Historias de Londres (10 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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La reina madre es, dicen, lo más brillante de La Firma, quizá porque es casi una
commoner
, una plebeya: nació en la pequeña aristocracia rural escocesa y se casó con un
royal
muy secundario que, por una serie de casualidades (la muerte de un hermano y la abdicación de otro) se vio aupado al trono. En 1936, el año de los tres reyes, la monarquía británica parecía condenada a la extinción. El rey Jorge V había fallecido el 20 de enero —una inyección letal aceleró la muerte, para que la noticia fuera publicada por la prensa
seria
de la mañana y no por la sensacionalista de la tarde—; su sucesor, Eduardo VIII, no quiso renunciar al amor de la estadounidense Wallis Simpson ni a sus simpatías nazis y abdicó (lo primero que hizo tras la renuncia fue visitar a Adolf Hitler), y el pobre Alberto, el príncipe tartamudo, se encontró sin esperarlo con la capa de armiño sobre los hombros y coronado con el nombre de Jorge VI.

Llegaron la guerra y los bombardeos sobre Londres, y cuando el gobierno instó a los reyes a abandonar la capital e instalarse en un lugar más seguro, fue la reina Isabel quien respondió. Su frase, seguramente retocada y embellecida por sucesivos hagiógrafos, fue la siguiente: «Mis hijas no se irán sin mí, yo no me iré sin mi marido, y mi marido, por supuesto, se quedará en Londres». La hoy reina madre tenía, y tiene —si vive aún cuando se lean estas líneas—, un talento natural para el populismo. Eleanor Roosevelt pasó unos días en el palacio de Buckingham durante el invierno de 1942 y comprobó que, como el resto de los británicos, los reyes carecían de calefacción y racionaban los alimentos. Podían proporcionarse cualquier comodidad, por supuesto, pero esas pequeñas penurias, ideadas por Isabel, gustaban mucho a la gente. Isabel era también quien conversaba con el vecindario cuando la pareja real visitaba una zona arrasada por las bombas o un centro de acogida: la tartamudez y la escasa agilidad mental del rey le mantenían en un prudente silencio.

El tiempo y la longevidad han hecho el resto. Isabel, la
queen mum,
es de una popularidad inquebrantable. Incluso su afición a la ginebra y el dineral que apuesta anualmente a los caballos constituyen elementos simpáticos para las clases populares, auténtico sostén de la monarquía. Ojo, pues, con hablar mal de la
queen mum
en un pub de barrio.

Los Windsor no gozan de gran reputación como intelectuales. Y, en general, aceptan con deportividad las limitaciones heredadas de sus antepasados. La reina Isabel II, por ejemplo, señala que sus méritos son «el trabajo y el sentido común», más que la inteligencia; casi medio siglo de reinado proporciona sin embargo una experiencia notable, y pese a estar entrenada para no decir jamás nada interesante y potencialmente polémico, sus conocimientos han sorprendido a más de un político. Por lo demás, la reina hace cada día el crucigrama del
Times
, lee los diarios hípicos y sigue los seriales de televisión.

Carlos, el príncipe de Gales, heredó el coeficiente familiar. «El príncipe Carlos no es más inteligente que su madre, su abuelo o su bisabuelo, pero carece por completo de su humildad intelectual», afirma A. N. Wilson en su libro
Auge y caída de la Casa de Windsor.
Peter Mandelson, el cerebro gris del Nuevo Laborismo de Tony Blair, trabajó brevemente como asesor de imagen de Carlos. Años después le comentó a Anthony Holden, autor de varios libros sobre la monarquía británica, que Carlos era «un hombre con una capacidad de atención ciertamente limitada».

El joven príncipe fue el primero de los
royals
que acudió a un colegio, pero el centro elegido fue Gordonstoun, el internado en el que su padre pasó su adolescencia de huérfano: un lugar perdido en las montañas de Escocia y fundado con el objetivo de «forjar el espíritu» (duchas frías, comidas abyectas, oscuridad y disciplina), no la mente. Luego fue a Cambridge y se convirtió en el primer universitario de la familia. La frialdad del trato en el seno de La Firma, el lento horror de Gordonstoun y el leve barniz cultural de una carrera universitaria sin exámenes hicieron de Carlos un perfecto inadaptado, un hombre asustado y siempre fuera de lugar. A diferencia de su madre, tiene ínfulas intelectuales (sus insensatas críticas a la arquitectura contemporánea) y gustos mesocráticos (la jardinería, las acuarelas) con toques de
high class
(el polo): la combinación perfecta para repeler tanto al lector popular del
Sun
y el
Mirror
como a los profesionales urbanos. Por si no bastaran sus propias insuficiencias, tuvo que medirse con Diana, «la imagen más poderosa de la cultura popular mundial», en palabras de la profesora feminista Camille Paglia, y sufrió trastadas como la grabación ilegal de aquella charla telefónica con su amante Camilla en la que expresaba el anhelo de convertirse en támpax.

Si llega a reinar, seguro que lo hará muy bien.

Los
royals
hacen gala, pese a su inmensa riqueza, de una rapacidad notable. La reina posee una fortuna personal que las estimaciones sitúan alrededor del billón de pesetas y sus inversiones le proporcionan una renta cercana a los 300 millones diarios, cobra de la Hacienda pública unos 2.500 millones anuales para mantener a la familia, todos sus desplazamientos y gastos de personal corren a cargo del contribuyente, no pagó impuestos hasta 1992 y desde ese año aporta una contribución puramente simbólica. Pero cuando ardió el castillo de Windsor y se abrió una cuestación popular para ayudar a la restauración —que de todas formas iba a sufragar el Estado—, Isabel II se negó a dar un penique de su bolsillo. El auténtico genio se percibe en los pequeños detalles: quienes son condecorados por la reina reciben, al final de la ceremonia, un vídeo del acto, de 20 minutos de duración, por el módico precio de 55 libras, unas 14.000 pesetas. Un pequeño negocio que proporciona un dinerillo extra a La Firma.

Las ceremonias que se desarrollan en el interior de palacio mantienen un aura de relativo misterio, ya que, salvo los banquetes de Estado, no pueden fotografiarse ni filmarse (con la salvedad del vídeo que vende la reina a los condecorados). Pero no existe magia alguna en Buckingham, sino rutina y banalidad. El poeta Philip Larkin relató en 1992, en una carta a un amigo, su propia experiencia:

Recibí mi CBE [la insignia de Commander of the British Empire] a principios de este mes: Monica y yo nos presentamos y visitamos el palacio entre una multitud de gente de aspecto corriente que deambulaba como nosotros. Llegamos a las 10 (citados a las 10,30) y tuve que esperar hora y media (en una gran sala holandesa, a juzgar por las pinturas: Rembrandt, Rubens, pero no Van Hogspeuw) antes de que los CBE fueran puestos en fila y desfilaran a otra antesala, desde la cual fuimos introducidos uno a uno en el salón de baile y ante la presencia real. Me incliné y ella me prendió una cinta de seda rosa de la que colgaba una cruz de oro (o al menos dorada) con alguna inscripción. Ella me preguntó si «escribía todavía» y yo respondí que seguía intentándolo, ella sonrió agradablemente y me estrechó la mano, y me retiré agradecido. El compañero que me precedía me preguntó, a la salida, si la reina sabía que yo escribía. Le dije que sí, aparentemente. Él dijo con aire pensativo que la reina le había preguntado a qué se dedicaba.

La familia real suele ser percibida, desde el exterior de Gran Bretaña, como simple material de prensa rosa. Incluso la reina es vista como una anciana rica y sin más ocupación que sus problemas familiares. Desde fuera, tendemos a olvidar el poder político que conserva la monarquía en el Reino Unido. La reina, por ejemplo, puede denegar al primer ministro la posibilidad de disolver la Cámara de los Comunes y convocar elecciones, y ejerce esa potestad: la última vez fue en 1993.

La soberanía británica no reside en el Parlamento, como en España y en todos los demás países de la Unión Europea salvo Francia, sino en «el monarca en el Parlamento», es decir, en la reina sentada en su trono de la Cámara de los Lores, según el concepto acuñado en el siglo
XIX
por Albert Venn Dicey. No hay ciudadanos, sino súbditos. No hay Constitución escrita, sólo usos tradicionales: una situación que los británicos comparten en semiexclusiva con Arabia Saudí. En último extremo, el referente es siempre la obra escrita en 1867 por Walter Bagehot,
La Constitución inglesa.
La idea central de Bagehot consistía en que la monarquía era tan sólo un componente «mágico» que «dignificaba» el sistema político, y que todo el poder se concentraba en el Parlamento. En parte, así es. El régimen británico podría definirse como una dictadura parlamentaria, ya que no existen los contrapoderes habituales en otros países, como una judicatura más o menos independiente, o un Tribunal Constitucional, o un Tribunal Supremo.

Friedrich Engels, en
La condición de la clase trabajadora en Inglaterra
, hacía un diagnóstico muy distinto al de Bagehot: «Removed la Corona, el
vértice de sujeción
, y toda la estructura artificial se desplomará». Un constitucionalista contemporáneo de ideas republicanas, Stephen Haseler, coincide con Engels:

La monarquía no sólo se asienta en el corazón del estado británico, sino que domina su horizonte político, cultural y económico. […] El moderno estado británico es un estado monarquista, en el sentido de que la existencia de la monarquía no es un azar de la historia;
monarquía, corona
y
real
significan mucho más que, por ejemplo, en Escandinavia. Ese es un hecho demostrado por la poderosa idea de herencia que permea la vida británica.

No se trata solamente de que exista —parece que ya por poco tiempo— una rama legislativa a la que se pertenece por herencia, la Cámara de los Lores, sino de que una de las cosas más sagradas en el sistema de clases es la tierra heredada. La tierra rural y también la urbana. La mayor parte de Londres pertenece desde hace siglos a un puñado de familias aristocráticas. Es prácticamente imposible comprar un terreno o una casa en Kensington, Bloomsbury o Westminster: se paga una fortuna por un
leasing
, un alquiler de entre 50 y 100 años, y no se tiene nunca la propiedad. La parcela sobre la que estaba edificada mi minúscula casita en Prince's Gate Mews, por ejemplo, pertenecía y pertenecerá para siempre al discreto duque de Westminster, la segunda fortuna británica tras la de Isabel II, quien, dicho sea de paso, es propietaria y cobra las rentas de todas las fincas del antiguo Ducado de Lancaster, gracias a un acto de usurpación perfectamente ilegal perpetrado por sus antepasados.

La monarquía británica ha sobrevivido hasta ahora en un escenario físico decimonónico, creado por y para la reina Victoria, y en un precario equilibrio constitucional ideado por Walter Bagehot también para Victoria. El entramado de Bagehot empezó a tambalearse el día en que la «magia» y el «misterio» que, según él, debían envolver a la monarquía, fueron penetrados por las cámaras de televisión. Y no porque la prensa presionara, sino porque Isabel II consideró —qué error— que un reportaje sobre la intimidad familiar reforzaría la popularidad de la institución monárquica y de los
royals.

Aquel documental, emitido por la BBC en 1969, tiene aspectos muy cómicos. El argumento se anudaba en torno a situaciones supuestamente cotidianas de los Windsor, como, por ejemplo, una barbacoa en los jardines de palacio. Basta verles de uniforme en el balcón de Buckingham para convencerse de que esa familia comparte la afición por las barbacoas y que, en cuanto pueden, sacan al jardín el carboncillo y el ketchup. Las imágenes de Felipe de Edimburgo asando salchichas con la actitud relajada de quien practica una autopsia por primera vez, de la reina untando pan, de los hijos cariacontecidos y de los perritos korgis atónitos ante la monumental patraña, podrían formar parte de la historia universal del humor.

LOS MEJORES BARES DE LA CIUDAD

No toqué el plato. Como de todo, excepto pollo.

—¿Es usted vegetariano? —inquirió mi compañero de mesa.

—No soy un entusiasta del pollo —respondí.

—¿Por las hormonas? ¿Teme que le salgan pechos?

Nunca me había planteado esa posibilidad. En cualquier caso, no me pareció oportuno detallar los motivos de mi aversión por el pollo. Mi interlocutor, en cambio, casi había terminado ya con su pechuga y por un momento pensé en ofrecerle mi ración.

—Tiene buen apetito —observé.

—No crea usted que los políticos tenemos muchas ocasiones de comer razonablemente bien.

Le expresé mis dudas sobre las supuestas privaciones alimentarias de la clase política, y él me abrumó con una lista de apuros cotidianos. Era un diputado novato, de la hornada de abril de 1992. La victoria de John Major y de su partido, el conservador, había sido casi milagrosa, y los parlamentarios
tories
eran conscientes de disfrutar una inesperada prórroga de la racha triunfal iniciada por Margaret Thatcher en 1979. El diputado sentado a mi izquierda se llamaba Stephen Milligan, tenía 43 años y era soltero. Vivía en Londres, pero pasaba los fines de semana, los lunes y parte de los viernes en la oficina electoral de su circunscripción, donde tenía que escuchar largos dramas personales, recoger peticiones, anotar flemáticamente los prolijos proyectos de ley redactados por algún jubilado con mucho tiempo libre y ganarse la confianza de las fuerzas vivas locales. Era, además, secretario parlamentario del subsecretario de Defensa, un puesto de poca categoría y mucho engorro: secretos de Estado por aquí y ventas ilegales de armas por allá (ambas cosas van generalmente ligadas), militares quejosos por los recortes presupuestarios, roces con casi todos los demás ministerios y abundantes conflictos con la prensa.

Por si fuera poco, era uno de los pocos diputados que creían sinceramente en el hoy retirado John Major, lo que le obligaba a comparecer con frecuencia en debates de radio o televisión para defender a un primer ministro de proverbial impopularidad. Milligan tuvo el detalle de no añadir a la lista de agobios actos como aquel que nos hacía compartir mesa y mantel: un almuerzo en el comedor de la Cámara de los Comunes, en el que un grupo de periodistas de la Foreign Press Association tenía la oportunidad de departir con unos cuantos diputados.

—Vuelvo a casa muy tarde y, si me quedan ánimos, me preparo un bocadillo. Por eso le digo que suelo comer mal.

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