Historias de Londres (14 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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A un lado del cementerio se alzan los cuarteles del Honourable Artillery Corps, un regimiento dentro del regimiento de la City. El HAC es un cuerpo no regular que nació como fuerza armada del Parlamento de Cromwell en la guerra contra el rey y hoy se fija objetivos más modestos: permite a los ejecutivos del barrio lucir un uniforme de vez en cuando y salir de maniobras algún fin de semana. La función principal de tan selectas tropas es dar realce a las ceremonias de la City. Como curiosidad, en esos cuarteles tuvo su sede uno de los primeros clubes de criquet de Inglaterra, y desde esos cuarteles se elevó el primer globo aerostático británico.

Del otro lado, en el 40 de City Road, hay un bloque de viviendas que en su día fue la sede de
The Independent.

Antes de que
The Independent
saliera a la calle por primera vez, su fundador y director, Andreas Whittam-Smith, encargó a Annie Leibovitz que tomara unas fotografías de los principales responsables de aquella gran aventura periodística. A Leibovitz se le ocurrió hacerles bajar al cementerio y, dado que un águila grabada junto a la cabecera del diario simbolizaba su independencia y altura de miras, consiguió un águila auténtica, perfectamente viva y ligeramente malhumorada, y la colocó sobre el brazo derecho de Whittam-Smith. En aquellas imágenes, el águila exhibe una mirada de auténtico director, mientras los ojos del periodista son los de un auxiliar de redacción a punto de ser devorado por el redactor-jefe. El periódico, a fin de cuentas, resultó excelente y fue en los años ochenta una de las referencias de la prensa de todo el mundo.

En la otra acera de City Road, justo enfrente, existe un pub llamado The Angel, como tantos otros, tan frecuentado antaño por los periodistas de
The Independent
que se instaló en él un teléfono del diario. Y al lado está Wesley's Chapel, un diminuto complejo religioso en torno a la casa donde vivió John Wesley, el fundador de la secta metodista. La capilla es, a efectos prácticos, casi una catedral del metodismo. Allí contrajo matrimonio Margaret Hilda Roberts, que al adoptar el nombre de su marido quedó en Margaret Thatcher.

LA CALLE DEL CERDO GIGANTE

El extremo occidental de la Milla Cuadrada está delimitado por una frontera visible, la del dragón alado (que marca el punto donde el monarca tiene que solicitar permiso al Lord Mayor para penetrar en la City), y otra invisible, la del río Fleet. El río, que recoge aguas en Hampstead y en las lagunas de Highgate y fluye junto a la estación de King's Cross, existe aún, pero está totalmente cubierto desde finales del siglo
XVIII
y forma parte del alcantarillado. El Fleet, conocido en tiempos como «cloaca máxima», tenía fama de ser el río más sucio y pestilente de Londres. De ahí su soterramiento, que proporcionó a la prensa de Fleet Street una larga ristra de titulares sensacionales basados en una pintoresca leyenda: la del cerdo gigante. El
Gentleman's Magazine
recogió la primera noticia, el 24 de agosto de 1736, al informar de que un carnicero que había perdido un cerdo lo había encontrado al cabo de cinco meses en la cloaca del Fleet; el animal había engordado extraordinariamente gracias a las inmundicias fluviales y fue vendido por el no menos extraordinario precio de dos guineas. A partir de ahí, se sucedieron los presuntos avistamientos de gorrinos, cada vez más monstruosos y voraces, monarcas en un mundo de oscuridad, ratas y excrementos. Esa leyenda de la dinastía de porcinos mutantes precedió en más de dos siglos a la leyenda neoyorquina de los cocodrilos albinos.

Fleet Street debería contemplarse en blanco y negro, como una fotografía o una película de entreguerras. Sin ser lo que era, conserva el bullicio y el desorden de sus años de gloria, la era en que los Austin, Morris, Ford y Bentley se atascaban entre tranvías y coches de caballos, y unos gritos ya inaudibles —los del hombre-anuncio, la vendedora de manzanas, el voceador de periódicos, el limpiabotas— resonaban entre la multitud encajonada por las imponentes fábricas de noticias. Fleet fue la gran arteria periodística de Londres hasta principios de los años ochenta. Evelyn Waugh caricaturizó de forma hilarante la llamada «calle de la tinta» o «calle de la vergüenza», según, en su novela
¡Noticia bomba!
(1938). Waugh describe un diario sensacionalista de la época al que denomina
Daily Beast,
la «Bestia Diaria», cuyo propietario, Lord Copper, tiene una idea muy clara sobre la posición editorial en cuestiones diplomáticas: «El
Beast
es partidario de que haya gobiernos fuertes y muy enemistados entre sí en todas partes —dijo—. Autosuficiencia en nuestro país, agresividad en el extranjero». La sede del
Beast,
en Copper House, ocupaba «desde el número 700 al 853» de Fleet Street, y un «vestíbulo bizantino» y un «salón sasánida» recibían al visitante.

Ese boato de la industria periodística ha desaparecido de Fleet Street, donde sólo Reuters y alguna otra agencia mantienen una presencia testimonial. Sin embargo, para hacerse una idea de lo que fue aquella era, aún puede detenerse uno ante el número 135. Ahora hay un banco, pero veinte años atrás, en ese extravagante edificio
art decó
de inspiración egipcia y griega, se alojaba
The Daily Telegraph
, también conocido como
Torygraph
por sus irreductibles posiciones conservadoras. El
Torygraph
es aún el más leído entre los
broadsheets
(los diarios de grandes páginas), también llamados
quality papers
(periódicos de calidad), pero desde que fue adquirido por el magnate canadiense Conrad Black se acabaron la pompa interna y, como en los demás periódicos, la rigidez sindical. Simon Glover, uno de los fundadores de
The Independent
y hoy columnista en el
Evening Standard,
antiguo redactor de aquel
Torygraph,
recuerda con asombro los trámites que hacían falta para cambiar una bombilla fundida. Había que rellenar un impreso con copia y entregarlo en una ventanilla. Luego, tras una cierta espera, comparecían ante la avería en cuestión dos técnicos uniformados, el jefe y el ayudante; mientras el jefe supervisaba la operación, el ayudante procedía a sustituir la bombilla. En una ocasión a Glover se le ocurrió que él mismo podía efectuar la tarea, y lo hizo: al cabo de un tiempo, recibió la visita de otra pareja uniformada que levantó acta, con copia, de la infracción al reglamento cometida por el periodista.

El lanzamiento en 1985 del
Today,
un diario tabloide —el formato sensacionalista— que resultó efímero pero que utilizó por primera vez la informática y la impresión en color, marcó el final de Fleet Street. El magnate australiano Rupert Murdoch, que se había hecho con el control del augusto
The Times
y del abracadabrante tabloide
The Sun,
declaró la guerra a los sindicatos, cerró las imprentas de Fleet y se trasladó con armas y bagajes, pero con esquiroles en lugar de empleados, a una auténtica fortaleza en Wapping, al este de la ciudad.
The Times
tuvo que cerrar durante un tiempo y se libraron auténticas batallas campales junto a los muros de Wapping, pero Murdoch, que contó con el respaldo policial y financiero de Margaret Thatcher, acabó venciendo.

Lejos de Fleet, la prensa británica sigue siendo la mejor del mundo. El
Torygraph
, con todo su conservadurismo, todo su nacionalismo y toda su devoción por una sociedad de caballeros rurales —los
country squire
— tan pasada como la hidalguía española, es quizá el caso más logrado de diario riguroso con atractivo popular.
The Guardian
, el único gran diario que no es originario de Londres, sino de Manchester, sigue formando parte de la dieta intelectual de la izquierda y mantiene un atractivo irresistible para el profesorado inglés; su edición dominical, el ancianísimo
The Observer
integrado ahora en el grupo editorial de Manchester, es espléndida. El políticamente ambiguo
The Independent
no es lo que fue en los años ochenta, pero mantiene un alto nivel.
The Times,
conservador, tampoco es lo que fue en sus mejores tiempos, cuando predicaba la guerra contra Napoleón, aunque el carisma institucional de su cabecera parece inextinguible. En cuanto al
Financial Times
, el más cercano a Fleet —se instaló al otro lado del río— es la Biblia indiscutible de la actualidad económica y alardea de independencia: en las dos últimas elecciones británicas recomendó votar a los laboristas, lo cual sus lectores pudieron considerar razonable en las de 1997, con un candidato tan
aceptable
como Tony Blair, pero francamente atrevido en 1992, cuando el candidato era Neil Kinnock.

Incluso los tabloides son, en su estilo, imbatibles. El
Daily Mail,
el favorito del público femenino; el vespertino
Evening Standard,
el único diario estrictamente londinense, imprescindible en el metro para evitar cualquier riesgo de conversación con desconocidos; y el
Daily Express
, que ha vivido épocas mejores, muestran la cara más digna del pequeño formato. El
Daily Mirror
, teóricamente de izquierdas, y
The Sun
, el de mayor venta, capaz de desbordar a Margaret Thatcher por la derecha, son intrínsecamente execrables. Pero, desde un punto de vista técnico, resultan auténticas maravillas. Sus periodistas son muy buenos —se les nota cuando escriben en otra parte— y están muy bien pagados. Los titulares, los textos breves y concisos (calculados al milímetro para que pueda comprenderlos un público casi iletrado que, sin embargo, lee periódicos), la demagogia feroz, la xenofobia, la pasión por lo militar, por los crímenes más horrendos y por la pena de muerte, la chica semidesnuda de la tercera página, el acoso constante a la familia real, la inmejorable información sobre las carreras de caballos… Todo encaja a la perfección. La lectura de
The Sun
es a la vez embrutecedora y adictiva: bastan unas cuantas sesiones para que el ciudadano más civil sienta un ansia casi irreprimible de ir al estadio a romperse la cara o de declarar la guerra a los
bloody burocrats
de la Unión Europea. Sin el tabloide de Murdoch, el sistema de clases no sería lo mismo.

De todas formas, hay algo aún más duro. Si uno quiere asomarse realmente al abismo, debe esperar al domingo y comprar el
News of the World
o el
Sunday Sports.

Caso aparte, muy aparte, es
The Economist.
La revista más ligada espiritualmente a la City siempre ha preferido permanecer alejada de Fleet Street y de su ruido mundanal.
The Economist
se aloja en un delicado minirrascacielos semioculto en Saint James Street, epicentro de los clubes privados y las tiendas de caviar al por mayor. Parece imposible que un edificio elevado en una zona como esa pase casi desapercibido, pero esa es la marca de la casa: mantener la discreción pese a ser lectura obligada para quienes rigen los destinos del planeta, y conseguir que periodistas que moldean semanalmente las opiniones de jefes de gobierno y presidentes de multinacionales permanezcan en el más completo anonimato. Desde 1843, los redactores y técnicos de
The Economist
—actualmente casi 800— son auténticos apóstoles dedicados a predicar los mandamientos básicos del capitalismo: respetarás el Liberalismo sobre todas las cosas, y el libre comercio y las monedas sólidas mucho más que a ti mismo.

La redacción es muy joven, divertida, poco jerarquizada y abundante en mujeres —por una razón bastante mezquina: un director de la revista descubrió hace tiempo que «por el precio de un hombre de segunda categoría se puede contratar a una mujer de primera»—; el ambiente tiene poco que ver con el tono sesudo y la arrogancia de
The Economist,
una casa donde a los novatos que aún no han captado el estilo se les da el siguiente consejo: «Entra en esa habitación, siéntate delante del ordenador e imagina que eres Dios». La revista es propiedad del
Financial Times
—es decir, del grupo Pearson— y de las grandes dinastías de la City —los Rothschild, Cadburys, etcétera—, pero la estructura empresarial está organizada de tal modo que nadie puede poseer la mayoría de las acciones; los dueños, además, tienen prohibida la injerencia en los contenidos.

Una anécdota refleja a la perfección el espíritu de
The Economist
, monacal por fuera, irreverente por dentro. El empresario Sir John Harvey Jones, ex presidente de Imperial Chemical y gran enemigo de la rancia aristocracia financiera británica —estuvo encantado, sin embargo, de que la reina le elevara al rango de sir—, acababa de ser nombrado presidente del consejo de administración de la revista y asistía por primera vez a uno de los «retiros espirituales» en la campiña inglesa, que se celebran periódicamente para reforzar el sentimiento colectivo. Al acabar la cena, preguntó al director si debía pronunciar unas palabras. «Hágalo si lo desea», le respondieron, «la costumbre es que aquí cada uno hace lo que quiere». Sir John se subió a la mesa y se puso a bailar claqué, ante la aprobación general.

Entre los semanarios,
The Spectator
refuta en cada edición aquello de que «no hay estética sin ética».
The Spectator,
editorialmente muy conservador, combina la literatura más excelsa con el racismo más insentato, o un simpático golferío con una devoción por la realeza y la aristocracia que resultaría excesiva incluso en el papel couché de
Hello
, la edición inglesa de
Hola
. El veterano
The Statesman
, de aspecto muy similar al del
Spectator
pero de contenido radicalmente distinto, es un boletín de la izquierda intelectual que malvive, desaparece y reaparece, siempre enfermo pero aún no muerto. La sátira, otrora patrimonio del extinto
Punch
, resiste atrincherada en el
Private Eye,
equivalente londinense del
Canard Enchaîné
parisino. Nadie está bien informado de los tejemanejes políticos y económicos si le falta la dosis semanal de mala uva del pequeño, feo e imprescindible
Private Eye.

Por encima de todos estos diarios y semanarios, por encima de las numerosísimas revistas dedicadas a la casa, el jardín, los animales, los deportes, los automóviles, las armas, la numismática o los juguetes, por encima de todo, en el estante más alto del
newsagent,
está la prensa erótica. Es la única de Europa occidental que sigue ocultando según qué cosas, pero compensa esos límites con un estricto mal gusto y un criterio lamentable para la elección de modelos. Esa prensa, abundante en cabeceras y lectores, bastaría por sí sola para explicar el mito de la peculiaridad sexual de los ingleses.

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