La diversidad es inagotable. Los pueblos engullidos por el crecimiento del núcleo original, situado en torno a la Torre, han conservado sus características o las han transformado por completo de forma autónoma. En el borde occidental del East End, junto a la City, hay, por ejemplo, calles que parecen importadas en bloque desde Sri Lanka. Ocurrió que para la construcción del aeropuerto de Heathrow fueron empleados miles de inmigrantes de lo que entonces se llamaba Ceilán, y se les alojó en las mismas callejas del este que en siglos anteriores habían recibido a la inmigración irlandesa, judía o rusa. Los ceilandeses, como muchas otras minorías, no sintieron necesidad alguna de adaptarse a su nueva ciudad; por el contrario, hicieron que
su
Londres se adaptara a ellos. Y ahí siguen, con su idioma, su vestimenta, su comercio y sus costumbres, sin que a nadie le parezca ni bien ni mal. Londres no es integradora: en ese caso toleraría mal la diferencia y reclamaría la asimilación. Londres no teme los cambios, ni teme a los extranjeros, ni teme perder una identidad determinada. Es de una indiferencia majestuosa.
Margaret Thatcher colmó la desvertebración natural de la capital británica cuando suprimió, por razones políticas, el siempre laborista Greater London Council (GLC). Desaparecido el único organismo global, durante la larga década ultraconservadora cada uno de los ayuntamientos locales —Westminster, Kensington & Chelsea, Islington y demás— hizo lo que quiso y pudo.
Lo cierto es que los esfuerzos por planificar, en vida del GLC, no siempre dieron buenos resultados. Después de la guerra se intentó aprovechar la devastación causada por las bombas alemanas para reequilibrar la ciudad. Se quiso, por ejemplo, reintroducir la vivienda en un barrio de oficinas como la City, y el resultado fue el complejo residencial Barbican: una auténtica lástima. En cuanto a las viviendas sociales, las llamadas
council estates,
se optó por repartirlas de forma más o menos equitativa. Barrios ricos, medios y pobres tuvieron que asumir su ración. En el caso de las zonas opulentas, el council estate enclavado entre palacetes no tardó en convertirse en el peor de los guetos. Por supuesto, Thatcher encontró una solución a su medida ideológica para ese tipo de problema: privatizó las viviendas municipales mejor situadas, sus modestos inquilinos compraron a buen precio, revendieron inmediatamente y se marcharon a otros barrios. El gobierno de Tony Blair ha resucitado la coordinación municipal y, con ella, la figura del alcalde de Londres. Pero es dudoso que las nuevas instituciones puedan alterar de forma significativa el inconexo y variable microcosmos londinense, tan egoísta, injusto y tenaz como la naturaleza misma.
Mi barrio, South Kensington —abreviado como South Ken entre los lugareños—, resultó ser, junto al lujoso Belgravia, uno de los pocos que se construyeron sobre plano. Si Belgravia se edificó creando cuadrados de respetuoso espacio libre —los
squares
— en torno a las residencias aristocráticas y de la gran burguesía, South Ken creció alrededor de museos, como plasmación de los sueños del príncipe Alberto, un alemán ilustrado, triste y conservador.
Francisco Alberto Augusto Carlos Manuel de Sajonia-Coburgo-Gotha nació en 1819 en el ducado familiar de Sajonia-Coburgo. Su padre, el duque Ernesto, un tipo fanfarrón y despótico que nunca logró calcular con exactitud el número de sus vástagos ilegítimos, se había casado ya mayor con una aristócrata de 16 años que, tras darle un par de herederos, se fugó a París con un oficial del ejército y murió poco después. La infancia de Alberto quedó íntimamente dañada por esa opereta trágica, seguida de un solitario peregrinaje por academias, palacios y universidades de toda Europa.
El matrimonio con su prima Victoria fue el resultado de una trabajosa negociación entre las cancillerías de las potencias continentales, pero, contra cualquier pronóstico razonable, se convirtió en una historia de amor. «Es la perfección, perfección en todos los sentidos, en belleza, en todo», anotó ella en su diario el 15 de octubre de 1839, pocos meses antes del enlace. Alberto era guapo, melancólico, culto y ordenado. El perfecto consorte para una reina bajita, colérica y tremendista, aupada sobre el trono más poderoso del planeta. Victoria le quiso ferozmente.
Los años de Victoria y Alberto fueron los más gloriosos de Londres, que jamás vivió nada comparable a la Exposición Universal de 1851. La tecnología más avanzada y las mejores manufacturas británicas convivían, bajo el portentoso Crystal Palace erigido en Hyde Park, con lo más exótico del imperio (un trono enteramente tallado en marfil o el enorme diamante Koh-i-Noor, encerrado en una jaula como un pájaro de luz), los inventos más peregrinos (una cama que despertaba a su ocupante catapultándolo a una bañera de agua fría) y lujos poco usuales en un recinto público, como una fuente que manaba agua de colonia.
La Exposición fue una idea personal de Alberto. Decenas de caricaturas de la época le representaron pidiendo limosna para financiar su proyecto, en el que pocos creyeron al principio. Algunas de las críticas eran tan duras como delirantes, y procedían de lo más granado de la alta sociedad londinense y de figuras extranjeras tan influyentes como el rey de Prusia, un pariente de Victoria y Alberto que temía, entre todos los males, que los «rojos socialistas» aprovecharan la confusión del acontecimiento para asesinarle durante una de sus frecuentes visitas a Londres. El príncipe consorte le remitió la siguiente carta:
Los matemáticos han calculado que el Palacio de Cristal se hundirá en cuanto sople un vendaval, los ingenieros dicen que las galerías se vendrán abajo y aplastarán a los visitantes; los economistas políticos predicen una escasez de alimentos en Londres por la vasta afluencia de foráneos; los médicos consideran que el contacto entre tantas razas distintas hará renacer la peste negra medieval; los moralistas, que Inglaterra se verá infectada por toda la escoria del mundo civilizado e incivilizado; los teólogos aseguran que esta segunda Torre de Babel atraerá sobre sí la venganza de un Dios ofendido.
No puedo ofrecer garantías contra ninguno de estos peligros, ni me siento en posición de asumir responsabilidad alguna por las amenazas que puedan pesar sobre las vidas de nuestros reales parientes.
El príncipe reunió el dinero, dirigió las obras y el programa, evitó infecciones, hambrunas, atentados y venganzas divinas y, además de impresionar a los londinenses y al mundo entero —el Crystal Palace fue uno de los primeros grandes fenómenos turísticos—, hizo del acontecimiento un negocio muy rentable. Con los beneficios alcanzados gracias a los más de 700.000 visitantes que pagaron entrada (casi seis millones se limitaron a contemplarlo desde el exterior), se acometió la urbanización de lo que hoy es el nudo South Kensington-Knightsbridge y era entonces un área suburbial de cuarteles y prostitución.
Victoria y Alberto consideraban, sin duda, que aquel era su barrio. Ella había nacido, como vástago de una línea dinástica secundaria, en el palacio de Kensington, un edificio discreto y proporcionado —cualidades ambas poco frecuentes en el universo de la realeza británica— que actualmente sirve para albergar a
royals
a la espera de promoción, como Carlos y Diana tras su matrimonio y antes de los desastres posteriores, o a subalternos poco molestos, como los indescriptibles duques de Kent. Alberto quiso transformar Kensington en el epicentro de un Londres moderno, rico, prudente y casto, un Londres espacioso y con agua corriente. Su preocupación por el saneamiento urbano acabó resultándole fatal: murió en 1861, prematuramente envejecido por la actividad febril con la que trataba de compensar el vacío de su función como consorte, de resultas de un tifus contraído cuando inspeccionaba, para reformarlas, las cloacas de la Torre de Londres.
La reina viuda se refugió en el luto, el whisky escocés (fue ella quien lo puso de moda frente al irlandés, más prestigioso por entonces) y los palafreneros de confianza. Y South Kensington quedó consagrado al espíritu de Alberto. El príncipe había soñado con edificios de piedra y ladrillo para un barrio sin contaminación (eran más prácticas las fachadas de estuco, sobre las que se podían blanquear una y otra vez las costras del
smog),
y de acuerdo con sus gustos se construyeron el Royal Albert Hall, la Royal Geographical Society y el imponente Natural History Museum.
Lo prematuro y repentino de su muerte, sin embargo, le impuso al pobre Alberto un castigo adicional al de la desaparición física. Falleció antes de conseguir que se descartara un proyecto de monumento a su persona con el que, según sus propias palabras, había de sentirse «permanentemente ridiculizado». Y, cuando él ya no podía impedirlo, Victoria le erigió el Albert Memorial, un caso grave de arquitectura lisérgica. Alberto permanece, para la posteridad, incómodamente semisentado en una garita neogótica y multicolor de 53 metros de altura, con un catálogo de la Exposición en la mano y flanqueado por cuatro bestias con las que los aduladores de la reina viuda quisieron simbolizar los confines de un mundo que se confundía con el imperio: el camello africano, el bisonte americano, el elefante asiático y la vaca europea.
En fin. El Memorial tiene sus admiradores, pero al pasar junto a él no puedo reprimir un sentimiento de piedad hacia un hombre que no merecía eso.
South Kensington, SW7 en la jerga postal, es conocido entre los locales como Little France, la Pequeña Francia. En sus calles radican el Instituto Francés, la escuela francesa y la librería francesa. Sospecho, sin embargo, que el calificativo tiene más que ver con el comercio que con las instituciones: en la zona abundan los restaurantes franceses y las pastelerías francesas, muy especialmente la célebre Valérie (filial aventajada de la Valérie del Soho), cuyos riquísimos cruasanes podrían competir con los parisinos con un cuerno atado a la espalda. Little France es considerada, paradójicamente, como un tarro de esencias londinenses por los turistas que visitan sus tiendas y museos (e incluyo los almacenes Harrods entre estos últimos).
Aunque la gran arteria comercial es Brompton Road, el auténtico nervio del barrio es la mucho menos aparatosa Old Brompton Road: atención a la sutil diferencia. Como detalle anecdótico, en esa calle se refugió el lunático Syd Barret al abandonar Pink Floyd (en concreto, en la primera casa junto a la estación de metro, un edificio triangular). También en esa calle ocurrió el accidente de tráfico que inspiró la canción de los Beatles «A day in the life».
Old Brompton es
mi calle.
Cuando Londres me abruma, me refugio en Old Brompton. Allí empecé a establecer mis rutinas de recién llegado y allí, durante años, he celebrado cada sábado uno de mis rituales más queridos. Compro el
Sporting Life
y, cómodamente instalado en el Zetland Arms ante una pinta de cerveza, examino cuidadosamente el historial, las características, los nombres y los colores de los jinetes y caballos que compiten en cada hipódromo.
Aposentados en la penumbra de un pub, parece apropiada una digresión sobre las cervezas. La
lager,
es decir, la rubia continental, es ahora la más consumida: es más fresca, tiene más alcohol y un sabor más fácil que las
ales
inglesas. Triunfa especialmente la llamada
strong lager
, la favorita de los
yobs
(los jóvenes más o menos gamberros y más o menos violentos) y de cualquiera que desee una embriaguez rápida y peleona. Yo, sin embargo, soy muy partidario de la
ale,
denominación que engloba a la ale propiamente dicha y a la
bitter
(amarga), que son casi lo mismo, pero no del todo. La
ale
y la
bitter
son el producto de una infusión brevemente fermentada con un lúpulo muy potente, carecen de gas, se beben a la temperatura ambiental (suena poco apetecible, pero hay que intentarlo y perseverar) y resultan suaves, digestivas y llenas de matices. Entre las
ales
londinenses, las más conocidas y recomendables son London Pride y Chiswick Bitter, ambas de Fuller Smith, una
brewery
clásica de Fulham, a poca distancia de Kensington. También se pueden encontrar la ESB y la Young Bitter fabricadas localmente.
Hay unas 700 cervezas distintas en Inglaterra, pero es casi imposible encontrar más de seis o siete grifos en cada pub. Ello se debe a que los grandes fabricantes han comprado todos los pubs —o prácticamente todos: creo que en Londres sólo quedan tres
landlords
independientes— y procuran limitarse a servir su propio producto. Afortunadamente, la Camra (Campaign for the Real Ale), un grupo de presión un poco hortera pero muy necesario, logró que se promulgara una ley por la cual cada pub debe servir al menos dos cervezas
invitadas
de otros fabricantes, que normalmente varían cada mes. Entre las ales más comunes, destacan la Tetleys (como la marca de té), la Directors (la preferida en el palco de Lords, la catedral de ese enigmático deporte llamado criquet), la Theakston, la Flowers y la 6X. De las clases especiales, valen la pena la
strong porter
embotellada de Samuel Smith (una variación de la vieja
porter
negra de los arrieros londinenses, reforzada en grado para que soportara bien el viaje marítimo hasta la corte del zar de Rusia) y la tostada de Newcastle. Queda al margen la celebérrima Guiness, sobre la que hay que hacer una advertencia: la que se expende en Londres es, salvo raras excepciones, de menor calidad que la irlandesa, ya que suele estar pasteurizada.
Una nota adicional sobre los pubs. La gran mayoría de ellos están decorados en
mock victorian
, ese kitsch de maderas oscuras, alfombras y latón que suele fascinar a los extranjeros. Pero el envoltorio no es lo que define un buen pub: los hay excelentes, como el Coach and Horses del Soho, amueblados de forma contemporánea (si esa palabra sirve en un país intemporal como Inglaterra). Lo esencial está en otros factores, concretos (la calidad y conservación de la cerveza, la calidad y conservación del patrón, la calidad y conservación de los parroquianos) e inconcretos (la fresca oscuridad matutina, el polvo y el murmullo levemente depresivos del arranque vespertino, el bullicio de las cinco, la luz amarilla y la tensión alcohólica por la noche).
Pues bien, estábamos en el Zetland Arms repasando las carreras del día, con la pinta junto al periódico. Una vez hecha la selección, para la que suelo guiarme por criterios tan científicos como el nombre del caballo y los colores de la camisola del jinete, entro en el cercano garito de la cadena William Hill —mi preferida, y también la de la reina madre, que dispone en su habitación de un teléfono directo con la central para hacer sus apuestas en el último segundo— e invierto cuatro o cinco libras. Siempre muy poco, porque las carreras de caballos
—gee-gees,
en la jerga del negocio— pueden ser de mucho vicio. Generalmente pongo una libra a ganador y otra a colocado (una
eacb way),
lo que, sobre el papelito azul, una vez especificados el caballo, el hipódromo y la hora de la carrera, queda, por ejemplo, en una fórmula como la siguiente: