—Me rindo —repliqué.
—Bien, en Buckingham Palace —fue la respuesta.
Por supuesto, mi lealtad se despertó al instante y, quitándome el gorro embreado, dirigí la marcha al ritmo del himno nacional e insistí en que mis guías se unieran al coro.
Los londinenses bromean sobre la admiración que suele profesar el extranjero por el metro de la ciudad. El usuario cotidiano padece la vejez de vías y convoyes, la cochambre de los asientos y las frecuentes alteraciones del servicio, y asiste desde un andén sucio y mal iluminado a la decadencia de una red que vivió su mejor momento en los años treinta. Y, sin embargo, el metro londinense es algo más que un ferrocarril suburbano. La gente de Londres y su metro mantienen unas relaciones difíciles pero intensas, trenzadas de experiencias compartidas. El metro creó los interminables suburbios conocidos como Metroland. El metro fue refugio contra los zepelines entre 1914 y 1918 y contra la Luftwaffe entre 1941 y 1943. El metro mueve diariamente, mal que bien, a un millón de personas.
El metro fue inventado, en cierto modo, por un londinense, el ingeniero Charles Pearson, que había dirigido ya la introducción del gas en el sistema de iluminado público. En 1843, Pearson trazó sobre el plano una primera línea de Paddington a Farringdon, con paradas en Euston, St. Pancras y King's Cross. Su idea consistía en un tren subterráneo muy lujoso que agilizaría el transporte en la zona más
chic
de la ciudad. No acababa de resolver, sin embargo, un detalle técnico: ¿Cómo evitar que los gases y el vapor mataran a los pasajeros entre estación y estación? Probó en primer lugar un sistema mecánico de poleas para arrastrar convoyes sin locomotora, pero no funcionó. Del segundo intento queda un insólito testimonio en Leinster Gardens, muy cerca de Queensway y Kensington Gardens. Pearson montó sobre las locomotoras un depósito para almacenar los gases, que el conductor abría tirando de una cadena al pasar por determinados tramos de superficie regularmente distribuidos a lo largo de la línea. Lo que se ve, o más bien no se ve, en los números 23 y 24 de Leinster Gardens es uno de esos tramos: las dos pulcras casitas no son tales, sino un decorado para ocultar las humaredas. Detrás de la fachada sólo hay una vía.
La primera línea, llamada Metropolitan (de ahí el nombre de
metro
, que se utiliza en casi todas partes menos en Londres), empezó a construirse en 1860 y se inauguró en 1863, dejando atrás varios hundimientos, catástrofes y accidentes mortales y acompañada de una gran polémica política. Los diputados más progresistas denunciaron que la línea había sido trazada según el nivel de renta de la superficie: como primero se cavaba la zanja y luego se cubría convirtiéndola en túnel, había que derribar gran cantidad de edificios, y las elegidas para el desahucio eran sistemáticamente las viviendas más pobres.
Tiene la palabra Thomas Hughes, diputado por Lambeth:
Si la Cámara no insiste en que se trate en mejores términos a los pobres, las compañías metropolitanas crearán una tiranía social de extremos inimaginables hace diez años. Y no sólo será tiranía, será tiranía sin prestigio, tradición o pintoresquismo [si se me permite el inoportuno inciso, esta última frase dice más sobre los valores británicos que diez estudios sociológicos]. Crueles daños han sido ya infligidos en un vasto número de miembros de nuestras clases más humildes, que han sido expulsados de sus propiedades. Y se hace todo esto, y grandes borrones aparecen en el mapa de la metrópoli, tan sólo para que alguien pueda acortar en cinco minutos el tiempo que tarda en cruzar la ciudad de punta a punta.
El ínclito grafómano Henry Mayhew, en
The shops and companies of London,
aportó su punto de vista favorable al metro con la reflexión que puso en boca de un supuesto viajero perteneciente a las «clases más humildes»:
Si un hombre llega cansado a casa tras un día de trabajo, tiende a ser violento con la señora y los niños, y eso conduce a toda clase de ruidos, y acaba largándose al pub en busca de un poco de tranquilidad; mientras que si es transportado hasta casa, y disfruta de un buen descanso en cuanto da por terminada la jornada laboral, puedo asegurar que vuelve a ser un tipo agradable a la hora de la cena.
El metro triunfó como medio de transporte, aunque no como remedio a la violencia doméstica. Dos grandes compañías se disputaron el negocio durante medio siglo, la Metropolitan Company de Edward Watkin, que poseía aproximadamente la parte superior de la actual Circle Line, y la Metropolitan District Railway de James Staats Forbes, que poseía la parte inferior del círculo. Watkin era agrio, concienzudo y trabajador. Forbes era encantador, imaginativo y no siempre fiable. Los dos magnates, que se odiaron hasta el fin de sus días, mantienen todavía hoy un curioso duelo, delegado en las estaciones que construyeron. A Watkin le gustaban la arquitectura clásica y los grandes volúmenes, grandísimos a poder ser: su espíritu y el de la Metropolitan quedan en estaciones como la de Baker Street (1929), extensa y compleja, envuelta en un edificio que durante años fue el mayor bloque de apartamentos de Londres, y dotada con una amplia y recargada cantina subterránea, abierta las 24 horas, para los trabajadores de la empresa. Forbes y la District, en cambio, se perpetuaron en los diseños del arquitecto Leslie Green, caracterizados por la escala humana y las fachadas de azulejo rojo como la de South Kensington (1906). Forbes, en mi opinión, alza el brazo como vencedor en esa postuma rivalidad arquitectónica.
En el metro de Londres nació incluso el diseño contemporáneo. Frank Pick, jefe de publicidad del London Passenger Transport Board, encargó en 1916 a Edward Johnston la rotulación de las estaciones. El resultado fue el inmortal círculo rojo cruzado por la franja azul con el nombre de la estación o de la línea en letras versales blancas. Unas palabras de Frank Pick, pronunciadas, recuérdese, en plena Primera Guerra Mundial, revelan la clarividencia del personaje: «Un alto nivel en el diseño de las cosas es esencial para un prestigio duradero y, por tanto, para el buen funcionamiento de un gran servicio público».
El principio de Pick regía en 1933, cuando se le encargó a Harry Beck la confección de un diagrama comprensible de la red metropolitana y sus conexiones. El diagrama original de Beck, objeto de varios pleitos sobre su propiedad intelectual, se expone hoy en el Victoria & Albert Museum, y sigue vigente con los añadidos de las líneas posteriores: Metropolitan (1860) en fucsia; District (1865) en verde; Circle (1884) en amarillo; Northern (1890) en negro; Central (1899) en rojo; Piccadilly (1903) en azul oscuro; Bakerloo (1905) en marrón; Victoria (1962) en azul cielo; Jubilee (1970) en gris. El logotipo y el plano del metro de Londres han sido imitados en todo el mundo y siguen siendo una referencia para los diseñadores.
El metro, con sus más de cien estaciones (y otras veinte o treinta cerradas, algunas fugazmente visibles cuando el tren pasa por ellas), dispone de la mayor red subterránea. Pero hay otras. Correos, por ejemplo, cuenta con sus propios túneles y sus propios trenes, lo que le permite mover la carga postal a gran rapidez. En Londres es posible enviar una carta por la mañana, sin ninguna tarifa especial, y que su destinatario la reciba por la tarde. El Banco de Inglaterra tiene también horadada la City y distribuye billetes y monedas a los bancos a través de sus túneles blindados: de caja fuerte a caja fuerte.
La red subterránea más importante en manos privadas es la de Harrods. Un sistema de galerías que llega a Hyde Park (donde dispone de un caserón que utiliza como almacén) y se ramifica bajo gran parte del barrio, permite al augusto establecimiento de Knightsbridge tener bajo tierra sus frigoríficos, su bodega e incluso su estación de policía.
Los túneles del Banco de Inglaterra, de Correos y algunos del metro, como los de la línea Jubilee, se construyeron pensando en su utilización durante una hipotética guerra nuclear y fueron recubiertos de gruesas capas de hormigón armado. Hoy se sabe que no habrían soportado un impacto atómico, pero sí resisten cualquier intento de demolición civil. Destruirlos resultaría absurdamente caro. Aunque caigan en desuso seguirán ahí, por los siglos de los siglos.
Londres posee un monumento a la derrota. Un lugar subterráneo, semisecreto, muy al este, donde las almas vencidas pueden buscar sosiego. He acudido a él en tres ocasiones de desesperanza. No sirve para nada, pero me gusta.
El monumento comenzó a construirse el 2 de marzo de 1825, exactamente a la una de la tarde. Ese día y a esa hora, ante una selecta concurrencia local y extranjera, entre cuyas levitas negras destacaba el atuendo del jefe indio Little Carpenter, Marc Isambard Brunel colocó con una paleta de plata el primer ladrillo de una obra que había de asombrar al mundo: un túnel bajo el Támesis, entre Wapping y Rotherhite, en pleno puerto de Londres.
El proyecto era ya antiguo. Desde finales del siglo
XVIII
el puente de la Torre estaba permanentemente bloqueado por el tráfico de carretas entre los muelles, en la ribera norte del Támesis, y las factorías de la ribera sur. Hacia 1820, 4.000 carros cruzaban diariamente el puente, en uno u otro sentido, y 350 barcazas se dedicaban al transporte de pasajeros de un lado a otro. Un túnel de 400 metros de longitud era la solución al atasco portuario, pero los intentos previos habían terminado en fracaso: el río anegaba inexorablemente cualquier excavación. Brunel prometió solemnemente a la reina Victoria que su plan tendría éxito.
El francés Marc Brunel era un personaje extraordinario. Comenzó su carrera como oficial de la marina borbónica, pero sus convicciones monárquicas le obligaron a huir a Estados Unidos en 1793. Consiguió el puesto de jefe de ingenieros de la ciudad de Nueva York, donde, además de construir fortificaciones e instalar una fundición de cañones, inventó una grúa para astilleros. La idea de la grúa le sirvió para trasladarse a Inglaterra y crear un astillero mecanizado en el puerto de Portsmouth. Hizo fortuna y la incrementó con talleres de fabricación de botas y uniformes para el ejército (donde aplicó una máquina cosedora de su invención) y una imprenta, también de patente propia. La gestión económica, sin embargo, no era lo suyo. El fin de las guerras napoleónicas, en 1815, hundió sus negocios, y en 1821 fue encarcelado por deudas. Fue en la cárcel de morosos donde ideó, inspirándose en la termita y en la carcoma, una gran máquina para horadar. Sus amigos convencieron al gobierno y a los prohombres de la City de que Brunel era el hombre que podía por fin vencer al Támesis, y pagaron una fianza de 5.000 libras (el equivalente a 30 años de salario de un estibador) para que pudiera iniciar las obras.
El túnel creó toda una moda en Londres. Se hizo popular un
Vals del túnel
y se representó con éxito un espectáculo musical llamado
El túnel del Támesis,
o
Arlequín excavador.
Las autoridades extranjeras acudían a pie de obra para contemplar el desarrollo del mayor proyecto de ingeniería civil de la época. Toda esa fama fue muy útil cuando, al cabo de un año y con sólo ochenta metros perforados, los más fáciles, se agotaron los fondos. Brunel decidió abrir el pozo al público elegante, que, previo pago de un chelín, descendía sentado sobre un sillón atado a unas poleas hasta las «profundidades de la tierra». Poco después, los trabajadores empezaron a encontrar loza y madera, restos de antiguos naufragios, en el terreno que perforaban: estaban casi en el lecho del río. Brunel inventó un primitivo batiscafo para alcanzar personalmente el fondo del Támesis y medir la delgada lámina de tierra que separaba el techo del túnel de las aguas superiores, y rellenó con sacos de arcilla los tramos más profundos del lecho fluvial. Poco a poco, la perforación se convirtió en un infierno. En mayo de 1827, los trabajadores, afectados por los gases y la humedad, con náuseas y diarreas constantes, con el salario reducido por la escasez de fondos y hartos del riesgo, se declararon en huelga. Ese mismo mes, el túnel se hundió y Brunel sufrió una apoplejía que le dejó parcialmente paralítico.
En septiembre llegaron nuevos fondos y Brunel celebró la reanudación de las excavaciones con uno de los banquetes más célebres de la historia moderna, comparable con el de los tres emperadores en París o con el de aquella expedición científica que se comió un mamut conservado en hielo: el ingeniero reunió a sus 130 trabajadores y a 40 invitados en torno a una mesa situada al fondo del túnel, e introdujo además a una banda militar para que amenizara el ágape. Gracias al insólito festejo y a los medios técnicos que lo habían hecho posible (hubo que inyectar grandes cantidades de aire para que los comensales no se asfixiaran antes del oporto), el proyecto recobró parte de su popularidad.
Cuatro meses después, el 28 de enero de 1828, el túnel se hundió de nuevo. Varios trabajadores habían muerto, muchos estaban heridos o enfermos y no quedaba una libra por rebañar. La perforación se abandonó definitivamente.
Brunel dedicó siete años a pedir más dinero al gobierno. Y en 1835 pudo volver a la tarea. Un fragmento del diario de Brunel da una idea de las condiciones dantescas en que se trabajaba:
16 de mayo de 1838: Gas inflamable. Los hombres se quejan mucho.
26 de mayo de 1838: Heywood murió esta mañana. Dos más en la lista de enfermos. Page se está hundiendo. Inspecciono el escudo [la máquina perforadora]. No hay mucha agua, pero el aire es extremadamente ofensivo, afecta a los ojos. Me siento muy débil después de haber pasado un rato ahí abajo.
28 de mayo de 1838: Bowyer murió hoy o ayer. Un buen hombre.
El 27 de enero de 1843, dieciocho años después del comienzo de las obras y tras un gasto monumental de 614.000 libras (25.000 bastaban para crear un banco solvente), el túnel fue inaugurado por la reina Victoria. Pero el dinero no había alcanzado para los accesos, por lo que los 400 metros bajo el río sólo se podían recorrer a pie. Los transbordadores de pasajeros, los grandes perjudicados por el túnel, unieron un trapo negro a la bandera de sus naves en señal de luto, mientras el puente de la Torre seguía colapsado por los carruajes.
Un par de años después, el túnel se había convertido en una ciudad subterránea y miserable en la que se aglomeraban chabolas, vendedores ambulantes y atracadores, y el público volvía a utilizar las barcazas para cruzar el río. «El túnel es un completo fracaso», escribió Nathaniel Hawthorne, cónsul de Estados Unidos.