Me mostré consternada y pronuncié palabras de ánimo pero la mujer no se marchaba. Al fin volvió a hablar de prisa, queriendo terminar cuanto antes lo que tenía que decir.
—Me ha dicho el médico que hay que darle baños para que le bajen esas calenturas que le abrasan… y decía yo que si usted me podría prestar la bañera esa que me han dicho que tienen para bañar a su hija…
Era una bañera de cinc. La tenía instalada en la cocina con un tablero de madera encima que servía de banco cuando no se usaba.
La mujer se llevó la bañera y Aurelia tardó un mes en volver a la escuela. Había crecido mucho, tenía el pelo cortado al rape y estaba enflaquecida y ojerosa. Se acercó a mi mesa y me dijo: «Un día de éstos le traerán la bañera que ya no la necesitamos.»
—No, de ninguna manera —exclamé espantada.
Y añadí tratando de sonreír:
—No te preocupes, dile a tu madre que me han traído otra y ya no la necesito.
Sentí que me ruborizaba hasta la raíz del pelo de vergüenza y de pena.
De la Plaza de castaños hacia arriba empezaba el territorio de las minas. La carretera bordeaba el poblado de los mineros, agazapado tras unas tapias bajas que acotaban un espacio baldío delante de las casas. Las viviendas eran blancas pero el tiempo había dejado en ellas desconchones ennegrecidos por el polvo del carbón.
Rebasado el poblado de los mineros, estaba la colonia de los ingenieros con sus chalets y sus jardines cercados por una sólida verja rematada por agujas doradas. Las casas de los ingenieros también sufrían la agresión del carbón y el resultado era una sombra grisácea que borraba el esplendor de los parterres, el rojo del ladrillo, el verdor de la yedra trepando escuálida por las paredes. La mina había perforado los montes más allá de los poblados.
Una red de vagonetas transportaba el carbón por el ferrocarril de la Compañía hasta el río donde las vías se curvaban y seguían, paralelas a la corriente, hasta enlazar al fin con la red nacional.
Entre las dos agrupaciones de viviendas, se levantaban las escuelas mineras.
—La de doña Inés es ésta, la que tiene las ventanas abiertas —dijo Mila. Y se despidió de mí con un cariñoso ofrecimiento.
—Si le sobra tiempo ya le he enseñado nuestra casa.
Estábamos en plenas vacaciones de Semana Santa. Inés me había pedido ayuda para preparar con sus alumnas un acto cultural para el uno de Mayo.
«Cultural, cultural», había dicho. «Así nadie podrá decirme que hago política en la escuela.»
Me ofrecí a prestarle libros, pero ella insistió: «Me gustaría que vinieras y así ves a las niñas a ver qué podemos hacer con ellas.»
De modo que dejé a Ezequiel al cuidado de Juana y subí hasta el poblado con Mila. Por el camino me fue hablando de Inés.
—Doña Inés me dio clases de pequeña, recién llegada aquí. Pero a mi padre no le gustaba.
—¿Por qué? — pregunté yo.
—Porque decían por aquí que vivía con don Domingo antes de casarse y eso no está bien por el mal ejemplo que nos daba… Mi madre dice que eso no era probado pero la gente habla y habla por los codos.
Llamé a la puerta y me abrió Inés. La escuela estaba llena como en un día de clase. En el estrado de la maestra, presidía una bandera de la República clavada en un tiesto y a su lado una niña, de pie, leía en voz alta. Inés me indicó un lugar para que me sentara. La niña se había interrumpido un instante pero continuó con voz vibrante.
—… y por eso, queridos compañeros, yo os pido en este día del Trabajo que os unáis todos formando un frente común contra los explotadores de nuestros padres, contra los que impiden que los hijos de los mineros…
Cuando terminó su discurso todas las niñas aplaudieron e Inés pidió calma con las manos.
—Quiero que conozcáis —dijo— a la maestra de la escuela de abajo… Ella va a ayudarnos a preparar la fiesta.
Les leí algunas de las poesías que había seleccionado, les expliqué las posibilidades de representar un entremés, un paso o un romance. Se mostraron interesadas e hicieron comentarios inteligentes. Me parecieron más despiertas que mis alumnas.
—Muchas han vivido en otros pueblos —me dijo Inés—. Se han movido más y, sobre todo, los mineros son más rebeldes que los campesinos.
Al llegar a casa le dije a Ezequiel:
—No sé cómo resultará el acto cultural, pero Inés parece dispuesta a organizar también un acto político. — Y le repetí las palabras de la presentadora de la fiesta. Ezequiel no replicó—. Yo no creo que haya que politizar a los niños —continué—. Creo que hay que educarlos para que sean libres, para que sepan elegir por sí mismos cuando sean adultos.
Antes de contestar Ezequiel buscó las palabras con calma, tratando de encontrar las que mejor expresaran su opinión.
—Tienes razón —dijo—. Yo creo sobre todo en la educación. Pero también entiendo a los que tienen prisa. Porque tengo miedo de que no nos den tiempo suficiente para educar…
Aquella noche Ezequiel subió a la Plaza. Puse la radio para oír las noticias. Entre otras, se habló de las protestas que habían organizado en Madrid los maestros, por no cobrar el suplemento de casa ni la pequeña cantidad que debían recibir por las clases de adultos. Según la radio, la policía y los guardias de seguridad habían disuelto por la fuerza a un grupo de manifestantes reunidos en el patio del Ministerio de Instrucción Pública. Hubo detenciones, cristales rotos, «los maestros», resumía el locutor, «están indignados».
El buen tiempo encontró a don Germán muy decaído. La firmeza de su paso había disminuido. Se detenía a veces en medio del paseo y respiraba hondo como si necesitara reponer energías. El primero de Mayo fue a la Casa del Pueblo, ocupó un lugar de honor, escuchó los discursos, las acusaciones vertidas contra el Gobierno, los himnos coreados por los asistentes.
Fue testigo de la tensión enfebrecida de las gentes de la mina y de algunos otros que coincidían con los mineros en la indignación y la protesta.
Yo le observaba y noté que todo el tiempo mantenía la barbilla escondida en el pecho, la cabeza baja como si meditara en lo que oía. Sólo durante el acto cultural había sonreído con la entonación teatral de los niños que recitaban.
Al terminar el mitin la gente se dirigió hacia la Plaza y allí siguió reunida, esperando que alguien iniciase un gesto, un ademán de invitación a una acción nueva. No parecían cansados a pesar de la excursión y la comida en el campo y el regreso entre cánticos y gritos para llegar a los actos de la Casa del Pueblo. Pero nadie propició la escaramuza y se fueron dispersando. Don Germán se retiró del brazo de su hija que le esperaba fuera.
Caminaban despacio y se perdieron entre la gente.
—No está bien —dije a Ezequiel cuando volvíamos a casa—. Parece enfermo.
—¿Quién? — preguntó él.
—Don Germán. ¿Tú no lo has notado?
Movió la cabeza negativamente.
Parecía que hubiera estado ausente, atento sólo al clamor de las voces unidas, al matiz de los gritos lanzados al aire y repetidos hasta la saciedad.
—Pero yo no vi odio. No se movían por el odio. Era sólo la alegría de la fiesta —dijo—. Hasta en los gritos de indignación faltaba odio.
El odio apareció más adelante. Era el día del Corpus. Sólo unos pocos seguían el cortejo que atravesó la Plaza para entrar en la Iglesia. Detrás del Cura y sus acólitos iban niños y niñas vestidos de Primera Comunión. Después marchaban las mujeres con sus velas encendidas.
Eloísa iba al frente de una de las dos filas. Marchaban y cantaban:
Cantemos al amor de los amores
cantemos al Señor…
En algunas ventanas había gente asomada. En la calle se formaron pequeños grupos silenciosos que contemplaban la procesión.
De pronto, una piedra surgió nadie sabe de dónde y golpeó la mano de Eloísa. Marcelina lo vio. Me lo contó con todo lujo de detalles.
—Yo creo que iba derecha a la vela pero dio en la mano y el cirio se vino abajo; una mujer gritó y, mientras, Eloísa se sujetaba con la sana la mano dolorida. En eso vuela otra piedra y esta sí que se vio venir, venía de la calleja que va a parar a la parte de atrás de la colonia, donde hay tanta taberna y tanta desvergüenza. Y luego otra y otra, una manera de apedrear que todo el mundo echó a correr. Unas tiraban las velas, otras las llevaban cogidas bien fuertes. Los niños lloraban solitos en medio de la Plaza, la media docena de ellos que no eran más, pobrecitos tan blanquitos con sus cruces de oro y sus tirabuzones… ¿El Cura? El Cura entró corriendo a la Iglesia para guardar cuanto antes el cáliz con las hostias. Que no es por nada, pero digo yo que mezclar la política con la religión qué mal asunto… Y la mina ya se sabe. La gente de la mina es violenta y vive en mucho peligro. Se acuerda usted de la canción aquella que dice que a la mujer del minero la pueden llamar viuda. Eso es verdad porque lo veo yo todos los días y usted también lo ve que en el barrio de abajo hay mucho minero campesino, como mi Joaquín, mineros que no viven en la mina. Pero los que viven ahí, encerrados entre ellos la mayor parte del tiempo, se envenenan unos a otros, ya sabe…
Continuaba Marcelina su exuberante charla, y ya estaba yo preguntándome cuáles iban a ser las consecuencias del golpe a Eloisa, inicio del ataque que sobrevino después.
—No es posible la violencia. Nunca la violencia —dije.
Pero Marcelina seguía desgranando su relato con los brazos cruzados sobre el pecho sin decidirse a entrar en casa, detenidas las dos ante la escuela vacía.
—Nunca la violencia —repetí.
Ella dejó de hablar por un momento. Reparó en mis palabras y dijo:
—Es verdad. Las cosas no se arreglan a pedradas. Y encima el año que menos gente había. No sé si usted se ha dado cuenta que ni delante de las casas hay flores amarillas, como en otros años que era una alfombra todo, al paso del Señor. Tengo yo ido con mi Mateo a pelar escobas por el monte y era una gloria verlas cubriendo las calles. Se lo digo a Joaquín, que es renegado para eso de los curas: Pero Joaquín, si es lo que hemos oído en nuestras casas. Si tu madre te enseñó a persignarte, ¿vas a olvidar eso?, ¿vas a empezar a pedradas con eso…?
Caía la tarde cuando Ezequiel bajó sofocado por el calor y los acontecimientos.
—No ha sido nadie conocido. Nadie se responsabiliza. Unos salvajes pero no obedecían a nadie. Nadie ha mandado ese disparate. — Se sentó y se calmó. Luego se me quedó mirando a los ojos, fijamente—. Una mala noticia —dijo—. Don Germán está grave. Le ha dado algo de corazón a consecuencia del susto. A consecuencia creo yo de otras muchas cosas. No es tan viejo pero le va a matar antes de tiempo su República…
Aquella primavera, aquel verano han quedado grabados en mi memoria casi día a día. Me pregunto en mis noches de insomnio: ¿Cuándo empezó todo? ¿En qué momento advertí que Ezequiel abandonaba su independencia, su entrega a la educación para entregarse a una lucha más extensa?
No fue un día concreto. Su cambio no está vinculado a un hecho especial. Me parece que fue un proceso lento que se desarrolló de forma paralela a la marcha de los acontecimientos históricos que nos tocó vivir.
La incapacidad de la República para llevar adelante las grandes promesas de su primer año le habían hundido en el desencanto y la decepción. Pero fue nuestro traslado al pueblo minero y su contacto con personas y situaciones vinculadas a la política lo que le llevó al compromiso. Todas las humillaciones, las ofensas, las limitaciones sufridas desde la infancia se levantaron a un tiempo para alimentar su amargura. Todas las injusticias, las frustraciones, los abusos que veía sufrir a los obreros de la mina, reavivaron el despertar de su conciencia. A través de la educación había esperado transformar a gentes como él, privadas de todo aquello a lo que tenían derecho. Pero ya era tarde, ya no podía esperar. Yo sentía crecer el ímpetu de su rabia. El fracaso total del Frente Único del Magisterio acabó en mayo con todas las tentativas de acción desde el ámbito profesional. «Lee, lee», me dijo un día: «Aquí está el epitafio del Frente Único»
«El temor ridículo», decía el artículo, «a caer en posturas políticas paralizaba todas las actividades. Se desconfiaba de nosotros y se ponían obstáculos a nuestra labor… Se descuidaba sistemáticamente el aspecto de propaganda en la calle, el más interesante. En una palabra el F.U. se había convertido en un organismo burocrático.»
La revista era Trabajadores de la Enseñanza. Hacía un mes que Ezequiel pertenecía a la Federación. Antes de acabar el curso, me dijo: «Voy a afiliarme al partido socialista. Me siento muy de acuerdo con la postura que los socialistas mantienen en cuanto a la República.»
En cuanto a mí, respetaba y comprendía su actitud pero no me sentía capaz de secundarla. Mis sueños, vapuleados como estaban, aún eran los de siempre. Educar para la convivencia. Educar para adquirir conciencia de la justicia. Educar en la igualdad para que no se pierda un solo talento por falta de oportunidades…
—Romanticismo, un gran romanticismo —me dijo Ezequiel.
Luego recitó de memoria la frase de uno de sus líderes:
«Nosotros fuimos a una revolución y el poder cayó en manos de los republicanos y hoy hay en el poder un Gobierno republicano y ya destruye lo que hicimos nosotros.»
Los días de junio eran largos y el verano se instalaba presuroso en las tardes sofocantes. La escuela no acababa nunca. A las cinco de la tarde bajábamos al río mi hija y yo y una corte de niños y niñas nos acompañaba. Recogíamos hojas para nuestros herbarios. Arrancábamos juncos para trenzar cestos que llenábamos de flores. El río bajaba rebosante. La corriente golpeaba las orillas pero había remansos, suaves entradas del agua en el soto que descubrían playas diminutas de guijarros triturados. El agua estaba fría pero los niños chapoteaban en la piscina improvisada, se bañaban entre gritos de miedo y alegría. Bajo las piedras buscaban los cangrejos que se escondían torpones y ciegos. Regresábamos tarde, cuando el sol empezaba a enrojecer, por el oeste, los montes pelados de las minas.
Juana era feliz. Los niños la llevaban de la mano, le hacían saltar charcos, jugar al escondite. Subíamos cantando por la carretera y ella también cantaba transformando palabras y sonidos a su antojo. Algunas tardes elegíamos el bosque y cortábamos peonías rojas, de pétalos curvados y tersos. Con ellas adornábamos la escuela; las colocábamos en latas, en botes, en cacharros de barro. Los niños dibujaban el río y los árboles del bosque y colocábamos sus dibujos en un friso largo que se extendía por las paredes de la clase.