Presidida por el conde de Peñaflorida, la promovió un grupo de notables gipuzkoanos, de comerciantes donostiarras y nobles progresistas con negocios mercantiles. Buscaba un nuevo tráfico, basado en productos coloniales venezolanos. Tenía dos concesiones: el comercio de cacao y la facultad de perseguir al corso (lo que confiscasen sería para la Compañía).
Constituía una innovación, pues hasta entonces Cádiz y Sevilla tenían el monopolio del comercio americano. Además, la fórmula de la compañía mercantil, con capital reunido por suscripción de acciones, no se conocía en España. La Compañía podría enviar a Venezuela dos navíos anuales, que saldrían de Gipuzkoa. En su viaje de regreso recalarían en Cádiz, para pagar los derechos, y descargarían lo importado en Gipuzkoa, desde donde se distribuiría en un área comercial, que, según el acta fundacional, comprendía las Vascongadas, Navarra, Aragón, Rioja y Castilla la Vieja.
Regatas entre los Guardias Marinas de la "Nautilus" en presencia de S.M. la Reina Regente. Al fondo, el edificio de la "Real Compañía Guipuzcoana de Caracas". San Sebastián.
Al principio la Compañía fue muy rentable: entre 1728 y 1740 repartió beneficios equivalentes al 160 % del capital invertido. Pronto la compañía tuvo 20 barcos dedicados al tráfico y otros tantos a la vigilancia del corso y contrabando. Llegó a emplear en mar hasta 2.000 hombres.
Hacia 1740 se torcieron las cosas. Primero, por la oposición que levantó en Venezuela la Compañía Guipuzcoana: en 1738 el cabildo de Caracas protestaba de que estaba estrangulando la economía de la colonja, al pagar por el cacao precios muy inferiores a los de los comerciantes extranjeros, en su tráfico fraudulento. Además, por estas fechas hubo mayor actividad de corsarios ingleses y, por la competencia entre las grandes compañías mercantiles europeas, descendieron los precios de los coloniales.
Para superar los apuros en 1751 se trasladó la sede de la Compañía a Madrid, pero ya no se recuperó. Desapareció en 1778, fusionada con la que se dedicaría al comercio de Filipinas. Contribuyó a su fracaso relativo la falta de apoyo de sectores de la burguesía donostiarra, que por entonces tenían ya en el contrabando una espléndida fuente de recursos.
Con todo, la Compañía Guipuzcoana de Caracas inició la recuperación mercantil de la provincia. Benefició, además, al puerto de Pasajes, desde entonces el más importante de Gipuzkoa, y a la industria ferrona, al fomentar la fabricación de armas en el valle del Deva (tenía centro de compras en Placencia y las exportaba a los puertos españoles y venezolanos).
El despegue mercantil del siglo XVIII estuvo desligado de los demás sectores económicos, pero provocó importantes cambios en éstos. La creciente presencia burguesa relanzó la industria ferrona e inició la explotación capitalista del campo, siquiera de forma localizada.
La estructura productiva de las ferrerías propició que los comerciantes entrasen en el sector. Los ferrones, pequeños industriales con pocos recursos económicos y una producción de acusado ritmo estacional, realizaban los principales desembolsos (la compra de hierro y carbón o el arreglo de la maquinaria) antes de iniciar la producción en noviembre, mientras las ventas no se generalizaban hasta mayo. De ahí el recurso a préstamos, por lo común concedido por comerciantes, con hipoteca sobre la producción e intereses equivalentes al 30 % anual o superiores.
Con el auge mercantil y la mayor demanda rural se recuperaron las ferrerías, favorecidas por la Real Cédula de 1702 que prohibió introducir hierros extranjeros en las colonias. Así, la vena que salía de Bizkaia por mar pasó de 140.000 quintales en 1640-48 a 240.000 en 1763-65, según los arrendamientos del derecho de ferrerías. Si en 1687 funcionaban en Bizkaia 127, en 1766 lo hacían 162. No hubo, sin embargo, mejoras técnicas sustanciales, por lo que pervivieron los problemas estructurales del sector.
Crecimiento agrario no significaba necesariamente mejores condiciones de vida. De hecho, se acentuó la dependencia de los labradores respecto a la élite terrateniente.
La agricultura vasca, que en parte había soslayado la retracción del siglo XVII, estaba en idóneas condiciones para aprovechar la tendencia alcista del XVIII. En la Rioja alavesa, Bizkaia y Gipuzkoa esta expansión prolongó el anterior desarrollo, mientras que en las comarcas cerealistas representó una auténtica recuperación, iniciada en torno a 1720, a juzgar por los datos de la Llanada alavesa. Desde esta fecha se constata un cambio general en la coyuntura agraria: la producción creció durante el siglo en torno al 40 %, aunque en algunas zonas el progreso fue mucho mayor.
La producción aumentó por roturarse tierras yermas e intensificarse los cultivos. Por ejemplo, a partir de 1720 en algunas localidades de Bizkaia se amplió el espacio cultivado hasta en un 25 %, se generalizó el maíz y se intensificó la explotación, al parcelarse las heredades.
En este crecimiento se desarrolló la economía monetaria e inició el final del régimen de autoconsumo, con una incipiente especialización, en la que se generalizaron los intercambios. Se creó un mercado interior. Lo reflejan las ferias nacidas en la segunda mitad del XVIII en Ermua (1752), Axpe de Busturia (1779), Sopuerta, Sopelana y Guecho (1780), Gabica, Frúniz y Bérriz (1781) y Amorebieta (1782) y las que funcionaban en Gipuzkoa en 1757 (Beasáin, Bergara, Azpeitia, Ordizia, Azkoitia, Urretxu, Mondragón, Segura, Elgóibar y Oñati). Algunas se convirtieron en mercados semanales.
Estas transformaciones cambiaron los modos de vida campesinos, cada vez más dependientes de los intercambios. Crecimiento agrario no significaba necesariamente mejores condiciones de vida. De hecho, se acentuó la dependencia de los labradores respecto a la élite terrateniente. De ahí el retroceso del porcentaje de campesinos propietarios, que a lo largo del siglo bajó en Bizkaia y en Gipuzkoa aproximadamente del 50 % al 35 %.
Con la economía monetaria y los intercambios llegaba el liberalismo económico, y, por tanto, la especulación. Desde comienzos de siglo, cada vez se respetaba menos la tasa del trigo, que se suprimió oficialmente en 1765.
El progresivo endeudamiento campesino fue una de las consecuencias del nuevo estado de cosas. Para participar en la expansión agraria, quienes roturaban nuevas tierras y los pequeños propietarios que trabajaban con reducidos márgenes hubieron de adquirir censos hipotecarios. El recurso al préstamo resultaba arriesgado en un sector cuyo crecimiento no evitó profundas crisis cíclicas, como las producidas en torno a 1713, 1736, 1765 y 1798. A las deudas siguió, con frecuencia, la pérdida de la propiedad, en beneficio del prestamista. De otro lado, la explotación con criterios capitalistas hizo que los arrendamientos se concertasen a plazo más corto, actualizándose para obtener mayores beneficios.
Otra secuela de la especulación fue, en parte, la venta de bienes comunales. En las crisis de subsistencias, había campesinos que no podían pagar los elevados precios del trigo. Los municipios cubrían la diferencia entre el precio al que colectivamente se compraba el trigo y lo que abonaban los consumidores. Así, los ayuntamientos se endeudaron, hipotecando los bienes concejiles, que a veces hubieron de vender. En 1764 las Juntas Generales conocían las primeras ventas de comunales, que siguieron los siguientes años. De momento, esta desamortización municipal tuvo escasa envergadura, pero evidencian cómo los apuros campesinos acompañaban al crecimiento agrario. Con la venta de comunales los labradores perdían un complemento importante de sus rentas.
Las nuevas condiciones sociales agudizaron las tensiones. Así se reflejó en la machinada de 1766 (paralela a los motines de Esquilache que salpicaron España), cuyo epicentro estuvo en el valle del Deva.
Fue una respuesta a la subida del precio del trigo provocada por la crisis agrícola intercíclica y la especulación. Desde 1760 la producción descendía notablemente. En 1765, la sequía arruinó parte de la cosecha. En Castilla el trigo se encareció 2,5 veces entre 1759 y 1765. Se abolió entonces la tasa del trigo, por Real Pragmática de 1 1 de julio de 1765, una decisión de gran impacto. En el motín gipuzkoano se protestó contra el alza de precios, pero también contra la especulación que los subía, y, por tanto, contra una oligarquía provincial compuesta por los terratenientes y comerciantes que almacenaban el grano y lo vendían en los meses de carestía.
En toda Gipuzkoa se palpaba en 1766 la inquietud social. En San Sebastián mismo, donde vivía la mayoría de los comerciantes, amenazadores pasquines revelaban la agitación, que contuvo el Ayuntamiento bajando los precios. No sucedió lo mismo en el valle del Deva. Comenzó el motín el 14 de abril, en Azcoitia, cuando los especuladores sacaban trigo, para llevarlo a sitios de mejores precios. Unos zapateros y herreros los detuvieron, y después, una movilización popular exigió que los caballeros abaratasen los granos. Se propagó rápidamente por una amplia zona, que incluía Elgoibar, Deba, Beasáin, Atáun, Eibar, Getaria, Mondragón, Placencia, Ordizia, Zarautz, y, en Bizkaia, Ondárroa, Berriatúa, Ereño, Nachitua y Ea.
Los amotinados pedían pan más barato, pero sus protestas afectaban a diversos aspectos de la vida campesina. Reivindicaban una moral publica tradicional, que excluía la especulación, pero también los fraudes en pesos y medidas y, sobre todo, los abusos eclesiásticos (que ningún clérigo tuviese más de dos capellanías ni cobrasen por los sacramentos, etc.).
60 encarcelados varios procesos, multas, destierros, presidio y condena a galeras fue el resultado de la represión de la "matxinada".
La oligarquía provincial reaccionó enseguida. Al tiempo que se enviaba grano a los pueblos, a bajos precios, en San Sebastián se organizaron milicias de ciudadanos. El 24 de abril estaban ya en Azpeitia, desde donde continuaron una represión con penas de muerte (no ejecutadas), unos 60 encarcelados y varios procesos, que impusieron multas, destierros, presidio y condenas en galeras. Al final, la represión fue inferior a lo previsto, pero pronto se liberaron de nuevo los precios del trigo.
En otro orden de cosas, en 1766 nació una institución con un importante papel a fines del XVIII: la
Real Sociedad Bascongada de Amigos del País,
inserta dentro de las corrientes racionalistas que recorrían Europa. Fue la primera de las sociedades de amigos del país que surgieron en España durante el reinado de Carlos III. Agrupó a lo más florido de la intelectualidad vasca. El racionalismo ilustrado de los
caballerizos de Azcoitia
—un grupo social vinculado a las actividades mercantiles, en el que estaba presente, también, la nobleza rural progresista—, alejado de especulaciones teóricas, apostó por un reformismo que buscaba mejoras concretas de la sociedad.
Impulsó la Bascongada Francisco Javier Mª de Munibe, Conde de Peñaflorida. Los estatutos, autorizados por el rey en 1765, constituían un proyecto de regeneración social por la vía de la educación y la ciencia. Pretendía fomentar la agricultura, industria, comercio, artes y ciencias, con la consigna de que
se deberá siempre preferir lo útil a lo agradable.
Tuvo socios en el País Vasco, en las principales ciudades españolas y hasta en América y Filipinas, sin perder su carácter vascongado. Su divisa
Irurac bat
simbolizaba la hermandad de Bizkaia, Gipuzkoa y Álava. Algunas obras de sus socios figuran entre las más notables aportaciones de la Ilustración española, como las de Arriquibar, Munibe, Samaniego o Landázuri.