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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

Historias de Nueva York (10 page)

BOOK: Historias de Nueva York
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El viernes por la tarde, mientras preparan la fiesta del sabath, los judíos tienden cordeles sobre sus calles; es una señal para que los gentiles en general, y más en concreto los latinos, que llevan la música del coche a un trillón de decibelios, eviten turbar la calma del día sagrado. La convivencia, si no óptima, es razonable.

Los ultraortodoxos llegaron a Williamsburg cuando se construyó el puente, a principios del siglo
XX
. El puente, un ingenio sin el más simple adorno y desfavorecido en la comparación con el de Brooklyn, un poco más abajo, unía el Lower East Side de los judíos con una zona relativamente descongestionada y barata. En poco tiempo, la mayor parte de la colonia hasídica de Manhattan optó por dejar Delancey Street, cruzar el puente de Williamsburg (durante décadas fue llamado «la pasarela de los judíos») y establecerse al otro lado del East River. Esa migración provocó otra: los alemanes e irlandeses que habitaban la zona dejaron sus cervecerías y se replegaron hacia el interior, hacia Queens, por no convivir con gente que, por una razón u otra, les resultaba antipática.

Poco antes de anochecer, los hombres, con los bucles tras las orejas y levitas negras, pasean lentamente. Sus mujeres e hijas, silenciosas, con vestidos largos y austeros y el cabello cubierto, encienden las velas dentro de casa. En sabath no se trabaja, no se conduce, no se cocina. Todo ha de estar listo cuando oscurece. Es un placer pasear por el barrio a esas horas que anticipan la inactividad absoluta.

Isabel solía hacerme notar que aquella gente de negro tan pacífica enviaba a sus hijos a los asentamientos israelíes, para que se ejercitaran en el fanatismo. Es cierto. Bastantes de esos tipos con fusiles que esgrimen la Biblia como un título de propiedad sobre la tierra y construyen fortalezas judías en territorio palestino hablan inglés con acento de Brooklyn, y han vivido a la sombra del puente de Williamsburg.

Yo, la verdad, nunca fui a ese rincón de Williamsburg en busca de la paz del sabath, la música de los latinos o el exotismo de los ultraortodoxos, aunque me gustara encontrarme con esas cosas. Iba al templo laico de Sol Forman, uno de los grandes benefactores de Nueva York.

Lo que hoy se llama«Peter Luger» fue fundado en 1887 por un inmigrante alemán, Peter Luger, que puso a su establecimiento el nombre de Peter's Tavern. Era una taberna como cualquier otra. Luger murió al poco de concluir la Segunda Guerra Mundial y el local quedó vacío. La antigua clientela alemana se había largado. A nadie le interesaba quedarse con un mal negocio en un mal lugar, un paraje inhóspito de solares y caserones decaídos de entre los que emergía, y emerge, blanca e inapropiada como un pastel de boda en un McDonalds, la silueta del Victorian Kings Co. Savings Bank, de arquitectura tan pomposa como el nombre.

Junto al banco, frente a la taberna cerrada, había una fábrica de cacerolas y cafeteras cuyo dueño, Sol Forman, tuvo una iluminación: iba a comprar el local abandonado, iba a rebautizarlo con el nombre del fundador, Peter Luger, e iba a servir el alimento supremo de los americanos, la
koiné
, por utilizar el término montalbanesco, de todas las culturas gástricas del continente: carne de vacuno asada con fuego. Dentro del género cárnico, en Estados Unidos el
steak
adquiere la condición de joya máxima, de
non plus ultra
del comer.

(Por cierto. Algunos extranjeros pronunciamos
steak
como «stick», y hacemos mal. Conviene decir «stéic», con una «e» notoria. Lo tengo muy presente desde que un amigo me contó que había ocasionado un revuelo al pedir en un restaurante
mustard for the stick
, literalmente «mostaza para el palo» o, con un poco de malevolencia, «mostaza para el pene»; frases de ese tipo tienden a divertir a los camareros y a inquietar a los demás comensales.)

Volvamos a Forman. Su plan era disparatado. Nueva York es una ciudad de carnívoros, cuenta desde siempre con excelentes
steakhouses
y no parecía probable que la gente fuera a comer chuletones a aquel rincón extraño, junto a las rampas del puente.

Hay muchos establecimientos cárnicos, algunos de ellos míticos. Sparks, por ejemplo, en la Calle 46. Paul Castellano, jefe del clan Gambino, salía de Sparks cuando fue acribillado, en la misma puerta, por orden de uno de sus generales o capos, John Gotti, quien, gracias al peculiar sistema de ascensos de la Mafia, se hizo con el control de la familia. Sparks, como dijimos antes, es el favorito de Woody Allen, que no contempla la opción de Peter Luger porque, obviamente, no viaja fuera de Manhattan para comerse un filete, por bueno que esté. O Gallagher's, en la 52, oscuro y antiguo. O el Old Homestead, junto al Meat Packing, el más veterano de Nueva York (1868), el lugar donde se propinan grandes cenas los carniceros ricos. El Homestead es una casa de carne auténtica: los olfatos finos detectan el olor a matadero. O Keens, que aún sirve la dickensiana
mutton chop
, la chuleta de carnero, y tiene un bar excelente presidido por un retrato de la señora Keens totalmente desnuda (ya no es posible hacer comparaciones con el modelo porque la señora Keens murió en el siglo
XIX
). Luego están las cadenas: la del empresario Alan Stillman, Smith & Wollensky (mejor el grill que el restaurante), Post House y Maloney & Porcelli (si va, pida el codillo y no se hable más); Mortons, Palm, Bobby Van's. Y muchos otros.

Sol Forman quería ganarse un puesto junto a los grandes. Sabía sobre ganado, mataderos, despiece vacuno y parrillas todo lo que puede saber un fabricante de cacerolas y cafeteras: nada de nada. Pero trabajó a conciencia. O, al menos, hizo trabajar a conciencia a los demás. Contrató a un funcionario jubilado del Departamento de Agricultura que había pasado 40 años entre matarifes y le encargó que le enseñara a su esposa, Marsha, toda su ciencia. Marsha dedicó dos años al aprendizaje. Cuando el jubilado murió, la mujer se había doctorado.

La carne vacuna en Estados Unidos es distinta a la del resto del mundo. Durante la Gran Depresión, el gobierno de Franklin Roosevelt ayudó a los cerealistas con una ley que obligaba a alimentar al ganado con grano, no con hierba. Desde entonces, el
beef
americano tiene una grasa amarillenta y con un punto dulzón; bien cortada y razonablemente madurada, en seco o en húmedo (ahí entramos ya en honduras de especialistas), es una carne sensacional. La que sirven en Peter Luger es adictiva, fantástica, mágica.

Cuando la revista
Time Out
de Nueva York editó su primera guía de restaurantes, Peter Luger fue catalogado como el mejor
steakhouse
de la ciudad. Al año siguiente, lo mismo. Cinco guías después,
Time Out
dejó de conceder el premio anual en la categoría
steakhouse
y anunció que sólo la repondría cuando no ganara Peter Luger, o sea, no en un futuro previsible.

En Peter Luger rige una filosofía digamos que espartana. Tiene el suelo de tablones y aspecto de cantina ferroviaria. Los camareros son alemanes de origen o de corazón y de carácter hosco. No se aceptan tarjetas de crédito. Y la carta es una trampa: quien la abre recibe una mirada de conmiseración. En realidad, la casa sólo existe para servir
porterhouse
, la pieza que reúne solomillo y entrecote, y no se puede comer en soledad: el tamaño exige compartir. A mediodía se sirven hamburguesas, las mejores de la ciudad. Como acompañamiento, tomate, cebolla, patatas y espinacas. Eso es todo. Se oye por ahí que los camareros alemanes están en condiciones de arrojar sobre la mesa un plato con salmón si un cliente es carnófobo y por error se ha metido en el establecimiento; no estoy seguro, nunca se me ha ocurrido comprobarlo.

La clientela de Peter Luger es una muestra de la población neoyorquina, sin exquisiteces tontas. Hay parejas gordísimas que devoran entre arrumacos, ejecutivos dispuestos a alcanzar el más allá en materia de colesterol, grupos de amigos, marineros de paso con dinero suficiente para pagar 30 dólares por un
steak
, fontaneros, familias en domingo, turistas japoneses. Por alguna razón, que no sabría explicar, con un simple vistazo al personal uno podría adivinar que Luger está en Brooklyn, y no en Manhattan. Sin embargo, la mayor parte de la gente viene de Manhattan. Es curioso.

La obsesión por la calidad del
porterhouse
es absoluta. En primavera de 2003, tras un invierno de sequía que había perjudicado la cosecha de cereales, Jody Storch, la nieta de Sol Forman, comprobó que escaseaban las maravillas en las cámaras frigoríficas del Meat Packing District y tuvo que reducir la compra a una tonelada semanal: por unos meses, sólo se sirvieron
porterhouses
previamente reservados por teléfono. Cuando no había, no había. La clientela tomaba un martini melancólico en la barra y se iba de paseo a ver ultraortodoxos.

En Peter Luger nunca se pudo fumar, ni siquiera antes de la prohibición municipal, ni pedir la carne muy hecha. Encender un cigarrillo es falta leve; pedir la carne muy hecha, falta gravísima. El camarero observa con pena al cliente desaprensivo y llama al jefe Wolfgang Zwiener, cuarenta años sirviendo
porterhouses
en la casa, para que se encargue personalmente del asunto. Zwiener, alemán de Bremen, sabe ser severo. Pero quien paga decide: si quiere «carne seca», si quiere «causar dolor» al cocinero (estas frases forman parte de la línea argumental de Zwiener), allá él. Será servido en silencio y se le dejará marchar en paz.

Sol Forman comía casi cada día en su restaurante, en una mesa apartada, y fue longevo. Murió a los noventa y ocho años, en octubre de 2001.
The New York Times
le dedicó una necrológica en la que reveló un secreto atroz. A Forman sólo le gustaba la carne muy, muy hecha, casi carbonizada.

13

Los neoyorquinos se dividen en tres categorías: Yankees, Mets y extranjeros. No hay más. La neutralidad resulta imposible. La ciudad es beisbolera hasta lo enfermizo y el baloncesto (Knicks) y el fútbol americano (Giants y Jets) constituyen simples complementos. Hace falta tomar partido. Uno puede optar por la vía fácil, es decir, el éxito, la mayoría y la soberbia, con lo cual se encasqueta la gorra de los Yankees y asunto resuelto. O puede optar por el fracaso, el sufrimiento y la más débil de las esperanzas, y se suma, como yo, a la famélica legión de los Mets. Cuestión de gustos.

La inmensa mayoría de los seres humanos tiene dificultades insalvables para entender el béisbol. Algunos consiguen hacerse con la mecánica del juego y se enfrentan con un problema aún mayor: después de tanto esfuerzo, les parece mortalmente aburrido. Ni es tan difícil, ni es tan monótono. Es un pasatiempo veraniego (fútbol y baloncesto son invernales) en el que pesa mucho la astucia y en el que no ocurre jamás, desengañémonos de entrada, esa cosa de las películas en las que la bola vuela hasta Cincinnati o destruye el marcador electrónico y un tipo se pone a correr alrededor del diamante y saluda al público entre vítores. Más bien al contrario: el no iniciado se concentra durante media hora en el espectáculo y no ve más que jugadores escupiendo, haciéndose señas, lanzando bolas nulas y bateando al aire; se distrae un segundo y se pierde una jugada de apariencia miserable que, sin embargo, cambia el signo del encuentro y suscita aplausos.

Supongo que el lector no espera extraer de este librito todos los intríngulis del béisbol. Un servidor tampoco tiene vocación de enciclopedista deportivo. Probemos, de todas formas, a explicar los principios fundamentales. Juegan nueve contra nueve y el objetivo consiste en anotar puntos (carreras) eliminando al contrario. Lleva la iniciativa el equipo que batea, o, dicho más sencillamente, el equipo del señor que tiene un palo (bate) en la mano. El lanzador debe enviar la bola hacia el bateador dentro de un cuadro imaginario, cuyos límites establece un árbitro que se emplaza tras un jugador con un guante muy grande que debe recoger la bola que no intercepta quien batea. En fin, ahorremos tiempo: si el que batea lo hace bien y envía la bola hacia sus compañeros repartidos por el campo, el equipo girará ocupando bases (más o menos los ángulos del diamante) y se anotará una carrera al completar las cuatro bases. Si lo hace mal, le eliminarán y volverá al banquillo a mascar chicle. A veces, es cierto, el del palo le da a la bola realmente fuerte (nunca tanto como para cargarse la iluminación), gira el diamante completo y anota el
home run
de las películas. Insisto en que se ve con poca frecuencia.

Dicho esto, y si alguien ha tenido la bondad de mantener abierto el libro, vayamos a lo que nos interesa. El béisbol, pasatiempo nacional americano, es una fiebre en Nueva York. Existen dos ligas paralelas, la Americana y la Nacional, que se reparten los equipos por criterios históricos o arbitrarios. Los primeros de cada liga disputan los
play-offs
, las eliminatorias finales. Y los ganadores absolutos se enfrentan, al mejor de siete encuentros, en lo que, sin gran modestia, los estadounidenses denominan
world series
, o campeonato mundial. Yankees y Mets compiten en ligas distintas. Y, de vez en cuando o, para ser más exactos, una vez, precisamente en el año 2000, alcanzan ambos la mundialidad. Si dos equipos de Nueva York llegan a la gran final, el acontecimiento se conoce como Subway World Series porque los viajes de un estadio a otro pueden hacerse en metro, y se desatan las pasiones. Como el mundo es muy imperfecto, la gran final de 2000 fue para los Yankees. Yo estaba ahí para padecerlo.

Los Yankees vencen casi siempre. En ningún otro deporte existe un equipo cuya hegemonía resulte tan duradera, implacable y monótona. Llevan así más de un siglo y no se cansan. Nadie sabe muy bien por qué son tan eficaces. Los expertos más racionales lo atribuyen a la suerte (la han tenido en todos los momentos cruciales), a la brujería (la célebre maldición de Babe Ruth y cosas similares) y al inagotable pozo de sabiduría de Yogi Berra, autor de frases impagables a las que luego daremos un pequeño repaso.

Los Yankees suelen atribuirse orígenes casi míticos, como si Dios hubiera entregado personalmente un bate a Joe di Maggio en la primera página del Génesis y le hubiera dicho: «Pégale a una pelotita y gánalo todo». En realidad, nacieron cuando ya estaba todo inventado. En 1903, un grupo de comerciantes y policías (recuérdese que entre mediados del siglo
XVIII
y mediados del
XX
Nueva York fue un pozo de corrupción, y en todo negocio convenía la protección retribuida de la policía) compraron la licencia de los Oriols de Baltimore y se la llevaron a Manhattan para montar un equipillo que nació sin nombre. Como jugaban en la colina donde hoy se cruzan Broadway y la 168, empezaron a llamarles «Highlanders», los de las tierras altas.

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