que salir antes de las clases, ¿es eso un delito?

—No es un delito —replicaba yo— pero no estoy dispuesta a aceptar que se perjudique a los niños en razón de otra actividad por extraordinaria que sea…

Creo que en mi rechazo a la conducta de Inés había una parte de sentimiento de culpa, y otra de postergación. Era cierto que yo vivía encerrada en mi casa y ajena al mundo de la mina y sus problemas. Yo anteponía mis obligaciones de maestra y mi atención a Juana a toda otra ocupación. Pero también era cierto que Ezequiel, que tanto admiraba a las combatientes como Inés, me tenía al margen de muchas cosas que yo trataba de averiguar, atacando su reserva.

Un día que estaba especialmente preocupado, dijo de improviso:

—No sé si sería conveniente que pidieras un mes de permiso por asuntos propios y te fueras con la niña a casa de tus padres.

Me quedé muda de sorpresa y temor.

—Pero si no hace un mes que volví de vacaciones. ¿De qué me hablas? ¿Qué va a ocurrir? ¿En qué estás pensando?

El se replegó inmediatamente y adoptó un tono ligero al decir:

—No ocurre nada y no va a ocurrir nada. Estaba pensando en los trastornos que puede acarrear la huelga general…

No acepté la explicación pero traté de disimular mi inquietud.

—Entonces no hay razón para una huida. Yo sufriré, como todos, las consecuencias de una huelga que me parece justa.

Esa misma tarde fuimos a visitar a don Germán, a quien no había visto desde antes del verano.

Lo encontré hundido en su sillón pero tenía mejor aspecto.

—Ya doy paseos cortos —nos dijo. Y añadió—: Tengo que darles una noticia. Me han obligado a dimitir por razones de salud. Quizá tengan razón. De todos modos ustedes saben que les apoyo en todo —dijo dirigiéndose a Ezequiel—. Aquí me tienen con la fuerza moral entera ya que la física me falla.

Seguimos charlando un rato y justo al despedirnos, mientras yo comentaba con Eloísa el buen aspecto y la mejoría de su padre, oí que éste le decía a Ezequiel.

—… aunque usted ya conoce mi punto de vista. No estoy de acuerdo con la revolución, que me parece propia de países con una clase obrera poco madura…

Regresamos a casa silenciosos. Las palabras de don Germán me habían impresionado. El había hablado de revolución.

Revolución era una palabra que yo veneraba. Revolución significaba cambio profundo, agitación definitiva, volverlo todo del revés. Pero revolución también significaba sangre y era una palabra que pertenecía a la historia de otros países, la Revolución francesa, la Revolución rusa. ¿Era esa palabra aplicable a nuestro país en ese momento?

Pocos días después iba a obtener la respuesta.

Todo estaba oscuro cuando abrí los ojos. Tras la primera explosión, débil, estalló una fuerte, estruendosa. Me pareció que temblaban las paredes de la casa. Traté de dar la luz pero no había luz. Grité: Ezequiel. Pero Ezequiel no estaba. Recordé: no ha llegado; llegará tarde como todos los días. Corrí a oscuras a la cama de mi hija. La niña estaba dormida pero se despertó al oír mi voz: Juana, Juana.

La agarré en brazos, la arropé con la colcha de la cama.

La mina, pensé. Algo ha ocurrido en la mina. Pero la sirena no sonaba. Cuando es la mina suena la sirena. Además el estruendo no venía de arriba. El ruido venía de abajo, de la carretera. Me acerqué al balcón cerrado. En la casa de Marcelina no había luces. Todo el pueblo se hundía en el silencio y la oscuridad. ¿Sólo yo he escuchado la explosión? ¿Ha sido una pesadilla? Pero sabía que no. Estaba muy despierta la segunda vez. La primera, la suave, fue la que me hizo saltar de la cama. Pero la segunda, la fuerte, estaba ahí, sonaba todavía en mis oídos. Temblando busqué a tientas la palmatoria, preparada para un posible apagón momentáneo. «No se preocupe», decía Marcelina, «porque allá arriba necesitan la luz a todas horas…» Me senté en la cama y no podía soltar a la niña que se había vuelto a dormir en mis brazos.

La mina. La explosión tiene que ver con la mina aunque no haya sido arriba, aunque no haya sonado la sirena. El pueblo entero lo sabía, todos lo sabían, por eso nadie estaba a la puerta de sus casas. Están encerrados como yo, con su vela a los pies de la cama, esperando nuevos sonidos, datos, señales, síntomas de lo que está ocurriendo. Ezequiel está en la mina, reunido con Domingo y los otros, o en la Casa del Pueblo, en la taberna, ¿dónde?

Habían transcurrido pocos minutos y una insegura tranquilidad había sustituido, en mi ánimo, al sobresalto primero.

Ezequiel volverá. Está bajando apresurado para tranquilizarnos, para explicar lo que ha ocurrido. Un accidente. Un grave accidente. Algo que tiene como causa la mina aunque no haya ocurrido en ella. Rodaban las palabras por mi mente, las mezclaba, las revolvía, las intercambiaba.

Mina, mineros, Ezequiel. Seguía sentada porque no me atrevía a acostarme. Estaba segura de que otra vez vendría el golpe violento que me haría salir despedida de la cama.

Traté de reconstruir lo sucedido la tarde anterior, el día anterior. Nada especial. Nada que a mí me hubiera preocupado o parecido extraño. Lo accidental aparece así, de pronto. Si hubiera habido alarmas previas no habría habido accidente. Es absurdo pensar que un accidente ha sido anunciado un día antes. Un camión cargado de explosivos choca con algo, estalla. Dicen que ocurren cosas así por negligencia. Un camión de explosivos para la mina. El descubrimiento de esa posibilidad me tranquilizó. Sólo segundos porque nuevas preguntas se levantaron dentro de mí atacando la endeble suposición. Si un camión explota, ¿dónde están las ayudas que deberían llenar la carretera?, ¿dónde la gente asustada, preguntando qué ha sido, cómo ha sido?

Con la nariz pegada al cristal trataba de desentrañar el significado de las sombras. Pero sólo veía la negrura del silencio. En la noche, a todas horas hay un hombre que sube o baja, uno que madruga o uno que se retira tarde. Y la calle estaba vacía.

No tenía reloj. Ezequiel llevaba el único que teníamos. Un reloj de bolsillo que era de su padre. Ezequiel y su reloj estarían despiertos en lo alto del pueblo. La verdad se iba abriendo camino en mi imaginación paralizada por el miedo. Algo muy grave ha sucedido para que no venga Ezequiel, para que no se mueva nadie… Como cuando estalla una guerra o empieza una revolución. Horrorizada por mi descubrimiento, petrificada de temor y de frío, permanecí inmóvil abrazada a mi hija hasta que la primera luz del alba entró por el balcón. Observé entonces que un cristal estaba rajado por efecto de la explosión. Al mismo tiempo oí pasos en la escalera. Pasos cansados, lentos, arrastrados. Ezequiel entró y me pareció que no estaba asustado. Le brillaba un extraño fulgor en la mirada y tenía una expresión rara que yo no conocía cuando dijo:

—No te asustes. Tranquilízate. Todo está controlado por nuestra gente. Han volado el puente y tienen a los Guardias retenidos en el Cuartel. Duermo una hora y subo otra vez. Vine porque quería que estuvieses tranquila…

Se echó en la cama y se quedó dormido. Su respiración era suave y me recordó la forma en que dormía después de una excursión al monte, un día de pesca o cualquier otra jornada gozosa.

BOOK: Historia de una maestra
11.21Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Shepherd's Life by James Rebanks
Master (Book 5) by Robert J. Crane
Do Not Disturb by Christie Ridgway
The Keep of Fire by Mark Anthony
Invasion Earth by Loribelle Hunt
Proud Wolf's Woman by Karen Kay
The Complete Stories by David Malouf