Historias de Londres (6 page)

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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

BOOK: Historias de Londres
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El terreno arcilloso de Notting había sido utilizado tradicionalmente para la fabricación de ladrillos y porcelanas. La zona era conocida por esa razón como The Potteries, las alfarerías. La urbanización a ritmo vertiginoso del territorio más allá del West End —Leicester y Haymarket habían sido durante siglos los límites occidentales de la ciudad— y la regeneración del Soho habían tenido como efecto la expulsión de miles de familias pobres hacia la nueva frontera, marcada precisamente por la colina. La creación por Robert Peel en 1822 del primer cuerpo de policía uniformado, los inicialmente apodados
peelers
y luego, de forma más despectiva,
bobbies
por el nombre de su fundador (Bob es diminutivo de Robert), empujó también a la muy numerosa delincuencia urbana hacia áreas donde los ricos y la emergente clase media no ponían los pies y donde, por tanto, los hombres de Peel no se acercaban tampoco: áreas como The Potteries. Por si todo eso fuera poco, multitudes de irlandeses famélicos que huían de la gran hambruna de la isla y no osaban embarcarse hacia el Nuevo Mundo peregrinaron hacia Londres y se instalaron en la colina arcillosa para criar cerdos.

La extracción de arcilla, las lluvias y las corrientes subterráneas habían creado un gran pantano de barro que el vecindario utilizaba como cloaca y en el que chapoteaban los cerdos en busca de alimento. El pantano, sarcásticamente llamado El Océano, no tenía par como foco de infecciones. A mediados de siglo, cuando Londres celebraba con la gran exposición su rango indiscutible de capital del mundo, la esperanza de vida de los habitantes de The Potteries era inferior a los 12 años. A principios del siglo
XX
, la mortalidad infantil era de 419 por 1.000: quizá la peor del planeta. La pobreza, la violencia y la muerte se acumulaban en torno al Océano de excrementos.

Mientras la riqueza escalaba la colina de Notting desde el este y el sur —un trayecto que hoy queda reflejado en Bayswater Road y la exquisita Kensington Church Street—, la miseria humeaba en las laderas norte y oeste. Los dos universos se miraban cara a cara en lo alto de Notting Hill, y el miedo de unos y la ira de otros duraron generaciones. Esa es la tensión primigenia del Aleph.

En los años cincuenta, sucesivas oleadas de inmigración afrocaribeña procedente de las West Indies británicas coparon lo que un siglo antes habían sido las playas del infecto Océano. La vieja batalla social por el control de la colina se recrudeció por el elemento racial. Todo estalló en agosto de 1958, cuando un pequeño ejército de jóvenes blancos a bordo de camiones y autobuses invadió el barrio negro para quemar y matar. Las noches cálidas de agosto generan violencia en Inglaterra, eso es algo bien conocido, pero nunca hubo nada como lo de Notting Hill. Durante cuatro días, la colina sufrió una devastadora guerra racial.

Aquella fue la última acción a gran escala del racismo londinense. El año siguiente, los vecinos de Notting Hill quisieron enterrar el recuerdo de su agosto más doloroso con una gran fiesta, una celebración pacífica y multicolor. A partir de 1965, la fiesta anual fue reconocida por las autoridades londinenses y se extendió a todas las calles del barrio. Ese es el origen del carnaval de Notting Hill, sólo superado en brillo y asistencia por el de Río de Janeiro. Cada año, más de un millón de personas se congregan en la colina durante tres días de música, baile, risa, alcohol e, inevitablemente —noche y calor combinan de forma explosiva con la sangre británica—, peleas y cuchilladas.

El escritor Martin Amis, uno de los habitantes del barrio, ha recorrido casi todos los estratos de Notting Hill. Su estudio es desde hace años una antigua vicaría con un coche achatarrado a la entrada, pero su domicilio ha variado a medida que se agigantaban su estatura literaria y su cuenta corriente: desde un apartamento bohemio en el torbellino de Portobello Road hasta la actual mansión, sólo un peldaño por debajo de la que posee el multimillonario
enrollado
Richard Branson en Holland Park. Amis describió el ambiente de la zona en su novela
Campos de Londres,
la historia de un matón de poca monta, Keith Talent —su personaje favorito—, atrapado por su destino —una chica rica y suicida— en los pubs de Portobello.

—El inglés de este barrio siempre va un paso por delante del resto del idioma —me comentó una vez.

Eso era algo que yo mismo, poseedor de un inglés que siempre ha ido un paso por detrás del resto del idioma, había percibido. El argot de la colina arcillosa es vivísimo y arrastra palabras y construcciones extranjeras que se incorporan sin dificultad al caudal común del río lingüístico.

—La salvación de la literatura en inglés ha procedido durante años de Estados Unidos, y desde hace algún tiempo nos llega también un gran auxilio de las antiguas colonias de Asia y África.

Rushdie, Okri o Seth son ejemplos de la fusión literaria de la lengua inglesa con las imágenes y los ritmos de India o Nigeria.

A un nivel distinto, en las escuelas municipales de Notting Hill ocurre cotidianamente otro tipo de fusión elemental entre la vitalidad extranjera y el idioma inglés. Un amigo mío que asistió a una de esas escuelas, buenas y gratuitas, solía describir de forma hilarante al alumnado. La clase constaba, entre otros, de un dirigente guerrillero afgano, unos cuantos campesinos ucranios, una
au pair
argentina muy pija, dos esposas de altos ejecutivos españoles y un puñado de magrebíes francófonos, todos unidos en la lucha contra los verbos irregulares y contra los irreductibles
phrasal verbs.

(Qué idioma lógico, sencillo, creativo y adaptable es el inglés, dicho sea de paso. Qué distinto a la férrea encadenación de palabras interminables que pesa sobre las mentes centroeuropeas. Qué idiota fue Adolf Hitler, ese idiota entre los idiotas, cuando pensó que una absurda solidaridad étnica —arios, sajones y demás memeces— prevalecería finalmente entre Alemania y Gran Bretaña, esos dos universos tan lejanos.)

Al adentrarse en Portobello Road, uno deja atrás lo más turístico del multitudinario mercadillo y se adentra en un barrio humilde, alegre y cargado de aromas y colores, donde es posible encontrar prácticamente de todo.

Lola, que fue alumna de inglés y de fotografía en una escuela de Portobello, descubrió en aquel laberinto una pequeña tienda portuguesa, rodeada de carnicerías musulmanas, en la que podían adquirirse los ingredientes necesarios para elaborar una más que decente, casi reglamentaria,
escudella i carn d'olla.

UNA SITUACIÓN CLÍNICA

A Lola, un día, le salió un grano. El grano prosperó, se acomodó en la categoría de furúnculo, y acudió —Lola, no el grano— al ambulatorio del barrio. La
practice
de Pelham Street contaba con un personal simpático y atento, y se entraba en ella relajado, casi sano, libre del hispánico temor a haber olvidado la cartilla, o el volante, o el análisis, o cualquier otro papel. A los continentales, habituados al ordenancismo y al papeleo sistemático, suele sorprendernos la administración británica porque cree en nuestra palabra: no hay carné de identidad —somos quien decimos ser—, el carné de conducir se renueva —sin foto— en las oficinas de correos, y para que te atienda un médico de cabecera basta con pedirlo, seas de la nacionalidad y del color que seas.

En la
practice
eran atentos, pero preferían limitarse al ámbito del resfriado y la renovación de receta e indicaron a Lola que lo suyo era acudir al servicio de urgencias del hospital de Westminster. Allí le cauterizarían el furúnculo sin ningún problema. Y Lola se encaminó hacia aquel edificio cuadrado, viejo, envuelto en la oscuridad rojiza del humo y el óxido, como agazapado todavía bajo un bombardeo de la Luftwaffe.

De esta forma tan tonta comenzó nuestra larga caída —más la de ella que la mía, ciertamente— a los abismos del sistema hospitalario británico.

Lola era una cardiópata veterana, con un historial de crisis muy respetable. Por eso, supongo, le parecían casi normales sus ahogos y sus arritmias. En opinión del médico de urgencias, sin embargo, aquello no era normal. Y decidió ingresarla. Lo único disponible aquel día era una cama en un pabellón de ancianas semiterminales, en la que Lola, que había ido a curarse un grano, quedó ingresada hasta nueva orden. Como introducción al sistema hospitalario londinense, no estuvo mal.

La revolución conservadora de Margaret Thatcher —permítaseme la digresión— tuvo consecuencias profundas en el National Health Service, el antiguo y antaño modélico sistema británico de sanidad pública. Se descentralizó el sistema, se dio autonomía a los hospitales, se fomentó la competencia entre ellos y se creó un pseudomercado de la enfermedad, cuya efectividad se medía en número de tratamientos: quien captaba el mayor número de pacientes, recibía el mayor volumen de recursos públicos. Simultáneamente, se favoreció con incentivos fiscales la suscripción de seguros médicos privados. Todo eso condujo, como en otros países europeos, a un sistema sanitario cada vez más clasista: clínicas totalmente privadas para los seriamente ricos, centros concertados con un nivel excelente en el tratamiento de orzuelos, panadizos, esguinces de tobillo y demás males baratos, y a la lenta decadencia de los servicios dedicados a las enfermedades más graves, esas que nunca pueden ser rentables. Thatcher y su gris sucesor, John Major, llevaron sin embargo las cosas hasta extremos nunca vistos en el continente. Se desistía de operar a los cardíacos fumadores, porque ellos se lo habían buscado, o se desestimaban los tratamientos muy caros, incluso cuando se trataba de niños al borde de la muerte, si las posibilidades de éxito eran escasas. La consigna era reducir gastos. El mastodóntico sistema sanitario creado a partir de 1945 por el laborismo del
welfare state
no se hizo más ágil durante los años de Thatcher: simplemente sufrió miles de pequeñas amputaciones y enloqueció.

En los últimos años de administración conservadora, los informativos de televisión y las páginas de los periódicos se convirtieron en una galería permanente de enfermos en lista de espera, rostros cianóticos y dramas terribles. Llegó a adquirir una cierta popularidad la práctica de viajar a Francia o Alemania para ser intervenido en un centro de esos países, aprovechando los convenios europeos de reciprocidad. Mientras, los thatcheristas clamaban contra los «reaccionarios» que se oponían a sus reformas. John Redwood, un ministro
tory
al que se comparaba por su gelidez con el Mr. Spock de Star Trek —una comparación que no hacía justicia a Mr. Spock—, afirmó en una ocasión que todo consistía en «un choque entre la libertad y la servidumbre». Palabras de Redwood: «Nosotros, el bando de la libertad, proponemos que el paciente pueda elegir el lugar donde quiere tratarse y el tipo de tratamiento, y que decida individualmente el gasto que desea permitirse para su enfermedad concreta». O sea: tengo un bulto en el pecho, pero sólo puedo gastar 50 libras; creo que, en nombre de la libertad de elección, optaré por un tratamiento de pomada en mi propia casa.

Los desastres conservadores en los terrenos de la educación y la sanidad fueron la clave de la abrumadora victoria electoral laborista en 1995. El gobierno de Tony Blair se ha esforzado más, por ahora, en mejorar la educación que en hacer lo propio con la sanidad, pero ha elevado, al menos, las dotaciones presupuestarias. Y no da el miedo que daba Redwood.

A Lola, en cualquier caso, la metieron en el pabellón de ancianas cuando Redwood mandaba.

La primera noche, Lola se declaró incapaz de comer la papilla gris que le sirvieron. Un vistazo a la inidentificable sustancia templada que habían derramado sobre su plato me hizo sentir muy solidario con ella. Otro vistazo alrededor me convenció de que convenía evitar aquel presunto alimento: incluso las ancianas más seniles se sacudían el Alzheimer a la hora de la cena, dejaban a un lado con expresivas muecas el menú de la casa y sacaban de algún escondite una galleta o un trozo de pan que mordisqueaban con fruición.

Me dirigí cortésmente a una enfermera.

—Mi esposa me dice que la comida no está muy buena. ¿Existe alguna alternativa?

La enfermera, una mujer gruesa, rubia y colorada, meneó la cabeza.

—¿La comida no está muy buena? No, señor, la comida no está muy buena. De hecho, la comida es mala.

Por un momento, consideré que la frase era sarcástica. Me costó tiempo acostumbrarme a la severidad, la sequedad y la extraordinaria eficiencia de las enfermeras inglesas.

—¿Es mala? —inquirí, con una estúpida sonrisita meliflua.

Me explicó que el presupuesto se reducía cada año y que había que concentrar el gasto en lo esencial: médicos, medicinas, equipamiento y enfermeras. En lo demás, se hacía lo que se podía.

—La comida que servimos —siguió— es un último recurso, un alimento para quienes no tienen otra cosa. Cuando los pacientes disponen de familiares o amigos, aconsejamos que se hagan traer la comida de casa.

Lola quería ensalada. Y a mí sólo se me ocurrió llamar a Íñigo Gurruchaga y pedirle auxilio.

Conocí a Íñigo en cuanto llegué a Londres. Alguien me lo presentó en una sala de prensa. Era un tipo alto, vestido con cierta desgana y con el pelo cortado a trasquilones. Hablamos durante un rato —fue él quien discurseó con vehemencia sobre la prensa británica y sobre la condición humana en general, mientras yo asentía— y me pareció un personaje brillante. En las semanas siguientes le telefoneé con frecuencia para que me orientara en mi despiste de corresponsal novato. Me gustaban su ironía, la aspereza fingida de sus modales en los escasos actos de sociedad a los que éramos invitados, y su metódica
self deprecation.
Compartíamos —y seguimos compartiendo— una devoción recíproca por las ideas del otro, algo raro en gente más bien escéptica.

Al cabo de un rato, por el lóbrego corredor hospitalario apareció Gurruchaga cargado con un gran bol de ensalada y una botellita de aliño para la cena de Lola, y un ajedrez en miniatura que no pienso devolverle jamás.

Suponíamos entonces que la estancia en el Westminster sería breve, que los médicos entenderían que el corazón de Lola llevaba años funcionando así y que, como en otros hospitales, acabarían dando el caso por imposible y dejándola marchar. Durante los primeros días, Lola se dedicó a observar a las ancianas —la viuda del pastor presbiteriano que recibía muchas visitas, la que nunca tenía a nadie y lloraba de envidia ante las visitas de la otra, la que canturreaba tonadillas infantiles, la que sabía que ninguna de ellas saldría viva de allí—, a seguir la rutina hospitalaria —las pruebas, la medicación, el carrito de la biblioteca cargado de viejas novelas de amor, la papilla gris, la visita del sacerdote anglicano—, a comer las grandes ensaladas que yo traía desde casa y a esperar que el corazón o los médicos recuperaran la sensatez.

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