Historia de una maestra (16 page)

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Authors: Josefina Aldecoa

Tags: #novela

BOOK: Historia de una maestra
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—¿Le importa a usted acompañarme en el paseo y así seguiremos hablando? Me lo aconseja el médico, pero además, me gusta pasear.

Pronto, la pareja que formaban los dos fue familiar a los que circulaban por la Plaza: grande y fuerte don Germán, con su bastón en alto para reforzar una aseveración; más delgado y más bajo Ezequiel que agitaba nervioso las manos pidiendo siempre comprensión y justicia.

Al anochecer, cuando Ezequiel llegaba a casa, la niña ya dormía. Yo preparaba la cena. La luz de la bombilla iluminaba la mesa en la que siempre había un libro abierto. Un libro arrastrado por mí para robar minutos a las tareas domésticas. «Mientras hierve la sopa, leo», me decía. «Mientras frío las patatas, leo. Mientras llega Ezequiel…»

Ezequiel llegaba y me resumía la discusión, la charla que había tenido con don Germán. A veces traía un libro en la mano.

—Me lo ha prestado don Germán. ¿No es una suerte —decía— haber ido a dar con este hombre? Tiene una estupenda biblioteca donde se encierra siempre que puede a leer. Es un hombre sensato, equilibrado, con buen criterio en todo…

En este pueblo no había otro mejor para Alcalde, me había dicho Marcelina, anda a bien con la mina, con el Cura, con el pueblo de abajo. Los más le quieren y los menos se aguantan mientras se tengan que aguantar.

Luego nos explicó que los menos eran el médico, el administrador de la mina y dos o tres rentistas del Casino, indianos regresados «explotadores de indios allá en las Américas».

—Alguno más habrá —dijo Ezequiel—, alguno más le odiará porque es difícil perdonar al traidor a su clase y seguro que para muchos un «señor» no puede ser Alcalde republicano…

El otoño se presentó seco y a la salida de la escuela nos gustaba dar un paseo con la niña por los alrededores. Había dos caminos que en seguida fueron los preferidos: el del río, carretera abajo, y el del monte que se elevaba detrás de nuestra casa, al lado opuesto de la mina.

Era un monte poblado de hayas, castaños, avellanos. La tala no había alcanzado aquel bosque. Pisando hojas crujientes penetrábamos en su espesura. Los troncos de los árboles estaban cubiertos de yedra salvaje. Recogíamos castañas que soltaban de su armadura frutos bruñidos. Las avellanas y los hayucos emergían brillantes de sus cáscaras y había que guardarlos en los huecos de los árboles «para las ardillas», decía Juana.

En los claros del bosque había praderas donde pacían las vacas mansamente. Juana correteaba por la hierba, se acercaba a los animales sin miedo. A veces aparecía un niño que venía a vigilarlas hasta la hora del ordeño y el encierro.

—Padre en la mina, madre trabajando por la casa, así que yo a echar una mano —decía el niño explicando su presencia.

—Mina y agricultura —iba diciendo Ezequiel al regresar a casa.

—Padre vendrá cansado de la mina, sucio de carbón y ahogado de polvo y beberá un vaso de leche recién ordeñada…

El camino del río también nos atraía. Por senderos estrechos se atravesaba la maraña de arbustos, rosales silvestres, saúcos de olorosas flores blancas. El otoño arrancaba los restos del verano y entregaba al río sus trofeos de ramas secas, hojas amarillas, nidos vacíos. En la margen opuesta se adivinaban casas de labor, prados y extensiones cultivadas. Aquélla era la parte rica de la vega. De este lado, las fincas eran pequeñas, limitadas en seguida por la barrera abrupta del monte.

Fue un otoño prolongado y los días soleados nos transportaban perezosamente hacia el invierno. Antes de los primeros fríos ya habíamos explorado el asentamiento natural de Los Valles.

En la mesa había buñuelos de viento, pastas, frisuelos recién hechos, cargados de azúcar, y una gran chocolatera de latón con mango de madera, que recorría las tazas de mano de Eloísa, la hija de don Germán. Alrededor de la mesa nos sentábamos los invitados y a los dos extremos el padre y la hija, los anfitriones.

Era el día de Todos los Santos. Un aguacero helado había caído a primeras horas de la mañana. Luego, la lluvia cesó pero los nubarrones seguían suspendidos sobre el pueblo.

La Plaza olía a cementerio. Montones de hojas se arremolinaban ante nosotros y al pisarlas saltaba el agua retenida entre ellas. Una oleada de ansiedad me acometió al entrar en el portal de don Germán.

Un instintivo deseo de retroceder. «La sugestión de la fecha», me dije, «y la tristeza del día, una impresión puramente física.»

—Hay una pareja que quiero que conozcan —había dicho don Germán—. Él es el maestro de la escuela de la mina y su mujer también. Se entenderán muy bien con ellos.

Desde la escalera oímos la voz grave de don Germán. La criada recogió nuestros paraguas, mi abrigo, la pelliza de Ezequiel.

—… en mi opinión hay que hacer algo —decía el Alcalde…

Se interrumpió al entrar nosotros y pasó a hacer las presentaciones: Inés y Domingo, Gabriela y Ezequiel. Eran más jóvenes que nosotros, más sonrientes y más desenvueltos.

Hablaban de política. Las elecciones estaban encima y los pronósticos no podían ser más pesimistas.

—Las derechas, una vez más, se unen —decía don Germán—, y la izquierda se fragmenta, así no hay nada que hacer. Pero habría que hacer algo…

Eloísa entró en la sala y nos invitó a pasar al comedor. La mesa resplandecía con el mantel de encaje, las tazas de porcelana fina, las bandejas de plata. Los cubiertos me deslumbraron con sus mangos cuajados de rosas y hojas menudas.

Eloísa advirtió mi atención y me aclaró.

—Son obra de un orfebre belga. Un artista. Me las mandó mi abuela… para mí.

Creí advertir una sombra de vacilación al añadir las últimas palabras, «para mí», una mirada de reojo al padre, una sonrisa desdibujada, antes de desaparecer en busca de algo.

Don Germán había dejado de hablar y esperaba el regreso de su hija para empezar el rito de la merienda. Durante unos instantes el silencio se extendió sobre la mesa. Luego entró Eloísa y sirvió el chocolate.

—¿Qué tal por la mina? — preguntó Ezequiel.

Domingo entendió en seguida que no le estaba preguntando por la escuela sino por los mineros y la atmósfera política que entre ellos se respiraba.

—Te puedes imaginar —dijo Domingo—. Están al borde de la desesperación. En lo que va de año han muerto varios mineros por negligencia en las instalaciones. Los salarios no guardan relación con el trabajo y el riesgo. No se respeta el horario acordado con los sindicatos. Mañana precisamente hay un mitin. Si quieres asistir…

Don Germán escuchaba y apenas comía. Bebía el chocolate humeante, desmigajaba distraído una rosquilla.

—Lo que me preocupa es que esto va a acabar mal. Tarde o temprano saltará la violencia. Y nos lo tendremos merecido —dijo.

—La violencia es a veces inevitable —dijo Domingo—. A veces es el único lenguaje posible.

Don Germán movía la cabeza a uno y otro lado con tristeza.

—La República llegó sin violencia, como todos queríamos —replicó—, ¿por qué no vamos a saber conducirla en paz?

Su pregunta quedó flotando en el aire.

—Eran muy duras las respuestas —me dijo Ezequiel por la noche, cuando la niña dormía y los dos, sentados en la cocina, recreábamos frente a frente los acontecimientos del día.

—Muy duras. Don Germán es muy inteligente y debía saber que es difícil conseguir lo que desean los humanistas como él: un desarrollo tranquilo del programa de la República con un fondo musical de flautas y piar de pájaros. Don Germán no ha vivido en el monte con los pastores como yo, ni en la mina cerca de los mineros, como Domingo. Don Germán no sabe que hay gente que no puede esperar…

El tono sombrío de sus afirmaciones me impresionó. Volví a sentir la punzada de angustia que me había asaltado al llegar a casa de don Germán.

Es verdad que el paso del tiempo no traía las grandes transformaciones esperadas. La prensa amenazaba con catástrofes. Las elecciones de noviembre se aproximaban. Domingo había entrado en nuestras vidas en el momento en que Ezequiel lo necesitaba. Recordé sus palabras de la tarde. Estaba claro que Domingo participaba intensamente en los problemas políticos de los mineros.

—En un Decreto de 1931 en el que se hace obligatoria la coeducación en los institutos, tengo idea de que se habla de la posibilidad de extenderla a otros grados de la enseñanza, incluida la primaria —nos dijo un día Domingo.

El Decreto existía y cuando se presentó el Inspector en una visita de rutina, le informamos de nuestro plan y le pedimos autorización para ponerlo en práctica. Se trataba de unir niños y niñas y dividirlos en dos grandes grupos: uno hasta los nueve años y otro de diez a catorce. Cada grupo se asignaría a una de las dos escuelas.

El Inspector se mostró en principio bien dispuesto. Pertenecía al cuerpo renovado de raíz por la República y conocía muy bien la lucha de las escuelas unitarias para vencer las dificultades de enseñar a la vez a niños de edades muy distintas.

—Pocas experiencias hay en la escuela primaria, pero sé de algunas. Consultaré con el Alcalde porque a veces son los vecinos, a través de los Ayuntamientos, los que se niegan a la escuela mixta.

Don Germán estuvo de acuerdo. No obstante un día nos llamó a su casa. Se dirigió a un armario y extrajo un archivador con recortes de prensa ordenados por años. Nos mostró uno. Era la Carta Encíclica Divini Ilius Magistri de Pío XI. En uno de los fragmentos se leía:

«No hay en la naturaleza misma que los hace diversos en el organismo, en las inclinaciones y en las aptitudes, ningún motivo para que pueda o deba haber promiscuidad y mucho menos igualdad en la formación para ambos sexos.»

—Con esto hay que contar —nos dijo— pero, por mí, adelante.

Convocamos a los pocos días a los padres y los reunimos en la escuela de Ezequiel.

Acudieron muchos pero no todos. Les explicamos nuestro plan de trabajo, la conveniencia de tener agrupados a los niños por edades y no por sexos, las ventajas para ellos, en cuanto al aprendizaje y también las que se derivan de la convivencia de niños y niñas, «como conviven en el hogar hermanos con hermanas». La reacción fue muy variada. Muchos callaban pero entre los que hablaron dos grandes tendencias se perfilaron en seguida: los que consideraban inmoral la escuela mixta y los que comprendían sus beneficios.

—Sólo les pido que esperen —dijo Ezequiel dirigiéndose a los renuentes—. Esperen un poco a ver los resultados.

Se necesitaba tiempo para advertir los logros pero las consecuencias de la decisión se vieron en seguida.

—Ya me dirá usted qué es eso de la escuela revolucionaria que usted apoya en el pueblo —le dijo el Cura a don Germán en una visita al Ayuntamiento.

Don Germán se mantuvo firme.

—Permítame que no me moleste en contradecirle y reflexione sólo un momento. ¿Cuándo le ha prohibido o dificultado el Ayuntamiento alguna de sus actividades pastorales…? Y en aspectos más privados, ¿cuándo le he reprochado yo la influencia que tiene sobre mi hija?

Por entonces Marcelina ya me había contado la historia de Eloísa.

—Ella tuvo un novio. Era francés y estaba de ingeniero en la mina, como lo había estado su abuelo. Con eso del idioma, empezó a frecuentar la casa del Alcalde; que por cierto entonces no lo era todavía porque hubo otros entre el abuelo y el padre.

… Que si voy que si vengo, Eloísa, que era bonita y vivía un poco aislada, se enamoró del francés. Y él, para qué decirle, loco por ella estaba. La madre le vivía por entonces pero ya andaba enferma. Don Germán trillaba bien con el francés y así las cosas, se ponen novios, porque eso se veía, paseaban, salían y entraban, él comía en la casa cada si cada no. Todos hablaban de la boda: hasta el ajuar empezó a hacerse ella. Y por cierto de allá de Bélgica le mandaba la abuela, que vivía todavía, encajes y regalos. Y mire usted por donde, como la cosa del noviazgo seguía adelante, don Germán, por pura tranquilidad, hace averiguaciones serias y resulta que el mozo era casado, mejor dicho casado no, divorciado de su legítima allá en Francia.

Don Germán que le llama, él que responde y le dice que antes de hablar de boda pensaba él confesarle su estado… Total que en ese ir y venir llega a la madre el asunto y se pone a morir del gran disgusto que se lleva. Y allí interviene el Cura que se mete por medio y le dice a la madre… Usted verá, hija mía, piense si está dispuesta a responder a Dios cuando le diga por qué ha dejado a su hija pecar de esa manera. Para toda la vida es este vínculo, señora, y usted lo sabe como cristiana que es. Usted verá si tiene la conciencia tranquila dejando a esa hija pura y sin mancha casarse con el bígamo, que para la Iglesia no hay divorcio y usted lo sabe…

Para mí que allí coincidieron todos: la madre por su fe, la hija por la madre, el padre por el miedo a empeorar la salud de la una y por temor también a equivocarse con la otra. Total que de lo dicho, nada, que don Germán pidió al francés que se marchara y le ayudó a encontrar un buen trabajo en otra mina más lejana, más de fuera de España. Y ahí la tiene usted, para vestir santos como quiso la madre y como el padre no se atrevió a evitar. Y ella resignada porque es de las que creen que los curas dicen siempre la verdad…

Don Germán nos llamó a su casa para informarnos de la reacción del Cura. Mientras reproducía la conversación que los dos habían tenido, Eloísa cosía ensimismada junto al balcón de la sala.

No levantó los ojos de la labor y parecía no escuchar. Su perfil destacaba a contraluz en los cristales iluminados por la luz de la plaza. De este lado, su figura era una mancha oscura, inclinada sobre el bordado; una sombra.

Juana crecía fuerte y sana. Era una niña alegre. Tenía ya dos años y medio y parloteaba. Le gustaban las palabras. Se quedaba en suspenso cuando descubría una y la repetía hasta que le era familiar y la incorporaba a su vocabulario personal. Por la noche, antes de dormirse, repasaba bajito las nuevas palabras, las que le habían sorprendido por su sonoridad o le hacían gracia por alguna incomprensible razón. «Zapato, calamar, araña.» Seleccionaba las palabras como hacía con las piedrecitas de la orilla del río: las redondas, las picudas, las grises, las que tienen manchas. Como las piedras, las escogía y las atesoraba y las sacaba a la luz o las acariciaba en la penumbra mientras llegaba el sueño. «Arena, viento, peine.»

Juana dormía en una de las dos alcobas. En la otra dormíamos nosotros y las puertas de ambas daban al cuartito del balcón por donde entraban la luz y el aire.

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