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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

Historias de Nueva York (6 page)

BOOK: Historias de Nueva York
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Nueva York es la capital mundial de los cocineros. Ninguna otra ciudad dispone de tantos. Pasee por cualquier calle y vaya contando restaurantes: no se acaban nunca.

Por supuesto, reencontré a Tony Bourdain en el Siberia. Era un hueco en sentido estricto, un espacio que se abría a la derecha de las escaleras, oscuro y mal ventilado, espantoso desde cualquier punto de vista menos, quizás, el de un cocinero ebrio. Fui al Siberia una sola vez. Sufrí un ataque de claustrofobia, pero lo pasé bastante bien. Difícil de explicar. El establecimiento fue piadosamente clausurado meses más tarde.

Bourdain es hoy una celebridad neoyorquina. Ha publicado varios libros, ha hecho televisión, ha roto varios corazones. La lectura de su
Confesiones de un chef
sigue siendo recomendable para quien desee conocer una de las caras ocultas de la ciudad, la que comienza detrás de la puerta de la cocina. Los cocineros suelen preferir, cuando salen de jarana, los restaurantes sinceros: buenos ingredientes preparados de forma elemental. ¿Los comedores de Nueva York que más frecuentan? El Blue Ribbon de Sullivan Street y el Veritas de la Calle 20.

Andábamos por Park Avenue antes de toparnos con Tony Bourdain y asomarnos a la cocina. Yendo en dirección noreste, hasta la Tercera con la 55, se llega al último vestigio de cuando esa zona de la Tercera Avenida era un barrio de obreros irlandeses. El “el”, el metro elevado, separaba dos líneas de casas bajas, de tres o cuatro pisos, con bares de mala fama, negocios de empeños, ferreterías y tiendas de comestibles en la planta baja. De por entonces, 1864 o 1868 (los estudiosos no se ponen de acuerdo), es el P. J. Clarke's, considerado el
saloon
más antiguo de Nueva York.

El barrio vivió un boom inmobiliario después de la Segunda Guerra Mundial, gracias a la construcción de la sede de la ONU y a la noticia de que el «el» iba a hacerse subterráneo. Todo cambió, menos P. J. Clarke's. En los años setenta pareció llegar el fin, porque la poderosa inmobiliaria Tishman Company adquirió todos los edificios de la manzana (menos el número 915, el de P. J. Clarke's) para construir un rascacielos, el primero de una larga serie en la Tercera. Los dueños del bar se resistieron a vender, asistidos por una curiosa coalición de conservacionistas urbanos y dipsómanos irredentos, y tras varios años de pleitos se salieron con la suya. El rascacielos fue erigido unos metros más atrás de lo proyectado para respetar el viejo edificio de cuatro plantas, una casa cuadrada hecha en el estilo que los americanos llaman, por razones ignotas, «italiano», y P. J. Clarke's se salvó.

Los cinéfilos pueden sentir el aguijonazo del
déjà-vu
al abrir la puerta, porque P. J. Clarke's fue el Nat's Bar de
Días sin huella
(The Lost Weekend), la gran película de Billy Wilder protagonizada por Ray Milland. La barra es la misma. El suelo y la decoración también. Siguen ahí los gigantescos urinarios masculinos, del tamaño de sarcófagos, y el saloncito del fondo. Ahora hay un segundo piso consagrado a la hamburguesa y la patata frita, repintan los muros con alguna regularidad y sólo derraman serrín sobre el piso cuando llueve: hay que adaptarse a los tiempos.

Ya que hablamos de grandes monumentos de la antigüedad, vale la pena una referencia a un tipo de institución estrictamente neoyorquina: el «deli» (por
delikatessen
), un comercio creado por y para los judíos de procedencia centroeuropea. El bagel, el pastrami, el
corned beef
, la crema agria y los pepinillos forman parte de la esencia de la ciudad. En materia de delis existen varias escuelas. Los modernos y los que van sobrados de dinero consideran insuperable el Sturgeon King de Amsterdam Avenue. Los clásicos y los que se divirtieron con una película llamada
Cuando Harry encontró a Sally
(la escena del orgasmo fingido se filmó allí) van al Katz de East Houston, establecido en 1888 y muy recomendable. Quienes poseen un saque imbatible se atreven con un sándwich Woody Allen en el Carnegie Deli de la Séptima con la 57, el local donde se reunían los viejos agentes teatrales de
Broadway Danny Rose.
El Woody Allen es una doble montaña de pastrami y de
corned beef
montada sobre cimientos de pan. Está muy bueno, pero no conozco a nadie que haya logrado acabárselo.

Entre las neoyorquinidades esenciales destaca, por supuesto, el
hot dog.
Un señor muy pesado de nombre Ralph Nader, que tiene la manía de presentarse como candidato ecologista a todas las elecciones presidenciales, se hizo un nombre en los años sesenta denunciando las porquerías con que se fabricaban los hot dogs. Dudo que los ingredientes hayan mejorado mucho desde entonces. Y, sin embargo, hay pocas cosas tan placenteramente efímeras como un hot dog de la acreditada marca Nathan's, aderezado con mostaza y quizá cebolla (soy contrario al ketchup en todas sus manifestaciones) y engullido a toda prisa en cualquier esquina.

Había empezado hablando de la nieve de Nueva York, blanquísima cuando cae, gris en cuanto toca el suelo. Quería decir solamente que era sobrecogedor ver nevar desde la azotea del World Trade Center. Ya no es posible contemplar ese espectáculo. Se puede probar con cualquier otro rascacielos. También es bonito, aunque no sea lo mismo.

9

Los forasteros en Nueva York somos reconocibles porque vamos por la calle mirando hacia el cielo con la boca abierta. A algunos se les pasa en unos días. Otros llevamos la nuca encajada entre los omóplatos durante meses. Soy de los que se emboban con los rascacielos, quizá porque me producen vértigo, o porque son las catedrales contemporáneas y están para eso, para embobar a gente como yo.

No existen razones económicas o urbanísticas que justifiquen la existencia de torres altísimas; cuando las hay, son marginales o sobrevenidas. Hubo rascacielos en cuanto la técnica permitió construirlos y el invento del ascensor llegó a ser lo bastante seguro como para resolver el acceso a los pisos elevados: se hicieron porque al fin pudieron hacerse. Los primeros rascacielos fueron creados para impresionar, para demostrar el poderío de una empresa o de un magnate y para atraer clientes con la singularidad del edificio. Las cosas funcionan más o menos igual hoy día.

Cuando ya hay muchos rascacielos en una zona, como en el centro de Manhattan, siguen construyéndose aunque no resulten especialmente altos ni interesantes y nadie se entere de su existencia, porque cualquier cosa inferior a cien metros parecería la caseta del perro. Hay también, ahora, argumentos de tipo económico y jurídico para construir edificios muy altos, pero no están directamente relacionados con el precio de los solares. En Nueva York, una cosa es la propiedad del suelo y otra la propiedad del aire, y muchas veces pertenecen a gente distinta. El aire, es decir, el derecho de edificación sobre un solar a partir de cierta altura, puede ser tan caro o más que la tierra. Una vez se dispone de aire y tierra, hay que negociar con las autoridades una enorme cantidad de licencias. Cuando el promotor concluye este proceso, que aquí simplificamos porque tampoco se trata de hacer un master en urbanismo, sólo resulta rentable una mole con un montón de pisos. Pero porque el montaje es así, no porque la escasez de espacio resulte angustiosa.

Un ejemplo de por qué se construyen rascacielos es el Flatiron, en la Quinta con la 23, uno de los primeros (1902) y más célebres. Flatiron, «plancha», es el nombre popular que ha acabado adoptando; al principio se llamaba Fuller Building y alojaba en los primeros pisos la compañía constructora George A. Fuller. Uno lo mira y piensa: pobre arquitecto, tener que aprovechar ese solar tan raro. En realidad, la parcela fue lo que interesó a los Fuller y al arquitecto, Daniel Burnham. Porque estaba en muy buen sitio, justo enfrente del Madison Square Garden original (un nudo de bares y teatros), y sobre todo, porque era triangular. La constructora quería atraer como inquilinos a los financieros de Wall Street, pero era difícil sacarlos de su barrio. Hacía falta algo especial, un edificio tan singular que constituyera un reclamo. El resultado, de 87 metros de altura, fue magnífico: un frontal afilado, una parte trasera inspirada en la arquitectura renacentista y adornada con perfiles barrocos (como las catedrales, los rascacielos sin gárgolas y esculturas simbólicas no son nada), un revestimiento de terracota que envejeció bien y unos interiores menos insensatos de lo que sugiere el exterior.

Aunque los tipos de Wall Street se quedaron donde estaban, los desocupados de Manhattan ganaron un lugar de encuentro: en la base de la afilada «proa» del Flatiron confluyen varias corrientes de aire, y muy pronto corrió la voz de que el viento levantaba las faldas de las damas cuando pasaban por delante de la «quilla», en la Calle 23. Durante años hubo policías apostados en el lugar para ahuyentar a los mirones, al grito de «23 skidoo», «23» por la calle y «skidoo» porque era una expresión de la época que venía a significar «lárgate». La frase se hizo popular, y sigue utilizándose.

Poco después del Flatiron crecieron otros dos rascacielos magníficos. En 1906, Edward Clarke, presidente de la compañía de máquinas de coser Singer y amante de los edificios insólitos (en 1880 le había encargado su casa al arquitecto Henry Hardenbergh, el mismo del Hotel Plaza, y tuvo lo que quería: una casa espectacular y muy rara hoy conocida como edificio Dakota, el de
La semilla del diablo
y el asesinato de John Lennon), decidió darle a la empresa Singer el lustre que merecía y encargó a Ernest Flagg que construyera el rascacielos más alto del mundo para la sede central. Flagg no sólo levantó una elegante torre de 204 metros (su proyecto inicial rebasaba apenas los cien, pero Clarke le dijo que ni hablar, que lo interesante era la altura): estableció además los cánones urbanísticos que rigieron durante muchas décadas en Nueva York. Según Flagg, los pisos bajos del edificio podían ocupar todo el solar, pero la torre debía limitarse a un cuarto del espacio disponible, por razones de iluminación y aireación urbana. El Ayuntamiento, con buen sentido, le hizo caso.

El Singer Building tuvo un mal final. Fue demolido en 1968 y sustituido por el llamado One Liberty Plaza, una cosa muy fea y mucho más grande, a la que me tocaba ir con relativa frecuencia para visitar a gente de Merryll Lynch.

El Woolworth, en cambio, sobrevive. Afortunadamente. Quien quiera constatar la relación entre los rascacielos y las catedrales, no tiene más que contemplar las agujas neogóticas que lo coronan o visitar el vestíbulo, cruciforme, con vidrieras tintadas de estilo paleocristiano y una galería de bajorrelieves que, como en las grandes iglesias medievales, representan a varios responsables de la obra: el ingeniero que diseñó la estructura (Aus), el banquero que prestó el dinero (Pierson), el encargado de alquilar las oficinas (Hogan). En lugar de santos, hay murales con alegorías del comercio. El Woolworth Building es una obra de arte.

Como el Chrysler, la otra maravilla. Uno de los edificios más bellos del mundo. Qué cúpula extraordinaria. A mí me espanta un poco y a veces sueño con ella, porque una vez Alfonso Armada, viejo amigo y corresponsal del diario
ABC
, me invitó a cenar a su casa de Park Avenue South y me enseñó el balcón: la cumbre del Chrysler estaba cerquísima, imponente, como suspendida en el cielo; yo me sentí también suspendido en el cielo y sufrí un ataque de vértigo.

Esa cúpula fue un sensacional golpe publicitario. Cuando el magnate automovilístico Walter Chrysler encargó el edificio al arquitecto William van Allen, en 1929, pensaba en una torre de 56 pisos, uno más que el Lincoln Building, que se construía en la Calle 42. Eso era suficiente para que el Chrysler fuera el edificio habitable más alto del mundo. Con la estructura ya terminada, el fabricante de coches descubrió que la sede del Banco de Manhattan, otro proyecto en marcha, iba a ser coronada con una pirámide y un mástil para rebasar en 60 centímetros al Chrysler. La carrera por la altura era frenética, justo en el momento en que el hundimiento de la Bolsa de Wall Street abría un abismo bajo la economía mundial. Chrysler tuvo una intuición brillante: había que hacer algo grande para coronar el edificio, algo que fuera excepcional y que no sólo quedara por encima del Banco de Manhattan, sino de la torre Eiffel. Había que hacerlo, además, en secreto.

El arquitecto Van Allen redecoró el exterior del rascacielos con motivos automovilísticos de estilo art-déco y preparó el golpe que le pedía Chrysler: ideó un remate de acero inoxidable en forma de lanza, inspirado en la parrilla del radiador de un coche, y empezó a construirlo, en secreto, dentro del propio edificio. Llegado el momento, en noviembre de 1929, la cúpula fue alzada desde el interior e instalada, a la vista de los neoyorquinos, en menos de dos horas. Un golpe maestro. El Banco de Manhattan quedó burlado y empequeñecido.

El golpe de efecto del Chrysler duró poco, sólo dos años. Lo que tardó otro magnate del automóvil, John Raskob, fundador de General Motors, en terminar su rascacielos. Raskob se asoció en 1920 con una familia multimillonaria, los Du Pont, y con Ellis Pearl, de la sociedad inmobiliaria Empire State, para comprar por 20 millones de dólares el viejo Waldorf-Astoria, derribarlo y ponerse a excavar. Los cimientos estuvieron listos en 13 meses y medio. El edificio tardó casi una década en alzarse. Paradójicamente, la crisis de 1929 y la consiguiente deflación hicieron que el rascacielos, al margen del solar y los cimientos, costara sólo 24.000 dólares. El solar y los cimientos, antes de la depresión, salieron por 41 millones de dólares. El Empire State fue un negocio ruinoso, pero disfrutó de los honores propios de su altura y singularidad (102 pisos y 6.500 ventanas) y fue inaugurado por el presidente Herbert Hoover, que el 1° de mayo de 1931 apretó un botoncito en la Casa Blanca y encendió todas las luces del rascacielos. Eran tiempos siniestros. Groucho Marx contaba en Broadway un chiste sobre la Gran Depresión: «No entiendo de economía, pero sé que cuando los neoyorquinos alimentan a las palomas de Central Park, las cosas van bien; cuando las palomas de Central Park alimentan a los neoyorquinos, como ahora, las cosas van mal».

El Empire State se mantuvo durante 40 años como el rascacielos más alto del mundo y se convirtió en el símbolo de Nueva York. A mí me gusta mucho más el Chrysler, pero el Empire State, con sus iluminaciones conmemorativas, forma parte de la vida cotidiana.

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