Historias de Londres (5 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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Aun exagerando, tenía razón: los anglicanos están mucho más cerca de los católicos que de los presbiterianos o los metodistas. Son, digamos, católicos que se ahorraron la contrarreforma, el retorcimiento barroco y la pesadez de algunos papas, con el resultado de una religión flexible ante los cambios sociales y poco exigente con los fieles. El anglicanismo es casi una religión de circunstancias, que ha contribuido de manera inestimable a la tolerancia de la sociedad inglesa.

El mismo tema de conversación surgió, por razones que se me escapan, mientras orinaba junto a Alexander Chancellor en los servicios del diario
The Independent.
Chancellor, una gran figura del periodismo británico, escribía una celebrada columna semanal y dirigía el suplemento en color.

—La Iglesia Anglicana —dijo Chancellor, con su acento de Cambridge y su habitual estilo declamatorio— es una institución pensada para gentes con temperamento religioso, pero sin fe. Puro sentido común. Ideal para Inglaterra. Excelente institución.

Cuando el Sínodo General de la Iglesia de Inglaterra aprobó, en noviembre de 1992, la ordenación sacerdotal de las mujeres, dediqué varios días a la controversia teológica. El Palacio de Lambeth, sede central anglicana, era un revuelo permanente. Partidarios y detractores de la medida discutían en corrillos, con las consortes —los sacerdotes anglicanos pueden casarse— curiosamente decantadas hacia el bando del «no»; obispos, lores y subsecretarios —la iglesia anglicana aún forma parte del sistema político— llegaban y se iban en sus cochazos oficiales; grupos de monjas entonaban himnos acompañándose a la guitarra, y medio centenar de señoras aspirantes a celebrar misa permanecían en vigilia con velas encendidas a las puertas del palacio. Aquello venía ser como un cóctel de
Sor Citroen, Las sandalias del pescador
y
Sí, ministro.

Uno de los miembros del sínodo, John Gummer, devoto mariano y a la sazón ministro de Agricultura, tomaba parte activa en todas las discusiones.

—La Iglesia de Inglaterra nunca ha sido protestante, siempre se ha declarado católica y reformada. Nosotros somos la iglesia católica de Inglaterra, nosotros somos los depositarios de la fe histórica —me explicó.

Gummer era el hombre bajo cuya autoridad ministerial se cocía en aquel momento el escándalo de las vacas locas. Poco después, cuando se hicieron públicos los primeros casos de encefalopatía y se comprobó que la idea de alimentar a las reses con los restos de animales muertos —convirtiéndolas en carnívoras— podía ser rentable para los ganaderos pero letal para los consumidores, John Gummer posó ante los fotógrafos alimentando a su nieta con una hamburguesa. Un hombre de fe, indudablemente.

El ministro había votado contra el sacerdocio femenino. Para él, como para muchos anglicanos, aquel fue el momento de despejar ambigüedades: si había que elegir, la Verdad con mayúscula estaba del lado de Roma. Por más que el papa hubiera sido durante siglos un objeto de mofa, por más que la jerarquía vaticana siguiera siendo considerada como enemiga de Inglaterra, Dios era trino, Jesucristo había nacido de virgen y en el último día la carne iba a resucitar como paso previo al Juicio Final.

Muy cerca de casa, en dos templos que se dan la espalda, encontré las dos caras de una misma moneda. El reverendo Michael Harper, párroco anglicano de la Holy Trinity, un edificio neogótico de piedra rojiza semioculto en los jardines de Cottage Place —un rincón que recomiendo vivamente—, me expuso argumentos muy similares a los de Bastenier. Las clases altas inglesas se habían mantenido siempre dentro del catolicismo, aunque formalmente renunciaran al papismo. Eso, el catolicismo dentro de la iglesia anglicana, era la High Church. Cuando le pregunté si él era católico, Harper me respondió que sí. Estaba a favor del sacerdocio femenino, apreciaba la espontaneidad de los rituales afrocaribeños y le repugnaban el boato y el secretismo vaticanos, pero era católico.

—Todos mis fieles son católicos, aunque la mayoría no lo sepan —agregó.

El reverendo Harper señaló con el pulgar hacia su espalda, hacia la mole gris que se interponía entre su vicaría y Brompton Road, e hizo un último comentario.

—Nadie posee la razón ni la verdad. Pero ellos viven más tranquilos. Y no necesitan al papa para tener el poder terrenal.

Ellos
, la congregación que se reunía en la gran mole gris, eran los católicos del Brompton Oratory, uno de los templos más ricos de Inglaterra. En el Brompton Oratory no aprecian las medias tintas: cada domingo hay misa cantada en latín y un gran retrato del papa preside la vicaría. El edificio, contiguo al museo Victoria & Albert, fue erigido a finales del siglo
XIX
tomando el barroco italiano como modelo para los interiores, con el propósito expreso de que quienes no pudieran visitar el Vaticano se sintieran «como si estuvieran allí». El Brompton Oratory acoge indistintamente en sus misas a miembros de la fe católica y de la High Church, y celebra las bodas más relevantes de la ciudad. Cada domingo hay espectáculo en la escalinata: aristócratas, millonarios, chaqués y Rolls plateados. Efectivamente, el poder terrenal se concentra allí.

LANGOSTAS DE CHELSEA

Justo enfrente del Brompton Oratory, entre Knightsbridge y Chelsea, encerrado en el triángulo Brompton Road-Sloane Street-Draycott Avenue, o sea, detrás de mi casa, hay un pedazo de Holanda. Es uno de esos pliegues del espacio-tiempo en los que la ciudad parece cambiar de rostro y de época. Una arquitectura estrictamente protestante, importada de Amsterdam por el constructor Ernest George tras un viaje al continente, define una de las zonas más armónicas, discretas, bellas y caras de Londres. Guardo una vieja fotografía de Lola en una de las calles del triángulo, tomada en nuestro primer viaje juntos a Inglaterra. Recuerdo que mientras yo trataba de averiguar dónde estaba el botoncito de la cámara, ella monologaba sobre lo feliz que sería allí y, como de costumbre, imaginaba ya placenteras rutinas de residente: tomaría un café en tal sitio, pasearía por tal acera, compraría unas flores en tal esquina… Yo, mientras, ejercía el inhabitual papel de cónyuge sensato y, condescendiente, meneaba la cabeza:

—¿Y de qué viviríamos? ¿Del aire?

La coherencia me caracteriza.

Lo cierto es que Beauchamp (pronúnciese algo así como «bícham»), Pont, los múltiples
streets, squares, gardens
y demás llamados Cadogan y el igualmente variado surtido de vías públicas apellidadas Lennox son una estricta maravilla de estuco y ladrillo rojo, al margen de que acojan las boutiques más lujosas, los restaurantes con mayor concentración de famosos por mantel cuadrado —es paradigmático el San Lorenzo— y los millonarios más dudosos. Son calles para pasear un domingo por la mañana, cuando desaparece la multitud que merodea en torno a Harrods y el acceso a Chelsea desde Knightsbridge queda expedito.

Chelsea siempre está de moda. Desde Oscar Wilde (detenido por homosexualidad en el Cadogan Hotel de Sloane Street) hasta Vivianne Westwood
(boutique
en King's Road), pasando por los Rolling Stones (Jagger y Richards se establecieron en Cheyne Walk en cuanto se hicieron millonarios) y los Sex Pistols (creados por Malcolm McLaren en su almacén de King's Road), Chelsea ha mantenido durante todo el siglo
XX
una población altamente
cool.

Es un barrio que me produce impresiones contradictorias. En Sloane Square, por ejemplo, están los almacenes Peter Jones, una sólida institución interclasista que, a diferencia de otros emporios comerciales, sirve para comprar, no para mirar. (El edificio acristalado de Peter Jones, de los años treinta, es, por alguna razón, muy admirado por los arquitectos y la gente de gustos refinados.) Un punto a favor. Pero Sloane Square es también el núcleo geográfico de las
sloane rangers,
una denominación que engloba de forma aproximada a las chicas más pijas e intelectualmente más desfavorecidas de Londres. (Diana Spencer era
sloane ranger
antes de ser princesa, mártir y aspirante a santa.) Un punto en contra.

La inmarcesible Julie Christie vive en Chelsea. Pero los protagonistas del mayor desfile mundial de
armanis
y
ferraris
, en días laborables, y de
barbours
y
range-rovers,
en fin de semana, viven también en Chelsea.

El periodista Hugo Young, autor de la biografía canónica de Margaret Thatcher (
One of us)
y tótem de la prensa progresista, reside en Cheyne Walk, el elegante paseo junto al río, y en una ocasión me expuso su punto de vista sobre las gentes de Chelsea.

—Chelsea es un milagro de la razón y de la cordura —me explicó Young—. Mírelo de esta forma: en Chelsea vive gente muy, muy rica, pero eso no impidió que las tiendas
punk
más escandalosas se instalaran aquí; Chelsea vota siempre a los conservadores, pero las bodas más excéntricas se celebran en nuestro ayuntamiento. Cuando alguien acumula muchísimo dinero o muchísima celebridad y pierde el mundo de vista, se instala en una mansión en Surrey y se rodea de parques privados a la medida de su delirio de grandeza. Pero supongamos que ese multimillonario recupera el sentido y se harta de vivir aislado como un gilipollas entre estatuas, helipuertos y guardaespaldas. En ese caso, que fue por ejemplo el de Eric Clapton, vuelve a Chelsea y, asumiendo las limitaciones que impone el maremágnum urbano, asume sus propios límites. Chelsea es la opción razonable de la gente que podría permitirse no serlo.

Terence Conran hizo revivir el diseño británico con la cadena de tiendas para el hogar Habitat, la primera de las cuales fue instalada en King's Road, y se dedicó posteriormente a revolucionar la hostelería londinense con
macrobrasseries
como Quaglino's o multirrestaurantes como los de Le Pont de la Tour. Pero el hoy baronet Conran dejó, creo yo, su mejor creación en un rincón de Chelsea. El edificio existía ya como taller de automóviles, pero el viejo establecimiento de la firma de neumáticos Michelin habría sido demolido sin la intervención del diseñador, que lo convirtió en un coqueto conjunto de bar, restaurante y tienda de muebles. Junto a la entrada del Bibendum —que así se llama el establecimiento— solía instalarse un vendedor de langostas y yo le compraba un par en cuanto tenía ocasión. Las langostas eran correosas y me sentaban mal, pero le daban una cierta alegría al lugar, un aire —muy falso, muy reconfortante— a mercado parisino, y el montón de crustáceos acabó pareciéndome un fugaz monumento al diseño londinense. Me desasosegaba la idea de que el langostero se llevara su carrito a otra parte y le sustituyera, horror de los horrores, uno de los 1.500 millones de vendedores de camisetas para turistas.

LA COLINA VORAGINOSA

El Aleph existe. Está en la parte baja de la página 59 de la guía urbana AZ, segunda edición de 1990. Lo que en el plano aparece como una espiral de calles en torno a Notting Hill es, en la realidad, un
maëlstrom
de
crescents, gardens, places, rises
y
roads
que engulle en su laberíntica vorágine todos los Londres, todos los mundos posibles. El ángulo noroeste de Kensington Gardens contiene un palacio real, un mercadillo célebre, un barrio de millonarios, unas cuantas áreas sórdidas, la autopista A40, varios restaurantes de lujo y decenas de antros, tiendas carísimas y casas de empeño, cientos de hoteles turísticos y un caleidoscopio étnico y lingüístico. Se ha convertido también, ay, en barrio emblemático de los nuevos ricos del nuevo laborismo.

El signo del Aleph, ese mito borgiano en el que todos los acontecimientos del universo ocurren simultáneamente en un mismo punto, concentra sobre la pequeña colina de Notting una tremenda tensión, una trama de fuerzas opuestas que generan vida, bullicio, creación y, ocasionalmente, explosiones de violencia.

A la intensidad del ambiente se unió, en mi caso, la intensidad de la experiencia personal: mi dentista vivía por allí. Durante una época tuve que hacer reformas de cierta importancia en mi cavidad bucal y acudía a la consulta cada lunes, consolado en mi dolor por la impresión de que la anestesia me confería un cierto caché oceánico. Esta creencia procedía de una de las primeras sesiones, cuando, al salir de casa del dentista con las quijadas dormidas, pasé ante un
newsagent
y vi una noticia que me interesó en la portada de
The Guardian.
Entré, me acerqué al mostrador y dije algo que debió sonar más o menos así:

—Bababa, bí.

El quiosquero, sin el menor gesto de duda, me entregó un ejemplar de
The Guardian.
Cuando salía, alcancé a escuchar el comentario que el quiosquero le susurró a otro cliente:

—Bloody australians! What an accent!

Durante un cierto tiempo, me convencí de que un chute de anestesia daba a mi acento, imperfecto en todos los idiomas, incluido el materno, una pátina australiana la mar de exótica. La mayoría de mis paseos por Notting Hill se realizaron en lunes, con la mandíbula insensible y una cierta añoranza de Sidney, patria querida.

Notting Hill suele asociarse con los problemas raciales de los años cincuenta, culminados con unos tremendos disturbios en agosto de 1958. En esa época, la zona era descrita por la prensa como «un inmenso gueto de casas multiocupadas, ratas y basura». Las cosas son hoy muy distintas. El barrio es
trendy
, está de moda. Pero hasta hace relativamente poco sufría una grave sobrepoblación de inmigrantes afrocaribeños, como consecuencia de una historia larga, accidentada y dramática.

El ensanche urbano hacia el oeste fue el gran fenómeno londinense del siglo
XIX
. La riqueza acumulada gracias al comercio imperial reclamaba mansiones, parques, colegios selectos, escaparates y lujo, y todo eso se construyó siguiendo la línea de esa calle que, por ser inapropiadamente recta, se troceó en diferentes nombres: Oxford, Bayswater, Holland, etcétera. Paddington y Bayswater, cuyas blancas fachadas
regency
impresionan todavía hoy, se convirtieron en zonas de opulencia comparable a la de Belgravia. El edificio de los grandes almacenes Whiteley's, la primera macrotienda de ese tipo que se creó en el mundo, era un símbolo de éxito para el vecindario y un polo de atracción para los visitantes; aún ahora, un tanto venido a menos y convertido en una galería comercial muy apreciada por la juventud árabe —yo he escuchado en el vestíbulo la frase «¡Dios! ¿No queda ningún blanco en Londres?», proferida por una joven mamá pelirroja aparentemente alarmada por la multitud de rostros morenos que la rodeaba—, el caserón construido por William Whiteley en 1861 deslumbra por su claridad y su belleza. Otro vestigio de aquel boom económico es la portentosa estación ferroviaria de Paddington. La expansión física del bienestar burgués enlazó con el palacio real de Kensington, con las fincas boscosas de la familia Holland, con los fastos de la exposición de 1851 y llegó a la colina de Notting. Allí chocó con un fenómeno de naturaleza opuesta.

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