Historias de Londres (7 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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Pero el corazón empeoró, o, mejor dicho, se negó a responder al tratamiento. Una mañana encontré vacía la cama de Lola —los colchones desnudos son siempre alarmantes en un hospital— y me informaron de que Lola estaba en cuidados intensivos. Cuando la vi rodeada de cables y monitores noté que había adelgazado y que los ojos se le habían hundido un poco, una evolución casi imperceptible en la rutina diaria de la sala de las ancianas y más aparente en la semipenumbra de aquel sótano.

Los hospitales propician el humor negro, y en otra uci de otra ciudad habíamos sufrido un ataque de risa silenciosa cuando internaron a un árbitro de voleibol que se había lastimado el escroto al descender demasiado ágilmente de la silla: al ver a una enfermera con unas gigantescas tijeras, imploró a gritos que le dejaran conservar lo que le quedaba. Las tijeras eran para cortar la ropa. El escroto quedó como nuevo con unos cuantos puntos de sutura. En fin, Lola estaba bastante habituada a ese ambiente.

Un moribundo sin nombre ocupaba una de las camas. Había ingresado en el hospital sin documentación, víctima de un infarto demoledor. Las enfermeras suponían que era español o portugués, por las palabras inconexas que de vez en cuando susurraba, y me pidieron que tratara de averiguar su nombre. Me permitían trabajar en la uci —si había arañas, ¿por qué no podía estar yo?—, con el ordenador portátil sobre la cama de Lola, y pasé horas y días atento a la cama del paciente desconocido a la espera de un murmullo o de un momento de consciencia. Nunca capté nada. La administración del hospital logró saber que era español, que se llamaba Manuel y que trabajaba como camarero, como el personaje de
Fawlty Towers.
Murió.

Lola, mientras tanto, seguía con lo suyo y parecía ir a peor. Aunque no se encontraba especialmente mal, el monitor de sus latidos subía y bajaba sin ninguna lógica. Los médicos lo miraban y ponían mala cara, imprimían gráficos y ponían peor cara, le tomaban la mano y sonreían sin ganas. Las cosas parecían ponerse negras y yo comprendía cada vez peor las explicaciones. Todo se resumía, al final, en «esperar y tener confianza». El cardiólogo, buen médico y buena gente, consideraba que el problema era grave y podía ser fatal con el tiempo.

La señal de alarma definitiva se encendió una tarde en que el cardiólogo de costumbre se presentó en la uci con un tipo de aspecto importante, con bigotito y traje a rayas, que ni siquiera se molestó en ponerse la bata verde. El hombre del traje a rayas supuso que, siendo yo extranjero, más valía hablar en lengua apache.

—¿Tú marido? Yo jefe médico. Mujer muy mal, muy mal. Intentar trasplante.

Luego, de forma más articulada, me comentó que los cateterismos demostraban que el corazón de Lola estaba demasiado dilatado y desgarrado como para repararlo y que, en su opinión, la única salida era inscribirse en la lista de trasplantes, esperar que apareciera pronto un corazón compatible y cruzar los dedos.

Traté de explicárselo a Lola y ella dijo que ni hablar, que prefería irse a casa como estaba o, puestos en el extremo, morir tranquila. A esas alturas, el grano se había curado y Lola no se sentía al borde de la muerte, ni mucho menos. Todo aquello era bastante contradictorio. El hospital no tenía un penique, pero los médicos mantenían internada a Lola y hacían planes para sustituirle el corazón; ella, en cambio, se sentía en condiciones de volver a casa. Con el tiempo, vimos que era una cuestión de perspectiva. A corto plazo, el corazón podía ir tirando. A medio y largo plazo, no iba a dar mucho más de sí. Con todos sus problemas presupuestarios, los médicos del Westminster se portaron como buenos profesionales.

Lola había perdido el apetito, lo cual resultaba bastante lógico en aquel ambiente. En lo tocante a la alimentación, en la uci imperaba el régimen general del centro: consiga su propia comida o engulla la cosa gris. Las enfermeras aconsejaban a Lola que comiera lo más posible, en previsión, supongo, de una inminente devastación quirúrgica. Le pregunté qué podía apetecerle y respondió con la concisión de quien ha meditado largamente sobre un asunto: estaba muy interesada en comer jamón de jabugo, olivas arbequinas y alitas de pollo picantes del Kentucky Fried Chicken. No me pareció la dieta más adecuada para alguien en su situación, pero consulté con el médico y la respuesta fue positiva: entre la cosa gris y el pollo de KFC, mejor el pollo, por picante que fuera.

Las
hot wings
del Kentucky eran fáciles de conseguir. Lo de las olivas arbequinas (sólo quería arbequinas) resultaba más intrincado. En cuanto al jabugo, era manifiestamente ilegal: el jamón español estaba aún prohibido en el Reino Unido, a causa de la peste porcina. Aunque había jamón en bastantes comercios, su origen y método de curación no eran los que la cardiópata requería. Pero en Londres, dicen, se puede encontrar cualquier cosa. Basta con buscarla. Y es cierto. Conste aquí mi eterna gratitud al más
posh
y
snob
de los grandes almacenes londinenses: que Harrods, Fortnum and Mason, Selfridges y demás instituciones se inclinen ante Harvey Nichols, el muy pijo Harvey Nicks de Knightsbridge, el único lugar donde pude surtirme, sin otro límite que el de mi cuenta corriente, de jamón de jabugo cortado
comme il faut
y de olivas arbequinas.

Yo, por mi parte, seguí apelando a la benevolencia de Íñigo, en cuyo domicilio me personaba con cierta frecuencia a la hora de las comidas. Íñigo vivía con su esposa Marta y su hija Amanda (Paula no había nacido todavía) al oeste de Londres, en Acton, un apacible suburbio de casitas con jardín, organizado en torno a los tres elementos imprescindibles en Metroland: el parque, el pub y el almacén de productos de bricolaje. A través de Íñigo me reencontré con David Sharrock, el periodista de
The Guardian
al que había conocido en Arabia Saudí durante la crisis del Golfo. Los sábados jugábamos a tenis en las impecables pistas de hierba cercanas a casa de Íñigo Gurruchaga, pareja hispánica contra pareja inglesa —David y otro periodista de
The Guardian
—, en un duelo de despropósitos. David, el torito de Lancashire, tendía a embestir contra la red; yo insistía en ensayar de forma obsesiva un efecto de muñeca que jamás me saldrá bien. Los otros dos soportaban con entereza a tales compañeros.

Al terminar el encuentro, la pareja local se vestía y se marchaba. No les hacía falta ducharse: se habían bañado la noche anterior, cumpliendo como buenos ingleses la semanal inmersión en agua.

No es que los ingleses sean sucios. Es que son raros. E isotérmicos. El inglés se abrocha la gabardina en invierno y se la desabrocha en verano, eso es todo.

Lola, mientras tanto, seguía en la uci.

Cuando el Gran Jefe Médico volvió a presentarse nos hizo una oferta. Un grupo de médicos estadounidenses iba a impartir un cursillo a los cirujanos locales sobre técnicas avanzadas de laparoscopia —el sistema, cada vez más usado, de introducir un instrumental diminuto en el interior del paciente y manejarlo por ordenador—, y pensaba que valía la pena intentar recoserle el corazón a Lola con ese sistema. El Gran Jefe Médico había descartado previamente la opción de la laparoscopia, pero argumentó que tratándose de un equipo tan hábil y experto como el llegado de Estados Unidos, valía la pena intentarlo. No confiaba en que la intervención tuviera éxito, pero sí en que se pudiera hacer algún remiendo que nos diera más tiempo para esperar un corazón. El Gran Jefe Médico nos pidió, en fin, que Lola participara en el cursillo desde la mesa de operaciones.

Lola aceptó.

La operación, larga y minuciosa, se dividió en dos jornadas. Ignoro qué tal desempeñó Lola su función didáctica, pero tras el recosido múltiple su corazón empezó a comportarse. El Gran Jefe Médico y el cardiólogo de a pie consideraron que el trasplante podría plantearse «más tranquilamente, sin urgencias».

Pasó una semana, y luego otra. Lola se encontró mejor y le permitieron pasar unos días en casa. Volvió a ingresar, esta vez en el Saint George Hospital, un campamento de barracones prefabricados en el sur profundo de Londres, más allá de Brixton. Siguió ingiriendo las olivas, el jamón y las alas de pollo, y recuperó el gusto por las ensaladas. Tres semanas más tarde, sus constantes eran normales. El Gran Jefe Médico, un tanto perplejo, consideró que lo del trasplante podía esperar indefinidamente y firmó el alta, no sin advertirnos que Lola debía cuidarse y contar con que el problema podía reproducirse algún día.

Lola se encontraba perfectamente. Cuatro meses más tarde, volvió a fumar.

Y así hasta hoy.

EL CENTRO
GLORIAS DIFUNTAS DEL SOHO

Yo he bebido en la barra del Coach and Horses junto a Jeffrey Barnard y he comido en el Gay Hussar junto a Kingsley Amis, y algún día —hoy, por ejemplo— podré contar que me codeé con dos personajes legendarios del Soho en dos de los establecimientos emblemáticos del barrio.

Es cierto que no osé dirigirle la palabra a Barnard, un borrachuzo de humor endiablado, y que empuñé la pinta con la mano izquierda para no rozar siquiera la genial ruina humana que se tambaleaba a mi derecha. También es cierto que Amis ocupaba la mesa contigua a la que compartíamos el fotógrafo Agustí Carbonell y yo, y que, por supuesto, procuré no llamar la atención de aquel brillante y agresivo dipsómano.

Jeffrey Barnard no fue un ciudadano modélico. Su alcoholismo superaba cualquier baremo clínico y asomaba a los pliegues, cráteres y barrancos de su rostro, el más devastado que recuerdo haber visto en un ser humano vivo. Hablaba lenta y penosamente, con largos circunloquios, y la mano con la que sujetaba el cigarrillo le temblaba tanto que necesitaba sujetársela con la otra. Tuvo muchas mujeres, muchos amigos y muchos enemigos, hizo el ridículo más allá de todos los límites de la dignidad y devastó cientos de cuentas corrientes con sus sablazos. Fue, en mi opinión, el mejor columnista de su tiempo. Su espacio en
The Spectator,
titulado
Low life
(Vida golfa) y frecuentemente vacío bajo la nota
Jeffrey Barnard is unwell
—no se trataba de resacas: era un sibarita de la enfermedad crónica y la fractura ósea múltiple—, contuvo durante años auténticas maravillas. La frase
Jeffrey Barnard is unwell
se utilizó como título de una exitosa obra teatral cuyo protagonista, interpretado por Peter O'Toole, era evidentemente Barnard.

El Londres de Barnard se limitaba al Soho. Más estrictamente, a las barras del Coach and Horses (Greek Street) y del Groucho's (Dean Street), el club creado por los
enfants terribles
de los sesenta para hacer lo mismo que sus mayores pero sin tener que codearse con ellos. Barnard se levantaba a mediodía, ingería una gragea de vitamina C y una botella de Veuve Cliquot, de la que servía una copita a su asistenta, y se desplazaba al pub, donde coincidía una vez por semana con el altamente etílico consejo de redacción de la revista satírica
Private Eye.
Otro de los habituales del Coach and Horses era el pintor Francis Bacon. Aquel era —es— un pub sobrio y masculino, poco frecuentado por turistas pese a su fama. El Coach fue abierto en 1847 y su actual patrón, Norman Balon, se jacta de haber insultado personalmente «a todos los que son alguien en el teatro, la literatura y la política». No es un pub cómodo ni vistoso. Al Coach se va a beber, a mascullar —los veteranos— y a ver, oír y callar —los novatos. Como nota erudita, añadiré que Bacon tomaba copas de vino y que Barnard se hacía servir un vaso largo con vodka hasta la mitad y después, sólo después de comprobar que la medida era exacta, añadía hielo y sifón.

Cuando el gobierno decidió abrir los pubs a los menores de edad, Jeffrey Barnard se encrespó:

Los pubs nunca fueron lugares de entretenimiento familiar. Los pubs son comercios de bebida para hombres graves y desesperados, en busca del sentido de la vida. Ocasionales chispas de ingenio de uno o dos parroquianos iluminan el ritual de vez en cuando, pero ¿quién ha visto alguna vez a un niño intencionadamente divertido? Y traerán a sus madres con ellos, que Dios nos ayude. La mayoría de esas madres pueden testificar que los niños le vuelven a uno loco. Lo cual no es sorprendente. En cuanto una madre da a luz, se ve encerrada con un idiota durante los siguientes 16 años. Soy escéptico ante la afirmación de que la introducción a las costumbres de los bebedores puede tener un efecto civilizador sobre los niños. Si mi madre me hubiera metido en los pubs del Soho cuando tenía siete años, hoy sería sin duda un lunático de manicomio. Aunque, de todas formas, lo soy durante la mayor parte del día.

Kingsley Amis, padre del también escritor Martin Amis, llevaba una vida mucho más ordenada que Jeffrey Barnard. Era un hombre tan ordenado y tan amante de las pequeñas comodidades de la vida, que sólo accedió a divorciarse de su esposa con la condición de que ella y su nuevo marido le acogieran en su casa y le cuidaran. El trato fue escrupulosamente cumplido hasta la muerte de Amis, una de las glorias de la literatura inglesa de la segunda mitad del siglo y uno de los paladares más curtidos de su época. Como aperitivo ingería dos copazos de Wild Turkey, el
bourbon
de más elevada graduación alcohólica, y en el restaurante —normalmente el Ivy o el Gay Hussar— pedía platos rigurosamente picantes. Como Barnard, era un tipo áspero en el trato. Por más que su hijo Martin publicara obras excelentes, él seguía diciendo que el chico no había leído más que «algunas novelitas de James Bond» y que difícilmente llegaría a algo en la vida. Poco después de su fallecimiento, Martin Amis me habló de sus sentimientos durante una entrevista.

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