Historias de Londres (2 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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—Es pequeña. Y no tiene jardín —dijo.

Ambas observaciones eran muy ciertas. La primera planta constaba de una cocina diminuta y un saloncito, con una estrecha —pero, insisto, muy bonita— escalera de caracol de hierro forjado que ascendía a los dormitorios y a un baño enmoquetado de rosa de allá por los años ye-yé. A la izquierda de la entrada había un garaje. En conjunto, una delicia. En el garaje y la buhardilla cupieron la mar de bien nuestros libros y los muebles que no logramos encajar en casa.

Los
mews,
una disposición urbana típicamente inglesa y muy propia de Londres, son antiguas caballerizas rehabilitadas. Cedo la palabra al siempre útil diccionario Longman:

Callejón trasero o patio en una ciudad, donde en una época se guardaban los caballos, hoy parcialmente reconstruido para que pueda vivir la gente, aparcarse los coches, etcétera. Las casas de los
mews son
muy pequeñas pero se consideran muy deseables y pueden resultar muy caras.

Nada que añadir.

Nuestra vivienda había formado parte de las cuadras del Victoria & Albert Museum, y producía una curiosa sensación saber que del otro lado de la pared se almacenaban riquezas fabulosas; la sensación era un poco menos gratificante cuando, alguna madrugada, los empleados del museo trasladaban tronos chinos, telares quechúas o cualquier otro artilugio maravilloso, pero los ruidos ocasionales no eran nada comparados con las ventajas del lugar. La calle, adoquinada, era un apacible
cul de sac
flanqueado de fachadas multicolores —rosa, crema (la nuestra), blanco, azul pálido—, hiedras y flores. Nunca podré agradecer lo bastante a mi antecesor y a su esposa que encontraran y alquilaran aquella miniatura, cuyo precio era desorbitado si uno contaba en pesetas, pero resultaba una ganga en libras y en el contexto del barrio y la ciudad.

A mí siempre me pareció bien. Y Lola le tomó cariño enseguida. Pero no tardamos en descubrir que el frío ojo de la autoridad veía la casa como la vio Lola el primer día: era «pequeña y sin jardín». Inadecuada, en resumen.

Quedaban rescoldos del bucólico e imposible exilio gratuito en el que habíamos soñado durante meses. Una vez instalados en el 10 de Prince's Gate Mews, Lola y yo consideramos que, pese a no estar en la campiña paseando en bicicleta y viviendo del aire, podíamos tener un perro. Los dos habíamos tenido perros, sabíamos cómo tratarlos y cuidarlos, y valía la pena aprovechar que vivíamos a dos pasos de Hyde Park y Kensington Gardens. Durante semanas pensamos en un bulldog que se llamaría Ken. Pero, tomada la decisión, hicimos lo que creímos que debía hacer la gente responsable: ir a la perrera municipal y adoptar un animal abandonado.

Ignorábamos bastantes cosas de Londres.

La visita a la perrera de Battersea transcurrió agradablemente. Nos atendió una señorita que tomó nuestros nombres y dirección y nos aconsejó que no nos encariñáramos todavía de ningún animal, porque hacía falta resolver ciertas formalidades que llevarían unos días. El bienestar de los perros, nos dijo, era lo más importante. Yo me mostré muy de acuerdo.

Un hombre uniformado llamó a nuestra puerta al cabo de una semana, hacia la hora de cenar. Era un tipo de mediana edad y aspecto severo, grande como un armario, con un uniforme azul cubierto de insignias, galones y dorados, provisto de una placa de inspector de la perrera de Battersea. Me dio las buenas noches con un estremecedor vozarrón de sargento instructor.

Yo le hice pasar con cierta torpeza de gestos: tenía un cigarrillo en una mano y un vaso de whisky en la otra.

—Veo que fuma usted. ¿Bebe con frecuencia? —inquirió secamente.

Un tipo con aspecto de policía y voz de policía no siempre resulta reconfortante cuando se mete en casa de uno.

—Oh, muy de vez en cuando —respondí, con una sonrisa patética.

El hombretón uniformado se abrió paso hacia la cocina.

—¿Es aquí donde dormirá el perro?

—No sé —balbuceé—, es posible que duerma con nosotros.

—Los perros deben dormir en la cocina, y la de ustedes es demasiado pequeña y tiene una ventilación deficiente. Además, carece de jardín. En general, la casa me parece bastante inadecuada. Ustedes son españoles, ¿no?

Vi en sus ojos lo que pensaba. Yo era un español alcoholizado y genéticamente cruel que torearía al pobre perro cada tarde, le clavaría unas banderillas, apagaría mi cigarrillo sobre su lomo y, entre grandes risotadas, lo arrojaría desde la azotea.

—La casa es adecuada para nosotros, la calle es peatonal y tenemos aquí mismo los parques —argumenté sin convicción.

El hombre asintió mientras marcaba con cruces las casillas de un formulario.

El caso estaba cerrado. No habría adopción canina.

Poco tiempo después, el día de mi cumpleaños, Lola trajo a casa un cachorrillo de gato. Ahora es una enorme y plácida gataza que responde, cuando le apetece, al nombre de Enough.

VACAS EN LOS MERCADOS DE DIVISAS

En Londres, los animales son un elemento fundamental en las relaciones entre vecinos. Los niños, no. Hay pocos niños en Londres. Y cuando uno de ellos es avistado, es aconsejable mantenerse a distancia.

Una de las primeras noches, al volver a casa, oí llorar a un niño. Llovía, todo estaba oscuro y no se veía un alma en los
mews.
Guiado por el llanto, alcancé a encontrar un cochecito y, en su interior, una criatura de meses que gritaba de forma alarmante. Palpé la manta: estaba seca. Miré a mi alrededor y comprobé lo obvio: a pocos metros de mi portal, junto a la fachada de enfrente, había un bebé abandonado bajo la lluvia. No me atreví a tocarlo. Corrí a casa y le conté la situación a Lola. Volvimos a donde el bebé, dimos unas vueltas alrededor y optamos por llamar a la puerta más cercana. Nos abrió una mujer de mediana edad.

—Good evening, ma'm. Acabamos de encontrar un bebé en la calle y nos preguntábamos si…

—¿Qué le ocurre al niño?

—Bueno, es un crío muy pequeño y llora y no hay nadie…

La mujer nos miró de arriba abajo.

—El niño es mío. Llorar al aire libre le hace bien.

Balbucimos unas excusas y nos marchamos. La mujer no debió fiarse de nosotros, porque nos observó hasta que entramos en casa y, por si acaso, recogió a la criatura. Durante los meses siguientes, los del otoño y el invierno, el niño lloró regularmente en la calle. Ahora debe estar, supongo, internado en un colegio de
porridge
y ducha fría, consolándose con la idea de que un día podrá vengarse en sus propios hijos.

Aquella mujer no nos saludó hasta que llegó Enough. De hecho, la gata fue la carta de presentación ante el vecindario. Las puertas solían permanecer abiertas, incluso por la noche, ya que el riesgo de robo era casi inexistente: no hay nada como el
neighbours watch
, la vigilancia vecinal, que en nuestro caso consistía en la curiosidad obsesiva de un par de ancianitas insomnes permanentemente apostadas tras los visillos. Enough solía aprovechar la circunstancia para visitar las casas ajenas, y nadie se quejó nunca. Al contrario, todo eran sonrisas comprensivas. Si a alguien le molestó encontrar aquella bestezuela peluda bajo la cama, se guardó muy mucho de hacerlo saber: tratándose de Londres, habría sido improcedente.

Había otro gato en la calle. Se llamaba Tinker y era negro, musculoso y, pese a su aspecto feroz, muy bonachón. Sus dueños eran una pareja estadounidense, ya mayor, instalada en Londres desde hacía mucho y plenamente adaptada a las costumbres locales. Fueron siempre muy amables con nosotros y ella, Jenny, trabó enseguida relación con Lola. Conmigo optó por una cierta reserva, seguramente porque una de nuestras primeras conversaciones debió inquietarla sobremanera.

—Vuelve usted muy tarde hoy —me saludó desde la ventana—. ¿Mucho trabajo?

—Oh, sí, mucho —respondí cansadamente—.
There's chaos in the money markets.
«Hay caos en los mercados de divisas».

Eso, al menos, es lo que yo traté de decir. Dada mi pronunciación pedregosa, lo que salió de mis labios no fue
chaos,
sino cows: «Hay vacas en los mercados de divisas».

Jenny me miró atónita durante unos segundos.

—¿Vacas? ¿Quién ha llevado las vacas?

—La culpa es del maldito tratado de Maastricht y del Bundesbank —respondí yo, con una absoluta convicción.

Siguió mirándome, y supongo que por un momento consideró la posibilidad de que la onerosa e incomprensible política agraria de Bruselas, tan denostada por los británicos, obligara desde ese momento a apacentar mercado bovino en las instituciones de la City. Al fin decidió que no podía ser. Vaciló entre catalogarme como loco, ebrio o agotado, y optó por concederme el beneficio de la duda.

—Descanse bien esta noche, lo necesita.

Buena mujer, murmuré yo para mis adentros.

Esa misma noche, viendo las noticias en la tele, descubrí con gran pesar que
chaos
y
cows
se pronunciaban de forma bastante distinta.

Jenny, sin embargo, no nos retiró el saludo. Al contrario. El enorme Tinker se convirtió en el héroe y modelo de la pequeña Enough, y Jenny se esforzó por ejercer sobre nosotros una tutela similar. Tenía un consejo para cada cosa (excepto sobre finanzas y ganadería: nunca volvió a aventurarse en esos terrenos, al menos en mi presencia), y se consideraba una especialista en crianza de felinos. Los gatos, decía, debían comer conejo crudo. Como Tinker. Nunca olvidaré el crujido de los huesos de conejo entre las poderosas mandíbulas de aquel gato. «Es muy bueno para sus dientes», repetía Jenny. Tal vez. Enough se aficionó durante un tiempo a la carne cruda de roedor, pero al crecer se decantó por la comida de lata. Ahora sufre problemas dentales.

EL ORDEN DE LA NATURALEZA

Hay ciudades bellas y crueles, como París. O elegantes y escépticas, como Roma. O densas y obsesivas, como Nueva York. Londres no puede ser reducida a antropomorfismos. Siglos de paz civil, de comercio próspero, de empirismo y de cielos grises la han hecho indiferente como la misma naturaleza. Quizá exagero. Quizá Londres sea una proyección del carácter inglés. No hay sentimentalismos, ni derroches de pasión, ni verdades con mayúsculas. Por una u otra razón, Londres reúne las condiciones óptimas para que florezca la vida. Es difícil no sentirse libre en esa ciudad inabarcable y a la vez recoleta, sosegada como el musgo de sus rincones umbríos —una insignificancia vegetal que me conmueve, qué tontería—, donde caben el arte y su reverso técnico, el
kitsch,
sin estorbarse mutuamente, donde la Justicia, ese concepto peligroso, metafísico y continental, pesa menos que la sensatez a escala humana del
fair play.

Basta una caminata o un simple vistazo a la fachada fluvial de la ciudad para comprobar que, en términos urbanísticos, reina un gran desorden natural. Como en la naturaleza, todo parece puesto ahí por casualidad. Y, como en la naturaleza, todo, hasta lo más nimio, tiene un sentido y una finalidad. La augusta arquitectura clásica inglesa, el muy abundante
kitsch
, las fachadas más humildes, los árboles de un parque, son como son porque deben ser así. La decoración es algo importado, o sea, francés. Uno tarda muchos paseos en percibir la armonía secreta dentro del aparente caos.

Hay quien dice que Londres es el resultado de siglos de especulación inmobiliaria. La ha habido, es cierto, y la hay, y muy voraz, pero eso no lo explica todo. Yo hablaría más bien de entropía. La urbe ha crecido y se ha complicado por sí misma. Londres nunca ha tenido reyes o alcaldes que hayan querido ordenar u homogeneizar la ciudad trazando avenidas con un cartabón sobre un plano. En cierta forma, Londres se complace en la tortuosidad.

«Hay que ser consciente de que una ciudad inglesa es una vasta conspiración para desorientar a los extranjeros», explica George Mikes en su clásico
How to be a Brit.
Y prosigue con algunas de las trampas para foráneos:

Se da un nombre distinto a la calle en cuanto haga la menor curva; pero si la curva es tan pronunciada que crea realmente dos calles distintas, se mantiene un mismo nombre. Por otra parte, si, por error, una calle ha sido trazada en línea recta, debe recibir muchos nombres: High Holborn, New Oxford Street, Oxford Street, Bayswater Road, Notting Hill Gate, Holland Park, etcétera. Dado que algunos extranjeros ingeniosos pueden orientarse incluso bajo tales circunstancias, son necesarias algunas precauciones adicionales. Hay que llamar a las calles de muchas maneras:
street, road, place, mews, crescent, avenue, rise, lane, way, grove, park, gardens, alley, arch, path, walk, broadway, promenade, gate, terrace, vale, view, hill,
etcétera.

Y el remate:

Se sitúa un cierto número de calles con exactamente el mismo nombre en diferentes distritos. Si se dispone de una veintena de Princes Squares y Warwick Avenues, puede proclamarse sin inmodestia que el lío será completo.

La ciudad es igualmente complicada para los nativos. En Londres son raros los ciclomotores, y los que se ven suelen llevar instalado un atril sobre el manillar para desplegar un mapa. Los personajes reconcentrados que circulan sobre esos vespinos son aspirantes al Conocimiento.
The Knowledge,
el Conocimiento, es la ciencia que deben dominar los aspirantes a taxista para obtener su licencia. Se estima que el prototaxista debe deambular entre seis meses y un año con mapas sobre el manillar para estar en condiciones de pasar con éxito el examen. Uno puede fiarse, por tanto, de los amplísimos y confortables taxis londinenses. Otra cosa son los
minicabs
, vehículos de serie bastante azarosos —la calidad del servicio es muy variable— pero mucho más baratos que el majestuoso taxi clásico, cuyas medidas se ajustan a antiguos criterios de velada operística: lo bastante altos como para que el caballero no deba quitarse la chistera de la cabeza, lo bastante amplios como para que el vestido largo de la dama no se arrugue.

Londres, inmenso y alambicado, no tiene siquiera unos límites perceptibles. Los interminables suburbios de la ciudad, conocidos en su conjunto como
Metroland,
son también parte de la metrópoli. Se opta, pues, por el eufemismo Central London para referirse a la ciudad
stricto sensu
, y lo demás, desde Southall a Belvedere y desde Enfield a Croydon, queda incluido dentro del amplio concepto
London.

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