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Authors: Enric González

Tags: #Biografía, Viajes

Historias de Nueva York (9 page)

BOOK: Historias de Nueva York
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Frick fue el dios del diluvio. El más atroz e incomprensible. Nació en West Overton, Pensilvania, en 1849. Su abuelo, un cacique rural de carácter frío y despótico, le formó a su semejanza y, acaso para espolear su misantropía, no le dejó ni un dólar en herencia. El joven Frick trabajó en una lavandería, estudió contabilidad e invirtió en minas de carbón durante la crisis bursátil de 1873, cuando las acciones estaban baratas. Diez años después, ya millonario, creó, con otros socios, un lago artificial para disfrute de los ricos cerca de un pueblecito llamado Johnstown. El lago estaba en una presa de la que el gobierno prefirió deshacerse, por vetusta e insegura. Frick y los suyos la mantuvieron en ese estado. El 30 de mayo de 1889, tras varios días de temporal, el lago de los millonarios rompió los diques y cayó sobre Johnstown. Murieron casi 10.000 personas. Una mujer se ahogó mientras paría y de su cadáver quedó colgando el cadáver del bebé. Frick salió del paso pagando una módica multa por un delito de negligencia. Pagó otra multa en 1892, cuando contrató un ejército de sicarios de la Pinkerton para que expulsaran de sus fábricas de coque a todos los obreros: había decidido contratarlos de nuevo, pero con salarios más bajos y sin derechos. La gente de la Pinkerton mató a decenas de infelices que se atrevieron a resistir y estableció, de una vez por todas, que en Estados Unidos la propiedad privada estaba por encima de la justicia.

Frick, que para entonces ya estaba asociado con Carnegie y dirigía la mayor corporación mundial del acero, no tuvo corazón para morir en 1892, cuando un joven anarquista llamado Alexander Berkman (compañero de Emma Goldman, icono del sindicalismo y el pacifismo neoyorquino, una de las primeras comunistas que denunció, en 1923, la tiranía soviética) intentó asesinarlo disparándole dos veces y apuñalándolo en su despacho. Henry Clay Frick sobrevivió para construirse la mansión más imponente de Manhattan y acumular en ella una formidable colección de arte. Le gustaba Vermeer, tan delicado, tan sutil. Una de sus adquisiciones personales fue un extraño Rembrandt llamado
El jinete polaco
; mucho tiempo después, la obra inspiró su mejor novela a un escritor español llamado Antonio Muñoz Molina. Designios misteriosos. La maravillosa Frick Collection existe gracias a un miserable. El estiércol y las flores. Nueva York.

John Pierpont Morgan fue otro tipo de divinidad. La más grande, sin duda. Durante más de cincuenta años encarnó, de forma personal e intransferible, el Sistema Económico Americano: suyos eran la Bolsa, la Banca, las empresas, el banco central y la moneda. Físicamente parecía un Moloch: cabeza de gran tamaño, rasgos brutales, nariz abulbada, ojos de hielo, voz de trueno, cuello de toro y tronco robusto. Infundía pavor. Y, sin embargo, era un tipo melancólico, depresivo, muy sensible a las críticas. Tal vez tuvo una educación demasiado exquisita (su padre, un banquero, le envió a los mejores colegios y universidades de Europa), o tal vez le pesaba su propio poder. Nació el 17 de abril de 1837 en Connecticut y a los treinta y cinco años ya era más rico que el Gobierno de la nación. Respaldó a un inventor llamado Thomas Edison y creó la Edison General Electric Company, más tarde conocida como General Electric. En 1901 compró por 480 millones de dólares (todo el presupuesto federal de Estados Unidos, por comparar, ascendía a 300 millones) la Carnegie Steel Company y, fusionándola con su Federal Steel, creó U.S. Steel, la mayor empresa del mundo.

En 1907, cuando uno de los pánicos que sacuden periódicamente Wall Street amenazó con hundir el sistema financiero, Morgan se erigió en banco central (la Reserva Federal no existía aún), puso firmes a los demás banqueros y les ordenó volcar sobre el mercado 20 millones de dólares que tranquilizaron los ánimos. Todo eso lo hizo en 10 minutos.

Fue uno de los fundadores del Metropolitan Museum, del Museum of Natural History y del jardín botánico de Nueva York. Su espíritu permanece en uno de los lugares más recomendables de la ciudad, la Morgan Library. Contra lo que se cree, John Pierpont nunca vivió en el edificio de la Calle 36. Ésa era su biblioteca y allí se encerraba en sus días depresivos. Como Frick, se lavaba la conciencia con arte. Suponiendo que Frick tuviera conciencia. Morgan sí la tenía. Y tenía una inteligencia que iba más allá de los negocios. Una de sus frases favoritas: «Ningún problema puede resolverse hasta que se reduce a su forma más simple. La transformación de una dificultad vaga en una fórmula concreta es un mecanismo esencial para el pensamiento».

El presidente Teddy Roosevelt hizo su carrera política acusándole de monopolista mientras, en privado, le pedía dinero para tal cosa o tal otra. Morgan, que había apoyado el monopolio de los ferrocarriles siguiendo instrucciones de Abraham
Lincoln,
se dejaba. Murió en Roma, en 1913. No le dio tiempo a evitar la catástrofe de 1929.

El gran monopolista ferroviario fue William Henry Vanderbilt (1821-1885), que acumuló ferrocarriles, se adueñó del transporte público neoyorquino y pronunció aquella frase inmortal, «que se joda el público», cuando le sugirieron que el transporte público requería un poco de planificación pública, o sea, política, y un poco de interés por las necesidades de la ciudadanía. Construyó delirantes mansiones en un tramo de la finca de los Astor hasta crear, él solito, lo que después se llamó Quinta Avenida, con tanto éxito que los propios Astor decidieron vivir allí. Ninguna de esas mansiones, llenas de torres y almenas, ha sobrevivido.

Andrew Carnegie (1835-1919) era otra cosa. Carnegie se consideraba a sí mismo un santo varón y un gigante moral; digamos que fue un moralista pintoresco y que espiritualmente no fue un enano. Había nacido pobre en Escocia, un país que, por muy diversas razones, crea una pobreza más triste y dura que las otras, y emigró de niño a Estados Unidos. La suerte le llevó a ser ayudante del subsecretario de Guerra en Washington, encargado de tender la red de telégrafos ferroviarios, y aprovechó la experiencia para invertir en telégrafos y ferrocarriles. Más tarde copió los sistemas ingleses de producción de acero y montó una fundición cerca de Pittsburgh, con Henry Clay Frick como socio. Se convirtió (igual que Morgan, Astor y Vanderbilt: todos presumían de lo mismo) en el hombre más rico del mundo y se dedicó a descansar medio año en Escocia, desde donde lamentaba los desmanes de Frick (que, por otro lado, acrecentaban su fortuna), y a sermonear durante la otra mitad del año sobre lo bien que iba la pobreza para forjar carácter y lo triste que era ser millonario. En 1889 publicó un artículo titulado «El Evangelio de la Riqueza» en el que afirmaba que los magnates debían favorecer a la comunidad. No era pura hipocresía: en los años siguientes creó una fundación dedicada a «la mejora de la humanidad» y el mantenimiento de la paz, financió 3.000 bibliotecas públicas y estableció varios institutos de investigación científica. Además, compró las acciones de Frick y rompió con él: Frick, que le había proporcionado montañas de oro, se había convertido en una compañía indeseable.

John Davison Rockefeller (1839-1937) también fue el hombre más rico del mundo. Vivió casi un siglo y su sombra se proyecta aún, tanto tiempo después, sobre el subconsciente americano. Montgomery Burns, el magnate despiadado de la serie
Los Simpson
, es físicamente idéntico al viejo Rockefeller. Fue el paradigma del capitalista weberiano: religioso y frugal en la vida privada, implacable y voraz en los negocios, convencido de cumplir designios divinos. «El dinero me lo ha dado Dios», decía. La gente nunca llegó a saber cómo era realmente el gran patrón de la Standard Oil, el hombre que creó un gigantesco trust petrolero y que, en sus escasos ratos libres, trató de construir una teoría económica sobre la conveniencia de los monopolios. Nació en un pueblo del Estado de Nueva York, hijo de un feriante bígamo que vendía falsos medicamentos contra el cáncer y de una mujer estricta y religiosa. Poseía una extraordinaria capacidad de cálculo y no perdía nunca la calma. Organizó su vida como una partida de ajedrez, eficaz, grandiosa y humanamente estéril.

Comenzó vendiendo pavos y llevando libros de contabilidad, hizo algún dinero en el mercado de cereales y en 1862 invirtió en petróleo. Sólo hacía tres años que a Edwin Drake se le había ocurrido que el petróleo podía ser extraído de la tierra, con bombas como las de agua, sin esperar a que brotara por sí solo. Rockefeller inventó el negocio de las refinerías y estableció un principio aún vigente: cuando bajan los precios del crudo y los márgenes de transformación se reducen al mínimo, las empresas más pequeñas quiebran. El propio mercado, pues, hace una selección que conduce al oligopolio. Conclusiones: hay que ser el más grande y conviene pactar precios con los escasos competidores reales. Las cosas no han cambiado en siglo y medio. (Antes hablábamos del sistema de fijación de precios capitalista desde un punto de vista teórico, como se habla del derecho a la felicidad en la Declaración de Independencia; la práctica, evidentemente, es otra cosa.)

Rockefeller dejó la Standard Oil a sus hijos hacia finales del siglo
XIX
, cuando se encontraba en la cúspide de la impopularidad. Ninguna otra de las cabezas del Moloch neoyorquino molestaba al público tanto como él. Y, sin embargo, Rockefeller tenía la convicción de haber hecho bien. Había creado empleo, había proporcionado a los americanos combustible barato, había cumplido los designios de Dios. Dedicó sus últimos 30 años a crear universidades y organizaciones filantrópicas, y le dio tiempo a ver terminado el Rockefeller Center.

Todos estos tipos con biografías en general poco edificantes están en el origen del moderno imperio americano. Se puede elucubrar sobre el espíritu evangelizador de la diplomacia de Washington, sobre la convicción nacional de que las barras y las estrellas representan la justicia en el mundo y sobre la buena voluntad que en bastantes ocasiones ha presidido las aventuras estadounidenses en el mundo, todo eso es cierto, pero los imperios se fundan sobre la necesidad de proteger los intereses comerciales. La protección se basa, a su vez, en la amenaza. En ese sentido, la frase fundacional del imperio no es la muy célebre del presidente Monroe, «América para los americanos», sino otra, menos conocida, del presidente Theodore Roosevelt.

Teddy
Roosevelt había dado ejemplo práctico como soldado en la guerra de Cuba, al frente de sus «Rough Riders», y seis años más tarde, en 1904, ya en la Casa Blanca, topó con el problema de un secuestro. Un ciudadano estadounidense llamado Ion Perdicaris fue secuestrado por el bandido marroquí Mulah Ahmed al Raisuli y la demanda de rescate fue expedida a la Embajada de Estados Unidos. Cuando la noticia llegó a Roosevelt, éste envió unos cuantos barcos de guerra cargados de marines a las costas de Tánger, con un mensaje escueto: «Quiero a Perdicaris vivo o a Raisuli muerto». Bastó la amenaza. Perdicaris fue liberado de inmediato. Desde que esa frase fue pronunciada y surtió efecto, los americanos supieron, mucho antes del suicidio europeo en 1914, que el mundo era suyo.

Los cimientos del imperio están en Liberty Street, esquina con William. Unos veinte metros por debajo del edificio de la Reserva Federal de Nueva York, empotradas en la roca, hay tres gigantescas cajas fuertes de hormigón y acero, una dentro de otra, que esconden el 30 por ciento de las reservas mundiales de oro, con depósitos de más de 80 países. Las otras cuevas del tesoro, en Fort Knox y West Point, tienen poco movimiento. En la gruta de Manhattan, en cambio, el trajín de lingotes es casi diario: los delirios de los tiburones bursátiles de Wall Street tienen consecuencias planetarias porque esa gente baila cada día sobre un montón de oro. Estamos hablando de un gran montón de toneladas de oro, con un valor cercano a los 90.000 millones de dólares, unos 15 billones de las antiguas pesetas. Cuando paso por delante de la Reserva Federal me quedo un rato quieto e intento notar la vibración de la riqueza subterránea, hasta hoy sin éxito.

Se puede visitar el interior de las cajas fuertes. Basta telefonear a la Reserva Federal, o enviar un mensaje electrónico, y pedir fecha y hora. El espectáculo es fundamentalmente obsceno y a la vez muy divertido. El dorado de los lingotes, ordenados como ladrillos en muros, es muy variado y depende de las impurezas: un poco de plata da un color amarillo pálido; el cobre, un tono rojizo; el hierro, un brillo verdoso; cuando la impureza es de bismuto, el ladrillo de oro se hace oscuro. Los mecanismos de cierre de las cajas fuertes consisten en cilindros metálicos de tamaño colosal que encajan en bielas de hormigón y el subterráneo parece decorado por un guionista de James Bond con resaca de pacharán.

Ese es el templo secreto de las seis divinidades de Wall Street. No hay ídolos con forma de toro, pero los policías que vigilan son tan robustos y malencarados que dan el pego.

12

El Broadway de Brooklyn, mucho menos famoso (con todo merecimiento) que el de Manhattan, desemboca en los pilares del puente de Williamsburg. En la zona conviven un pintoresco metro elevado (el antiguo «el» de Nueva York), cuyos convoyes nocturnos hacen del sueño de los vecinos una experiencia trepidante; una colonia de judíos hasídicos ultraortodoxos, una creciente población latina y el personal más o menos joven y más o menos creativo que ocupa los antiguos almacenes portuarios. Hacia el interior, por Bedford Avenue, el barrio está en alza, se agita, se llena y encarece día a día, convertido en la «nueva frontera» de la cultura no establecida (o no tan establecida aún como para enviar a paseo el color local y comprarse un apartamento con vistas a Central Park) y de las pequeñas galerías.

Me gustan las calles cercanas al río, bajo la sombra del puente. No digo que sea un lugar hermoso, pero me gusta. Aquí estaban los astilleros de la Navy que construyeron el acorazado
Missouri
, a bordo del cual se firmó en 1945 la rendición japonesa. Y aquí está la Brooklyn Brewery, la última de las muchas fábricas de cerveza que los inmigrantes alemanes crearon en el barrio durante el siglo
XIX
.

No queda ninguna de las viejas fábricas. Brooklyn Brewery es novísima, de los años noventa, y surgió gracias al integrismo religioso musulmán. Me explico. El fundador fue un periodista de Associated Press, de nombre Steve Hindy, que trabajó larguísimas temporadas en Arabia Saudí. En ese país, regido por el Corán y la elefantiásica familia de los Saud, está prohibido el alcohol, incluso a los extranjeros, por lo que la colonia foránea suele adquirir gran pericia en la producción de licores caseros. Yo aprendí, durante la primera guerra del Golfo, a fabricar un criminal aguardiente de arroz conocido como «sadiki». Hindy se concentró en la elaboración de cerveza de bañera. Cuando regresó a Nueva York, en 1984, y topó con la desolación sápida de las Budweiser, Coors y demás cervezas de producción masiva, el periodista decidió montar su propia fábrica. La Brooklyn Lager es hoy la cerveza de Nueva York (aunque se registra una floración de pequeños productores artesanales, muy buenos), y una de las mejores de América.

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